jueves, 29 de noviembre de 2001

Sturm


                “ ¡Al diablo con la Medida! ¿Dónde nos ha llevado? No ha suscitado sino escisiones, recelos  e intrigas. Incluso nuestra propia gente prefiere tratar con los ejércitos enemigos antes que tratar con nosotros. ¡La Medida ha fracasado!”

 

                ¿Yo he pronunciado esas palabras? Sí... hace solo dos días, pero parece toda una vida. La Medida no ha superado la prueba del tiempo, o quizá somos nosotros, que no nos hemos mostrado a la altura de los que de nosotros se esperaba.

 

                ¿Por qué adopté yo una actitud diferente? Adiviné la respuesta al oír a Flint, el buen Flint... Fue a causa del enano, del kender, del mago, del semielfo... Ellos me han enseñado a ver el mundo a través de otros ojos, almendrados unos, redondos los otros,  incluso pupilas con forma de relojes  de  arena. Los caballeros como Derek solo ven el mundo en blanco y negro, mientras que yo he podido ver el mundo en su maravilloso y terrible colorido, en todos los matices del gris.

 

                Miedo... tengo miedo. Entre todos esos colores se agazapa el de la desesperación, el de la vergüenza. ¿Fallaré al final?. ¿Temblará mi mano? ¿Verá mi espalda el enemigo?. Ahh... ha pasado una noche más, llega el nuevo día. No huí ayer. No fallaré hoy.

 

                Vencido. Hemos vencido. Si es que a esto se le puede llamar victoria. Hemos rechazado oleada tras oleada de las fuerzas de la Oscuridad, pero la mitad de los caballeros han muerto. Me duele todo el cuerpo, no puedo descansar, no puedo pensar. Me mantengo en pie por puro reflejo, mi cabeza va estallar.

 

                “... sin saber que su aparente firmeza borraba de las mentes de los jóvenes caballeros los terribles recuerdos del día. Aquellos que, en el patio, trasladaban los cadáveres de amigos  y compañeros pensando que quizá mañana alguien haría lo mismo con ellos, oían las pisadas de su  comandante y veían aliviarse sus temores.”

 

                Míralos, contempla como recogen los cadáveres de los caídos, conscientes de sus deberes para con la Orden. Son jóvenes, apenas ingresados en la hermandad, pero en su interior son auténticos Caballeros. En ellos se plasman los valores eternos de Solamnia. No tienen dudas, saben que mientras sea defendida por hombres de fe la Torre del Sumo Sacerdote no caerá jamás. Y ha sido su coraje, su fe en lo que representan nuestras banderas lo que ha contenido la marea oscura. Y mientras tanto yo perezco sumido en mis miedos, en mis dudas. No merezco combatir en sus filas.

 

                Tasslehoff. Dormido como un tronco en medio de tanto desastre... Vaya, me ha venido bien encontrarlo, no recuerdo cuando fue la última vez que pude permitirme una sonrisa. Flint. Inconmovible como la roca de la que están hechos los enanos. Profundamente pesimista, pero aún así sigue combatiendo. Laurana. Un faro de luz en un océano de oscuridad; aunque temo que tu luz se apague mañana, amiga mía. No creo que resistamos mucho más. Si llegan refuerzos de Palanthas lo harán para encontrarse con un ejército conquistador.

 

                De nuevo se alza el sol. No huí ayer. No fallaré hoy. ¿Qué es eso? ¿El enemigo se retira? ¿Se trata de una estratagema para obligarnos a salir a campo abierto? Tanto da, somos tan pocos que no podríamos perseguir ni a una manada de orcos. Oh, dioses... Tasslehof  confirma mis peores temores, se acercan los dragones.

 

                Laurana... jamás te ví tan hermosa. Aseguras ser capaz de manejar el Orbe que se oculta en la Torre. Adelante, amiga, que Paladine te acompañe. Adios, Flint, Tass, Laurana, amigos. Adiós, Tanis, hermano. Adiós a todos.

 

Ya no hay dudas.

 

Ya no hay miedos.

 

Mi honor es mi vida.

 

 

sábado, 24 de noviembre de 2001

Estaba sola



Los muertos caminan en un palacio de salas infinitas.


- ¿Quién es esa mujer? Quién la de rubios cabellos, la de ojos ardientes, la de risa rápida y cólera fácil. La que camina como una reina, la de porte felino, la que amó a un Señor de hombres mortales.


- Estaba sola, sobre el Sirión.


Los muertos caminan, y preguntan quien es esa mujer ante quien el mismo Mandos rinde homenaje.


Estaba sola, en el puente sobre el Sirion.



* * *


Qué grandes esperanzas se habían puesto en aquel día. Los más hermosos, los más fuertes frutos que jamás dieron elfos, enanos y hombres se unieron en uno solo para expulsar al negro enemigo del mundo. Arco, Hacha y Espada que desterrarían para siempre el mal de la Tierra, rescatando las joyas que guardaban la beatitud de los tiempos de antaño, restaurando la belleza original que en la Gran Canción estaba prevista. En otra parte se cuenta qué fue de la gran alianza que se llamó Unión de Maedhros, y como la esperanza se tornó en pena, y como aún habrían de pasar muchos años antes de que el Maldito fuera expulsado. Pero pocas gentes hablan del destino de la rosa más bella, de la espina más aguzada que dio al mundo la sangre de Dor-lómin.


Una nueva cosecha florecía en Hitlum, custodiada por el Señor, Húrin. En el duro noroeste los hombres crecían en número, y felices esperaban el momento de la venganza y recuperación del señorío de Dor-lómin. Pero no todo era felicidad, pues una mujer penaba en silencio, purgando su dolor en las fronteras, manteniendo a orcos, wargos y otras bestias lejos del objeto de su amor, que no era otro que su pariente Húrin. Ambos habían crecido juntos bajo la mirada de la noble Hareth, y en esos años el corazón de la joven se prendó del Señor. Pero las leyes de los hombres no permitían casamientos entre primos, y además Húrin se ató a Morwen, de la casa de Bëor.


Tristes fueron los primeros años de la juventud de la noble mujer. Comprendiendo lo imposible de su amor, cautivada por la serena majestad de Morwen, vistió ropas de hombre, tomo el arco y el acero y partió a las fronteras. Pronto su arrojo suicida le dio un nombre en el norte, la Espina de Hitlum. Durante los meses de primavera y verano su corazón se aligeraba en el frenesí de la batalla, en la caza de grupos de incursores orcos, limpiando los bosques de las inmundas criaturas del norte. Pero cuando el invierno llamaba a las puertas y el tiempo de guerra tocaba a su fin, su corazón languidecía, y era la única sombra en las alegres salas de la casa de Hador.


Llegó rápido el verano del año 473, cuando llegó a su madurez la tercera generación de las gentes de Hador. Y ese año partieron para derribar al Oscuro junto a elfos y enanos. La mujer consiguió unirse a la guardia del Señor, y juntos partieron a la guerra ese malhadado año. Cuanto dolor, cuantas lágrimas vertidas. Pues por la traición de los hombres y la malicia de Morgoth la esperada victoria se tornó amarga derrota.


Se dice que gracias a las hazañas de la casa de Hador las compañías de Gondolin consiguieron retroceder y mantener encendida la llama de la esperanza. Se dice que sin su valor jamás se habría alzado una nueva estrella. Últimos entre todos, cuando todo se había perdido, resistieron dos guerreros.


- ¡Huye, prima! Todo se ha perdido. Vuelve a casa y protege a los míos.


- ¡Señor!


- ¡Vuelve, te digo!


- No volveré corriendo a Hitlum, primo. Ningún orco vio jamás la espalda de nadie de la casa de Hador Lórindol.


- Huye, te lo pido. Mi mujer, mi hijo... Prima, te lo ruego, por el amor que me tienes, que mi familia viva para ver otro día.


Entonces, a través de los caminos secretos que en el marjal de Serech los elfos habían enseñado a los hombres corrió la doncella guerrera, consciente de que siempre, Húrin, supo.


Con los ojos anegados en lágrimas la mujer llegó al puente sobre el Sirion, y allí se giró para enfrentarse a su destino. A la carrera, a lomos de wargos, una infinidad de orcos se abalanzaba sobre ella para saquear Hitlum.


Tranquila, serena como la muerte que llega anunciada, se apostó sobre el puente. Disparó las últimas flechas que le quedaban, siete. Y con cada flecha llegó a sus oídos un grito lejano, ¡ya se hará de nuevo el día!. Vaciado el carcaj, estrelló el arco en el rostro de un jefe orco, lanzándolo sobre el río; tomó su espada y el escudo del norte y defendió el puente. Oleada tras oleada de orcos se abalanzaron sobre ella. Y ella, la Espina de Hitlum, la más bella rosa de la dorada casa de Hador, resistió una y otra vez. Múltiples heridas cortaban su piel, pero ningún orco pudo decir que pisó el otro extremo del puente. Llegó un momento en que las bestias de Morgoth, intimidadas por la habilidad de la mujer, se negaron a avanzar, y entonces un capitán de Angband, un balrog, caminó sobre el puente. No hubo nadie para cantar el duelo entre la dama y el balrog, pero ¿acaso es menor la hazaña porque no la canten los poetas?. Sangrante por mil heridas, próxima a desfallecer, la mujer empuñó su espada con ambas manos y se abalanzó sobre el capitán de Angband. Superada la espada del demonio, superado el látigo de llamas, la Espina saltó sobre el balrog, clavando su acero en el negro corazón del demonio, que gritando cayó al Sirion.


Muere la tarde, y las fuerzas de Angband se reagrupan en torno al puente. Felices nuevas les han traído del norte, cuentan que el señor de los cabezas amarillas ha caído prisionero, y enardecidos por tal noticia cargan de nuevo. La dama yace arrodillada en el puente, apoyada sobre su espada; un brazo, abrasado por la negra sangre del balrog cuelga inútil a su costado. Ya no le quedan fuerzas, sus piernas están quemadas por el látigo del balrog, su piel está abierta en infinidad de heridas, su sangre baña las maderas del puente. Pero es una mujer del norte, una de la estirpe de los padres de los hombres. Y se pone de nuevo en pie, clamando a los cielos en desafío.


Llega la noche, las primeras filas de los orcos la alcanzan, alza su espada.


Del occidente llega una tormenta, presagio de las innumerables lágrimas que se verterán en los días venideros. El enfado de Ossë estalla en las costas. El viento aúlla con la furia del Cazador. Los cielos se oscurecen con la pena del Rey Supremo. Y la ira de Ulmo desborda el Sirion, ningún orco pisará Hitlum esa noche.


* * *


Se abren las puertas de las mansiones de los muertos, y despacio, altiva, orgullosa, entra una mujer, una doncella guerrera. A su lado camina el Señor de las Aguas.


Les espera una figura imponente, Námo, el Juez Mayor, el señor de Mandos. Se inclina ante la recién llegada.


- Señora, os ruego que me acompañéis.


Era la Espina de Hitlum, la rosa más bella de la casa de Hador, y murió defendiendo el puente.


Estaba sola, sobre el Sirion.





Jose, 24 de noviembre de 2001

lunes, 5 de noviembre de 2001

Buscarte


Más de cincuenta años... más de cincuenta años en los que he venido a buscarte, siempre en las mismas fechas, siempre la noche de difuntos. He mantenido siempre ese recuerdo vivo en mi corazón, vivo y en secreto. ¿Quién iba a creerme?


Lo hice jugando, como el niño al que su madre ha prohibido saltar una valla, que sabe que más allá no hay nada que merezca la pena, pero que aún así salta el cercado, un poco riéndose de sí mismo y a hurtadillas. Fui a Finisterre, y en el momento que el libro llamaba la hora-entre-horas, cuando se ponía el sol en el cabo que los antiguos celtas llamaron del fin del mundo - ¿de este mundo? -, di tres vueltas en torno al montículo del faro, siguiendo la dirección del sol entonces moribundo. Un brillante destello de luz me cegó, de repente la tierra se tornó agua y el mar tierra, y allí estabas tú, acorralada contra la orilla y rodeada por unos seres horribles, deformes.


¿Cómo pude equivocarme tanto? Todavía sonrío al recordar como tomé uno de los palos que había en aquella extraña playa y creyendo defenderte me abalancé sobre aquellas criaturas, cayendo en el foso que habías disimulado ante ti para capturar a aquellas bestias. Para hacerlo más humillante perdí el sentido al golpearme la cabeza contra una roca. No ví lo que más tarde tuve ocasión de ver tantas veces, el terrible espectáculo que era tu bello cuerpo cubierto de anillas de acero, sosteniendo una cimitarra en cada mano, avanzando, castigando, llevando el miedo y la muerte a tus enemigos. Lo que sí pude ver fue la cólera en tus ojos al sacarme del foso. Me gritabas en tu idioma, aquella lengua que yo aún no conocía, completamente encolerizada, tanto que me devolviste al foso de un tremendo puñetazo. ¡Nunca antes me había golpeado una mujer de esa forma! Ni un hombre, ya puestos. Mi vida hasta ese día había transcurrido con la feliz inconsciencia de un adolescente nacido en el seno de una familia rica.


Una familia rica... nunca había estado solo, nunca había pasado hambre, frío, el miedo a lo que pueda deparar el mañana... hasta que llegué a tu lado. Y pese a ello contigo pasé los seis mejores años de mi vida. Seis años en los que recorrimos tu mundo, tu salvaje, cruel, glorioso y maravilloso mundo. Años en los que conocí la mordedura del frío, del hambre, del acero de un enemigo. Años de entrenamiento y viajes. Años de gloria. De amor.


De amor. He estado casado en este mundo, dos veces. He querido a mis dos esposas y a cada uno de mis hijos. Pero ¿cómo comparar el sencillo color rojo con el rubor de la rosa?. Así como en tu mundo todo era más brillante, más puro, más terrible, así fue la diferencia entre el amor que he tenido en esta tierra y el amor que sentí por ti.


Nos separaron, en una hora-entre-horas en tu mundo nos separaron, y antes de partir, antes de que el mar se hiciera tierra y la tierra mar juramos volver a encontrarnos, buscar de nuevo el puente entre los mundos. Y te he buscado, amor mío, durante cincuenta largos años. Durante los primeros años busqué el puente aquí, en Finisterre, sin resultado, cada noche de difuntos, cada noche de Samhein. Siempre sorprendido por el amanecer completamente aterido de frío, muerto de pena. He recorrido el mundo buscando puntos donde encontrar el puente, inútilmente.


Estos últimos años he vuelto al principio, a este “fin del mundo”, a buscarte. Pero para serte sincero, con más temor que esperanza. El paso entre los mundos también afecta al tiempo, amor mío. Cuando crucé el puente de vuelta me encontré con que solo habían pasado unos meses en mi mundo. Seis años de gloria, de alegrías y tristezas, por unos meses grises, anodinos. Tengo miedo de encontrar el puente tendido y encontrarte al otro lado, esperando al que junto a ti antaño amó y combatió. Regresar para ver la desilusión y la pena en tu cara cuando descubras a un anciano inútil que a duras penas puede ya dar tres vueltas en torno a una colina sin caer extenuado, no al guerrero de otros tiempos.


El corazón me dice que está será la ultima vez, amada. Me faltan las fuerzas, y lo que tu me enseñaste que es peor, la voluntad de luchar.


Ya cae el sol, ya es hora...



Jose, 5 de noviembre de 2001

martes, 23 de octubre de 2001

Matanza

- No bebas de esa forma, muchacho, reventarás como una vaca enferma.

 

El que habla es un humano alto, fornido, con una larga y lacia cabellera en la que la plata derrota al ébano. Su cara, bronceada por la intemperie, está arrugada como la de un anciano, pero detalles como la fuerza de sus manos, la apostura de su aspecto desmienten esa idea de vejez. Sus ojos son negros, ligeramente rasgados, montados sobre unos pómulos altos que le dan el aire de un ave rapaz.

 

- Estoy muerto, maestro... cinco lunas... conozco ya esas malditas montañas mejor que mi propia cama...

 

El joven jadea sentado en la orilla, dejando que la fría agua del Crystalmir tonifique los doloridos músculos de sus piernas. El muchacho, agotado, sonríe a su maestro con la inocencia propia de los cachorros. Pero este cachorro de humano es diferente, la altura desmesurada, los anchos hombros, los rasgos toscos y gruesos herencia de un padre semiogro lo separan de las crías de su edad.

 

Durante cinco lunas han marchado entre las montañas Khalkist, solos y sin comida, alimentándose solo de las escasas hierbas y criaturas que crecen en tan agreste entorno. Todo forma parte del adiestramiento del muchacho, educación que empezó años atrás, cuando una turba enloquecida mató a los padres del muchacho. Desde entonces el llamado maestro, viejo amigo del padre del joven Eilif, ha entrenado al retoño en las artes de la supervivencia, en el manejo de las armas, ha sido también el profesor que no ha podido tener por ser un mestizo.

 

Al caer la noche encienden un fuego en el exterior de la cabaña para preparar la cena, quedan pocos días del verano, y tal vez haya pocos lugares más hermosos que la ribera del Crystalmir para disfrutar de una cena al aire libre. Ambos comen con ganas, pues es la primera comida elaborada que toman en cinco lunas. Terminada la cena, ambos reposan en el exterior, extenuados, complaciéndose el mayor en elaborar figuras con el humo producto de la hierba para pipa.

 

- Contad una historia, maestro. Una de esas fantasiosas historias que os gusta relatar.

 

El viejo medita entre nubes de humo, sintiendo el ardiente paso del alcohol por su garganta.

 

“Fantasiosas... ah, Eilya, si tu supieras... eres tan joven y confiado que te niegas a creer lo que te contado mil veces, lo que te dicen tu ojos. Ignoras el pacto que tenía con tu padre, ignoras lo que te espera...”

 

- ¿Habéis estado casado, maestro? ¿Habéis tenido hijos? Parecéis mayor y sin embargo...

 

“¿Casado?... ¿hijos?”

 

- ¿Mayor? ¡mayor! Chiquillo insolente... Está bien, tendrás tu historia...

 

La voz del viejo se llena de matices, adquiriendo la riqueza de tonos necesaria para narrar como se debe una bella historia. Permanece recostado en “su” árbol, bajo las estrellas.

 

“Te hablaré de una raza especial, Eilya, de una raza de gentes de muchas razas. Vivieron hace mucho tiempo, mucho, mucho tiempo. Vivieron antes del Cataclismo, cuando Istar era fuerte y el Príncipe de los Sacerdotes un líder temido en Ansalon, cuando los Caballeros de Solamnia recorrían el continente impartiendo justicia, cuando el Emperador de Ergoth era una figura respetada.

 

“Eran, de nombre, súbditos de Istar. Vivian lejos al sur de la gran ciudad. Tan lejos que las carretas cargadas a rebosar de pieles y carnes ahumadas para la gran urbe tardaban setenta y cinco días en llegar de su hermosa tierra a Istar.

 

“Ahhh... su tierra. Era hermosa, hermosa a los ojos de aquellas gentes. Inmensas llanuras en las que el viento podía soplar durante semanas hasta despellejar una bestia caída en los campos, planicies por las que un hombre podía cabalgar durante días y no encontrar a un semejante. Había montañas que arañaban los cielos, montañas que nunca había hollado el pie de un ser vivo, quizá solo los dioses. Ríos de frías corrientes y lagos de aguas tan limpias que en los amaneceres un hombre podía ver todos los colores del mundo reflejadas en ellas.

 

“Y las gentes... No verás nunca gentes como aquellas gentes... La tierra, además de hermosa era dura, muy dura. Nunca toleró a los débiles, a los indecisos, extirpándolos de su seno. Y así surgió una estirpe de hombres orgullosos, indomables, los jinetes pastores del sur. De todas las razas, de todos los pueblos libres, pues los que huían de la injusticia y la opresión de los poderosos en Ansalon podían esperar refugio en aquella tierra libre de señores y siervos. El flujo de recién llegados era incesante, ya que las injusticias eran muchas. Y eran bienvenidos, pues aquellas gentes acostumbraban a vivir solas, aisladas, siendo muy pocos los matrimonios y menos aún los nacimientos.

 

“Contra lo que podía parecer no eran gentes toscas, rudos pastores envueltos en pieles de animales salvajes como decían los petimetres en Istar. Había algunos verdaderos clérigos y magos entre ellos, huidos de conflictos en las grandes ciudades. Y los druidas eternos, que siempre ocuparon aquella zona del continente. En las contadas agrupaciones que había en la tierra había pequeños templos, sencillos anfiteatros, menudas bibliotecas. Pero sobre todas las artes amaban la música. La melancolía de aquel país impregnaba la música que sonaba siempre, en todas partes donde hubiera uno de los miembros del pueblo. Ninguna ceremonia más alegre, ninguna música más gozosa, que la del bautizo con el que se celebraba la llegada de una nueva vida. No oirás una música más triste, más cercana al corazón de los hombres que la que despedía a los que nos… los dejaban.

 

“Pero en el lejano norte los Señores de Istar libraban guerras. En su locura intentaron exterminar a los ogros y sojuzgar otros pueblos, y para ello levantaron legiones, temibles ejércitos. Las invencibles legiones de Istar eran caras de mantener, y ese mantenimiento exigía más y más oro. Las codiciosas miradas de los Señores, esquilmadas otras provincias se volvieron hacia el sur. Y pidieron más y más. Y cada vez más les fue entregado. Los rebaños disminuyeron, las quejas contra el mal gobierno aumentaban. Y llegó la peor afrenta que se podía infligir a aquellas gentes, la esclavitud. Los que no podían cubrir las cuotas pedidas desde el norte fueron enrolados a la fuerza en la milicia, y no volvían a ser vistos.

 

Un tremendo ronquido interrumpe al anciano. El joven Eilif, extenuado, se ha quedado dormido recostado contra “su” árbol. El viejo se incorpora sonriendo. Niños, piensa. Y hace un gesto que en su tiempo hizo muchas veces, cubre al joven dormido con una manta. Pero perdido en su historia no ve la negra cabellera de Eilif, en sus ojos la mata de pelo, más rebelde, más corta, femenina, es roja como el fuego. Dejando las lágrimas fluir por sus mejillas entra en la casa volviendo con un extraño instrumento, rara mezcla de sacos y tubos. Perdido aún en sus pensamientos, pisando una tierra que no existe ya más que en su memoria se dirige a la orilla del Crystalmir, sentándose allí y soplando hasta inflar uno de los sacos que componen el instrumento. Lo aloja bajo su brazo, y presionándolo suavemente obtiene un triste lamento, un llanto de despedida capaz de romper el corazón más embrutecido

 

“Una mujer, niños. Sí, Eilya, estuve casado, con la más maravillosa de las mujeres. Y tuve hijos, los mejores que pueden nacer de la unión de un hombre y una mujer. Mis bellos hijos. Ella fue uno de los líderes del levantamiento cuando la situación se hizo intolerable. Mis retoños, dos fuertes pastores y una jinete tan rápida como el viento recorrieron la tierra portando la flecha ensangrentada que había de llamar a la rebelión.

 

“Nos alzamos en armas, fuertes, orgullosos, con la determinación del que se sabe asistido por la razón. Y nos negamos a pagar las nuevas tasas, reclamando las tarifas de antaño. Por unos meses pareció que el Príncipe de los Sacerdotes atendía nuestro llamado, pues mandó a uno de sus ministros para negociar una solución. Pero no fue la llegada de aquél la de un religioso entre sus feligreses sino la de un lobo entre el rebaño. Aquel hombre llegó acompañado de una legión. Pretendía imponer unas tasas que eran el triple de las antiguas, unas tasas que condenaban al hambre a nuestros ancianos y nuestros escasos niños. Pretendía enrolar en las legiones a uno de cada cinco de nuestros jóvenes. Pretendía... esclavitud.

 

“Nos alzamos. Quemamos campos de trigo por nacer, recogimos el ganado y lo llevamos a las montañas y nos dispusimos a resistir. Nosotros, que nunca fuimos más de dos mil guerreros montados, nos alzamos contra toda una legión de Istar. Y la vencimos. Vino una legión más, y después otras dos, y fueron rechazadas por la fuerza de nuestros brazos, de los jinetes pastores del sur y la dureza de nuestra querida tierra, hollada por pies extraños. Pero la nuestra era una lucha perdida, siempre fuimos pocos y de Istar parecía llegar un río de hombres y acero. Cada nueva victoria era casi una derrota, pues cada vez éramos menos. En la última batalla perdí a mis dos hijos varones, mis chiquillos...

 

El lamento del instrumento del viejo sigue llenando el aire. Las montañas, el lago, las lunas lloran el destino de los jinetes del sur.

 

“Y llegó por fin nuestra némesis, el estandarte de nuestra derrota. Las banderas de la maligna sexta legión, ¡malditos sean en el Abismo! El Príncipe nos mandaba a los “héroes” de las guerras contra los ogros, a los que sojuzgaron cien pueblos libres bañándolos en sangre. Entrenados por los Caballeros de Solamnia, no había en Ansalon una fuerza capaz de resistir su bestial empuje.

 

“Y peleamos. Durante ocho meses de pesadilla combatimos a demonios que torturaban ancianos, violaban mujeres y mataban niños. Apenas quedábamos mil jinetes para enfrentar la tormenta que rompía desde el norte. Ocho meses en los que llegamos a un punto sin salida. Demasiado pocos para desalojar de la tierra a la legión. Los suficientes para impedir que ocuparan las montañas.

 

“De nuevo llegó aquel ministro. Con palabras suaves, con promesas de paz. Juraba por los dioses, nos entregaba el perdón y el cariño del Príncipe de los Sacerdotes. Decía haber sido engañado por señores codiciosos. Venid, nos dijo. Venid y hablaremos y todo será perdonado. Y fuimos. Setecientos cincuenta hombres y mujeres, la rosa más bella, la de más aguzadas espinas que nuestra tierra ofreció de su seno. Desarmados ante los compromisarios de Istar, pues se nos dijo, y así lo parecía, que la sexta legión había sido retirada para ser juzgada por sus crímenes en Istar.

 

El lamento calla. Las montañas, el lago, las lunas ven como solloza el viejo.

 

“Ay. Ay de los hermosos jinetes del sur. Ay de la tierra y sus gentes. Tan confiados en la nobleza de sus propios actos, tan rectos que no podían imaginar lo que se les venía encima.

 

“Nos rodearon en nuestra propia tierra. Ocultos por poderosos encantamientos se alzaron los ejércitos de Istar, los malditos demonios de la sexta legión, que acompañan al Príncipe en el Abismo. Estábamos desarmados, inermes. Y aún así peleamos, siempre disciplinados formamos un círculo y peleamos. Palmo a palmo. Con los pies, las manos, los dientes. Cada vez en un círculo más pequeño. Con las armas que arrebatamos al enemigo. Y allí murieron todos, asesinados uno a uno. Todos menos yo. Perdido el conocimiento me dieron por muerto. Pero estoy destinado a no morir en esta tierra. A no morir y enterrar a los míos. Nunca volví a casarme, nunca volví a tener hijos...

 

“Mi mujer... mis niños...

 

 

 

 

 

23 de octubre de 2001.

martes, 9 de octubre de 2001

Carta

A Dunbar Mastersmate, líder de los Túnicas Blancas de Ansalón.


Saludos, viejo amigo. Espero que cuando recibas estos legajos tanto tú como los tuyos os encontréis perfectamente. Recompensa al pequeño mensajero que te hará llegar, espero, esta carta; aunque no dudo que para él conocer personalmente al adalid de los túnicas blancas será toda una recompensa.


Aún no he encontrado aquello que vine a buscar amigo mío, sigo caminando hacia el sur para hallarlo. Sé que no consideras digna de confianza a aquella mujer, la vistani, que me habló del portal, pero hasta ahora todas sus indicaciones han sido correctas.


Me extiendo y olvido el propósito de esta carta. Hace dos días, en plena tormenta, harto de raciones frias y de pieles aún más frías me acerqué a una rica hostería. Esta estaba ricamente decorada, tapices, cuadros, pesadas cortinas tapaban cada pulgada de las paredes. Juzga cual sería mi sorpresa al encontrar sobre la chimenea, en un tapiz, ¡los símbolos de los Caballeros de Solamnia!. Un martín pescador coronado sosteniendo una espada en cuya hoja se hallaba grabada una rosa. El posadero, un coleccionista de cintura casi tan grande como la tuya... perdoname, pero pasas demasiado tiempo en esa torre y muy poco en el mar... Te decía, el posadero me contó que había encontrado ese tapiz en un baúl que compró a una noble familia venida a menos de la costa. Me mostró tal baúl, y en él encontré muchas cosas, anillos, pergaminos, mapas, un colgante con el colmillo de jabalí de Kiri-Jolith... que me permitieron desentrañar una curiosa historia. Los papeles eran copias de copias de copias, por lo que mostraban algunos errores de bulto, pero aún así...


Piensa en los últimos días de la guerra de los dragones en Vingaard. Huma ha traído la dragonlance, y con ella la esperanza a las fuerzas de la luz. De repente, en el horizonte aparecen las fuerzas de Ergoth. ¿Cómo llegaron hasta allí sin ser estorbados por las fuerzas de la Reina?.


Según estos papeles, parece ser que al norte custodiando la vía a Ergoth, se hallaba un templo-fortaleza consagrado a Kiri-Jolith. Asediados...


“Asediados, llevamos ya dos semanas encerrados, rechazando ataque tras ataque de las fuerzas de la oscuridad. No hay posibilidad de retirada teniendo al ejercito que asedia Vingaard a nuestra espalda. ¿Será el nuestro un sacrificio inútil? Custodiamos el paso a Ergoth, pero el emperador permanece encerrado en su torre de marfil, rechazando ayudarnos en este conflicto que nos acabará a todos. Ah... hermano, ojala estuvieras aquí para guiarme de nuevo, a ti y no a mí correspondia el mando de esta fortaleza. Temo no ser lo suficientemente fuerte en mi fe para ser el Comandante de este puesto. Que mi señor Kiri-Jolith me ayude.”


... parece ser que no pasaban de cincuenta caballeros y otros tantos escuderos, todos consagrados al dios de la batalla justa. En cuanto a los jóvenes escuderos...


“¡Escudero! Madre, crewo que moriré antes de llegar a ser investido. Nuestro nombre desaparecerá aquí, en el templo de nuestro señor, sin haber alcanzado de nuevo la dignidad de caballero y sin haber limpiado nuestro nombre. Día tras día esas bestias se lanzan contra las murallas. Han sufrido innumerables pérdidas, pero eso no parece importarles, mientras que para nosotros cada caído representa una pérdida terrible, una oportunidad menos para sobrevivir. Que Paladine nos asista, ahí vienen de nuevo.”


... al amanecer del octavo día ya eran demasiado pocos para guarnecer todo el perímetro de la muralla, recurriendo a ardides para...


“Ardides, hasta aquí hemos llegado. Hoy ya no hemos podido defender toda la muralla, he ordenado colocar muñecos con armaduras en el muro oeste. Todos se giran a mí esperando un mínimo de esperanza, de fuerza, como si fuese el mismo Kiri-Jolith encarnado, que mi señor me perdone la blasfemia. Ya ves, mi amor, como están las cosas. Me alegro de haberte enviado con tu familia a Ergoth. Si hemos de caer, primero lo hará Solamnia, última de todas caerá Ergoth y su cobarde emperador. Hablale de mí a nuestro hijo por nacer, amor mío, cuentale que su padre cayó en una fortaleza en el Norte. Cuentale que era el Maestro de Armas de los Caballeros de la Espada.”


... parece ser que un dragon de bronce, su enlace con Ergoth, les aviso de que una dura alternativa se les ofrecía...


“Alternativa, ha llamado a eso alternativa. Retirarnos a Ergoth, salvando la vida, o permanecer aquí, defendiendo el templo para que el ejercito de la Reina no impida el paso a las fuerzas de Ergoth. Sé muy bien lo que tú harías, hermano. Convocaré una Asamblea de Caballeros, pero conozco de antemano la elección. A fin de cuentas, somos Caballeros de Solamnia.”


... conocedor de las escasas posibilidades de supervivencia, de las esperanzas que los jóvenes escuderos habían depositado en la Hermandad, el Comandante decidió otorgarles a todos ellos el estatus de Caballero...


“¡Caballero! Madre, seré investido. El Comandante nos lo ha comunicado esta tarde, mañana me contaré en las filas de los Caballeros. Madre, señora, nuestro nombre de nuevo está limpio, mañana nuestra familia volverá a ser lo que fue, Caballeros de Solamnia.”


... y reunidos en Asamblea, todos...


“Todos esperan mi voto, que como Maestre de Armas debe ser el primero. ¿Cómo podría votar otra cosa? Amada, perdoname, pero con mi decisión te convierto en viuda, y huérfano antes de nacer a nuestro hijo. Pero no puedo, no podemos, tomar otra decisión. Aquí, en el centro del templo, nuestro señor observa nuestro corazón. Somos, ante todo, Caballeros de Solamnia.”


... y fue en el amanecer, cuando los jóvenes recien investidos salian del templo, que las fuerzas de la oscuridad, innumerables, se abatieron sobre los últimos defensores de la fortaleza, escalando las murallas...


“Han escalado las murallas, no hay forma de resistir, debemos retirarnos al templo. Que se toque a retirada.”


“Hemos perdido las murallas. ¿Dónde esta el Comandante? ¿qué hacemos? Suena el toque de retirada, ¿dónde? ¿al templo?”


“Nos han rechazado de las murallas. ¿Al templo? Sí, el templo debe ser defendido a toda costa.”


... y se retiraron al templo, donde pasaron la noche mientras el enemigo saqueaba la fortaleza. Convocada de nuevo la Asamblea, decidieron por unanimidad morir defendiendo el altar de Kiri-Jolith. Formarían un círculo en torno al espacio sagrado, franqueando las puertas al enemigo. Cuando el mayor número de estos hubiese penetrado en el edificio, cuando todo se hubiese perdido, los últimos tres defensores derribarían los tres pilares sostén del templo, símbolo del Triunvirato, impidiendo así la profanación del altar.


El enjambre enemigo derribó las puertas, los Caballeros combatieron durante toda la mañana, y finalmente, antes de que el primer pie enemigo hollara el altar...


“Hermano...”


“Madre...”


“Amada...”


... derribaron el templo sobre ellos y sus enemigos.


“¡Mi honor es mi vida!”




Esto es lo que he podido desentrañar ¿adivinar?, ¿inventar?, de las cosas que encontré en la caja. Difícilmente podría decirte como llegaron hasta aquí, pero tengo mis propias ideas.


Cuídate, viejo amigo, que Solinari siempre alumbre tus pasos.


Siempre con los tuyos,


Eilif Aglar.

viernes, 28 de septiembre de 2001

De vuelta

- ¡No! ¡No! Otra vez noooo...


El guerrero cae de rodillas sobre la helada superficie del glaciar, sus puños enfundados en pieles golpean una y otra vez el helado piso, arrancando agudas esquirlas de la maltratada superficie. Un muchacho, un hombre apenas, de rostro curtido por hielos y vientos apoya una mano sobre su hombro.


- Lo siento, Eilif, sé cuanto ansiabas cruzar ese portal... No me ha quedado más remedio que cerrarlo, comprende que ante todo me debo a los míos, si hubieses conseguido cruzar nada se habría interpuesto entre el glaciar y mi gente. Perdóname, volvamos a...


Con un grito preñado de la rabia más pura el hombretón proyecta su brazo hacia atrás, golpeando con el codo el vientre del joven. A ese golpe siguen otros, la tímida resistencia que el muchacho pretendió oponer ha desparecido ante la locura homicida del berserker que ha aparecido en los ojos del gigante. El joven se tambalea, sus pies, inseguros sobre los crampones que le permitían caminar sobre el hielo, dejan de sostenerlo y cae por un sumidero.


Horas más tarde, de nuevo dueño de sí mismo, un exhausto Eilif llega al poblado, portando en unas angarillas a un joven cuya vida se escapa por una fea fractura abierta en su pierna.


- Aquí está tu hijo, anciano – dice Eilif, con una voz colmada de amargura -. Durante un mes, mientras me preparaba para cruzar el portal me oíste hablar de mi necesidad de abandonar este lugar, de encontrar un sitio donde descansar lejos de aquí. Durante un mes has sabido que en caso de que consiguiera abrir el portal tu hijo lo cerraría antes de que yo pudiera cruzarlo. Dime qué me impide mataros a los dos ahora mismo. Dime porqué no debo provocar un derrumbe que borre para siempre este maldito pueblo de la faz de Krynn.


Tras un rápido y experto vistazo a la situación de su hijo, contra lo que podría esperarse el rostro del anciano refleja comprensión, aceptación. Diriase que nada de lo que ha ocurrido, incluida la tremenda ordalía sufrida por su hijo, le sorprende.


- Deja a mi hijo en el interior, Eilif. Pasa tú mismo y te hablaré de mis razones, sé libre después para juzgar el destino que merecemos.


Los tres hombres cruzan el umbral de la cabaña del anciano. Eilif, tomando una calabaza vaciada en cuyo interior se prepara una infusión se aposenta pensativo frente al hogar, mientras el anciano atiende las muchas heridas de su hijo y comienza a contar una historia, su historia y la de los suyos.


“Fue el abuelo de mi abuelo, hace ya más de 300 años, el que fundó por vez primera nuestro pueblo. Digo por vez primera porque dos veces antes de ahora hemos debido abandonar nuestra tierra ante el empuje del glaciar.


“Como te decía, fue el abuelo de mi abuelo el que huyendo con su familia y algunos amigos cercanos encontró estos valles, protegidos del mundo exterior por la extensión del hielo y caldeados por la energía desprendida por una extraña construcción, tal vez un templo, consagrado a labores que desconocemos, pero que albergaba un portal que dedujeron era capaz de cruzar el espacio entre mundos.


“Cuando un ser dotado de la fuerza interior necesaria cruza el portal este desaparece durante un tiempo. Entonces el glaciar, libre de trabas, avanza, y en menos de un año cubre nuestros campos. Al cabo de un tiempo el portal vuelve a abrirse, y el calor que este emana quiebra el glaciar y vuelve a revelar nuestros valles.


“En la memoria de mi familia los dos hombres que llegaron antes que tú con el propósito de pasar más allá eran seres malignos, despreciables, seguidores de creencias que no comprendemos. Pero tú llegaste para ayudarnos, lo hiciste incluso antes de llegar, pues aquella caravana que desbarataste buscaba apoderarse de nuestros secretos.


“¿Quién soy yo para impedir que cruzaras el portal? Quizá el destino quisiese que cruzaras esa puerta, quizá murieras en el intento de llegar hasta ella. Tal vez no tuvieras la fuerza suficiente como para abrirlo... Pero mi hijo es joven, impaciente, no pudo esperar los acontecimientos. ¿Puedes culparlo por intentar conservar las tierras de su familia?


El cuerpo, el rostro de Eilif se relaja conforme oye las palabras del anciano. Sentado ante el fuego, sorbiendo la amarga infusión, diriase que el calor que aquel desprende ha fundido la capa de amargura que helaba su corazón. Las aguas del deshielo fluyen por sus ojos. Alza su voz, sin apartar la mirada del fuego.


- ¿Y yo, anciano, qué hay de mí? ¿Pueden tus palabras explicar quien o qué soy? ¿Por qué mi rostro es distinto del tuyo? – El hombretón calla durante unos instantes-.


- ¿Anciano? – Continúa – te llamo anciano por las arrugas que surcan tu rostro, pues probablemente el número de mis años sea mayor que el tuyo, probablemente el doble, no lo sé con certeza. ¿Puedes tú explicarme porqué no envejezco? ¿Por qué la noche en que perdí a mi maestro mi cuerpo cambió, haciéndome más alto, más fuerte que los hombres normales? ¿Por qué la sangre de ogro que circula por mis venas hace que caiga una y otra vez? ¿Por qué debo permanecer en un mundo que rechaza a los que como yo son distintos?


Abre el jubón de cuero que cubre su torso, revelando un tatuaje en forma de lágrima sobre el pectoral izquierdo.


- Mira este tatuaje en mi pecho, anciano. Me fue impuesto por una mujer consagrada a Mishakal, la diosa que en el lugar de donde vengo trajo la curación a la tierra. Me protege a mí, que tengo las manos tintas en sangre inocente, que he perdido la cuenta de los seres de todas las razas que han desaparecido bajo el filo de esta espada. A mí, que he llevado hasta el borde de la muerte a tu único hijo...


“Tú hijo, que me ha impedido encontrar la ciudad de los mil nombres, la ciudad santa de la que me habló mi maestro y llamó Tanelorn. Un lugar donde las preguntas tienen respuestas, donde no debo explicar a cada paso lo anómalo de mi ascendencia, donde podré ocultar al berserker que vive en mi interior. ¿Puedes tú culparme por intentar encontrarla?


Permanecen ambos en silencio, observando los caprichosos dibujos formados por el fuego.


- Te he ofrecido la hospitalidad de mi casa, Eilif – habla el anciano-. No te culpo... ¿acaso intenté frenarte en tu búsqueda? No era tu destino encontrar esa ciudad en esta ocasión. ¿Qué harás ahora? Sabes que puedes permanecer con nosotros mientras lo desees...


La torturada frente del gigante se frunce, se debate entre el deseo de permanecer en paz en la ciudad y el deber que ha de ser cumplido.


- Tu tierra es muy hermosa, anciano. Me gusta tu pueblo y sus gentes, podría ser feliz aquí... al menos por un tiempo. Pero si he de permanecer en Krynn debo volver con los míos, mañana por la mañana me habré ido. Por favor, discúlpame ante tu hijo.






Al amanecer Eilif comienza el ascenso al cerro que domina la villa. Al llegar a la cima sus ojos vagan por el pueblo, por los campos sembrados, por los cercos donde pasta el ganado.


“Sí, podría ser feliz aquí. De no existir Esperanza, de no estar Aglar y su madre...”


Cabecea con fuerza, borrando de su mente tales pensamientos, buscando la tranquilidad de espíritu necesaria para usar el amuleto que sostiene en sus manos. Un velero, de cuyos costados surgen las níveas alas de un cisne, modelado en el más puro marfil que le pondrá en contacto con el más poderoso de los Túnicas Blancas de Ansalon, Dunbar Mastersmate.


“Dunbar, amigo mío, hermano. ¿Puedes oírme?”


En unos instantes, la voz de un adormilado Dunbar resuena en su cabeza.


“Por el abismo... ¿Eilif? Solinari me asista, ¿eres tú?. No esperaba volver a oírte...”


“Sí, soy yo... vuelvo a Ansalon. Todo ha sido inútil... ¿Qué debo hacer?”


“Separa las alas del barco, Eilif. Cuando así deshagas la figura esta te devolverá al lugar donde te fue entregada, mis aposentos aquí en Wayreth. Hablaremos a tu llegada.”


El guerrero se pone en pie. Con una delicadeza que desmiente su tamaño toma el blanco navío en sus grandes manos, separando las alas del velero. En unos instantes su figura se difumina... para aparecer en los aposentos del adalid de los Túnicas Blancas. Ambos se arrojan en los brazos del otro.


- ¡Eilif! Bienvenido a casa.


- Saludos, Dunbar. A casa...




Los dos amigos comparten una comida mientras Dunbar pone al hombretón al corriente de los últimos acontecimientos en Ansalon. La llegada de la Muerte Bella, el Cónclave, el Oscurecimiento...


- Necesitas volver a trabajar, Eilif – comenta el mago entre nubes de hierba para pipa-. Tengo una misión para ti. Necesitamos información de campo sobre esos llamados Caballeros de Cobre. Quiero que seas mis ojos allí. ¿Conservas las alas del barco? Mientras las tengas contigo podremos mantenernos en contacto. La paga habitual y cuando todo acabe te enviaré a – sonríe -... ese pueblo perdido en el sur.


- Me hará bien volver a concentrarme en algo. ¿Dónde me envías?


- No podré enviarte a ciegas, sin saber qué está ocurriendo allí. El centro de la acción parece ser Solace. ¿Te parece bien la posada delos Héroes de la Lanza? ¿El Último Hogar?


- No hay problema –contesta el guerrero tras unos instantes de vacilación-. Aunque combatí por la luz durante la Lanza, nunca formé parte del círculo más cercano a esos... héroes. Peleé en el ejercito del Áureo General, pero... Bueno, ha pasado mucho tiempo, no creo que nadie me recuerde. Curioso, siempre pensé que era un mal nombre para una posada, ominoso, el último hogar...


-Entonces adelante. Suerte, amigo mío, hermano. Que mi Señor ilumine tus pasos.


- Que él te bendiga, Dunbar. Hasta la vista.


Unas frases arcanas, unos enigmáticos gestos, y el macizo corpachón del guerrero desaparece con todo su equipo, para reaparecer junto al vallenwood que sostiene al Último Hogar.


- ¡ Por el Abismo! ¿Qué demonios...?





28 de septiembre del 2001





miércoles, 4 de julio de 2001

Tilion


            Sobre todas las cosas siempre amé la plata. Alcancé rango y honor en las huestes de mi señor Oromë como cazador. No había blanco demasiado lejano para mi arco de plata. Mis argentinas saetas derribaron a las bestias de cuerno y marfil del Enemigo antes de la llegada de los primeros nacidos.

 

            Pero aún vagando por los inmensos bosques de mi señor añoraba siempre la luz del Árbol de Plata. Cuando mi espíritu se cansaba de vagar por la Tierra Media volvía a los jardines de Estë la Gentil en Lórien, y allí, en los estanques llenos del rocío de Telperion mi mente se entregaba a sueños de plata.

 

            ¿Cómo llegó a ocurrir? ¿Cómo fue posible que Melkor matara el Árbol Blanco y yo siguiera vivo? ¿Por qué no estaba entonces allí para derribar al Enemigo con la mortal canción de mi arco? Aún con la última llama de mi espíritu habría impedido tal enormidad. Pero el Rey Mayor nos había convocado para celebrar la primera cosecha y todos, valar, maiar o eldar, nos reunimos en alabanza a Eru Iluvatar. Y no quedó nadie, nadie en el montículo verde para defender los árboles...

 

            Ah... aún recuerdo la ultima luz, la luz mezclada de los dos árboles. Pero no la recuerdo por ser la última o por ser la más bella, pues para mí no había luz más hermosa que la sola luz de Telperion. La recuerdo porque fue en ese preciso instante cuando te vi por primera vez, Arien, doncella, espíritu de fuego.

 

            Quizá fue por tu vista por lo que reaccioné tan tarde. Quizá fue por eso que no corrí a ayudar a mi señor. Mientras todos corrían, mientras mi señor hacía sonar su cuerno de plata, el Valaróma, para llamar a sus cazadores, mientras Tulkas gritaba de rabia en la no-luz de Ungoliant, yo no pude hacer otra cosa que correr a Lórien para refugiarme en los estanques de plata, para cobijarme en los últimos rayos de la plata más pura.

 

            Pero los árboles estaban muertos, la luz de oro y plata no volvería jamás, como no volvió la luz de las Grandes Lámparas. Quizá se podrían haber salvado de no mediar el noldo y sus mezquinas pretensiones, pero Melkor ya había corrompido su corazón, y en su locura se negó a ayudar al mundo. Ni todo el poder de Yavanna, ni toda la compasión de Nienna lograron salvar los árboles... pero consiguieron algo al final. Cuando todo parecía perdido, cuando Nienna vacilaba, cuando la voz de Yavanna se quebraba, Telperion dio al mundo una flor de plata, la flor más bella, la luz más radiante, la plata más pura que yo jamás había visto. Asimismo Laurelin dio un fruto dorado.

 

            Manwë consagró la flor y el fruto, las gentes de Aulë construyeron dos grandes naves que habían de portarlas, y todo ello lo entregaron a Varda para que las colocara en el cielo, entre sus estrellas. Pero las barcas debían tener dos capitanes. ¿Por qué, de entre todos los habitantes de Valinor, fuiste tú la elegida? Porque yo había de ser el capitán de la barca de la luna; el custodio, para siempre, de la última flor del Árbol de Plata. Y tú, la poderosa Arien, la llama de fuego, al conducir la barca del sol te situaste para siempre fuera de mi alcance.

 

            Me dices que te acompañe en nuestro vuelo a traves del Ilmen. Que ambos podemos recorrer juntos las estrellas. Y así en ocasiones ambos nos mostramos juntos a pleno día. Pero no serás mía. Y en el fuego de tu negativa mi llama se consume y apaga, me muestra disminuido, cada vez más pequeño. Y herido me oculto a los ojos de las criaturas de Arda, y vago perdido más allá del Mar Exterior. Pero es entonces en la oscuridad del abismo cuando recuerdo la gloria de los estanques de plata y vuelvo al Ilmen para revelar poco a poco en Arda todo mi poder.

 

            Y así será por siempre, hasta que llegue el fin y vuelva el Oscuro... y entonces, en la última batalla, en el final de los tiempos, podremos estar juntos.

 

 

 

                                                                                    Jose, 4 de julio de 2001.

domingo, 10 de junio de 2001

Hermano

- ¡Malditos! ¡malditos! ¡a mí, a mí! ¡a mí la Guardia! ¡han herido al Senescal!

Harsil, capitán de la Guardia del Rey, cubre con su cuerpo a su señor. Tiembla de ira mientras la sangre de Faramir, Senescal de Gondor, tiñe de rojo sus manos, mezclándose con la suya propia. Cabalgaban por las estribaciones de las Ephel Dúath, en visita de inspección de las nuevas torres de centinela levantadas en la cara este cuando una lluvia de flechas se abatió sobre la vanguardia de la comitiva, donde el joven Faramir conversaba con sus guardias.

Perdido entre la niebla, espada en mano, avanza Faramir, hijo de Denethor, Senescal de Gondor. No recuerda como ha llegado hasta aquí, solo sabe de su cansancio, de un agotamiento del alma y los sentidos que embota sus emociones. Dos años. Ya han pasado dos años desde que, a un precio terrible, el poder de Mordor se deshizo como un castillo de naipes. Dos años extenuantes que han minado sus fuerzas, su carácter. Solo en la tarea de reconstruir Gondor mientras el rey Elessar trabaja en el norte, levantando de la nada el reino de Arnor. Solo, pues Eowyn, su esposa, ha partido hace dos meses a su señorío de Ithilien, para descansar, para examinar en soledad sus propios sentimientos, ambivalentes, hacia las figuras del Rey y el Senescal de Gondor.

De nuevo en la mañana suenan los gritos del fiel Harsil, que agazapado sobre el cuerpo de Faramir ve como unas sombras se mueven en las cornisas cercanas, ¿asesinos a sueldo? ¿un comando haradrim? ¿restos del poder de Mordor?. De su caído caballo toma su cuerno de batalla y hace sonar unas notas, limpias, prístinas, que desde hace dos años en todo Gondor significan una petición desesperada de ayuda y un desafío.

“¿Qué ha sido eso? ¿un cuerno? La llamada de auxilio de Gondor... No... no puede ser... mi señor Elessar me dijo que colocaron el cuerno de Gondor junto al cadáver de mi hermano... mi hermano... mi querido hermano...”

La llamada del cuerno ha sido escuchada. Como un relámpago llega la guardia del Rey, que solo ve un montón de cuerpos caídos donde debía estar la vanguardia... junto al Senescal. Los semblantes se desencajan de rabia, las manos que aferran las espadas desenvainadas tiemblan de pura furia mientras el color de sus nudillos vira al blanco. El jinete que marcha a la cabeza, alto, de larga cabellera oscura, se coloca de pie sobre los estribos para mejor observar lo ocurrido y ve como se abalanzan sobre los caídos multitud de figuras vestidas de negro, quizá para rematar a los heridos, tal vez aún haya esperanza...

- ¡A muerte! ¡a muerte, hijos de Gondor! ¡que no quede un solo enemigo vivo para contar lo ocurrido en este día maldito!

Con la disciplina aprendida a lo largo de años de duro entrenamiento los guardias adoptan instintivamente una formación en cuña y se lanzan contra su enemigo, que está a punto de alcanzar los despojos de la vanguardia.

Una sola figura se alza en desafío entre los cadáveres, portando el uniforme negro y plata de capitán de la guardia del Rey. Hace sonar una vez más su cuerno.

- ¡A mí, Boromir! ¡a mí! ¡el Senescal aún vive!

“¿Boromir? Sí, Boromir, mi querido hermano... mi cabeza, estoy tan cansado... ¿dónde estás? ¿dónde está padre? ¿dónde están los gigantes que antaño guiaron Gondor?... yo solo soy un hombre, necesito de tu fuerza, de tu tesón... ¿de donde viene ese sonido? De nuevo oigo el sonido del cuerno de Gondor... Boromir... así sonaba tu cuerno la noche de junio que perdimos Ithilien, clamando a los dioses por una ayuda que no había de llegar. Tú y yo, combatiendo juntos, fuimos los últimos en abandonar la ribera sur. Salvaste mi vida, minutos después de que yo salvase la tuya. Creo que fue la última vez que te vi llorar, la última vez que te abandonaste, desconsolado, al abrazo de tu hermano, como cuando éramos niños...”

Los jinetes alcanzan a los caídos y los rebasan, como una ola furiosa se estrellan contra sus rivales, desintegrando sus filas, poniéndolos en fuga. El jinete a la cabeza, el llamado Boromir, envía en su caza a la mayor parte de las tropas, mientras él mismo, con diez guardias seleccionados retrocede hasta donde yacen los caídos. Harsil se lamenta.

- ¡Ay, ay! ¡ay de mí! ¿qué le diré a la señora Eowyn? ¿qué le diré al señor Elessar? Mira Boromir, una de las flechas se ha alojado en su vientre, otra le ha golpeado la cabeza de refilón, pero la herida es fea...

Faramir continúa avanzando entre la niebla, comienza a reconocer su entorno, aunque en un mundo oscuro, no bañado por la luz del sol. Se encuentra en un lugar semejante al Amon Hen, más allá de los saltos del Rauros, donde cayó su hermano. Alcanza el lugar del deceso y encuentra el túmulo que el rey Elessar ordenó levantar en su honor. A sus pies hay un ramo de flores amarillas, frescas, de una fragancia que le hace olvidar su cansancio y el dolor que le lacera la cabeza. Toma el ramo, y comienza a leer la inscripción que han dibujado dos manos, quizá las de dos hobbits.

Oye el ruido de los cascos de un jinete y se vuelve para mirarlo, la espada en la mano, en posición defensiva.

El jinete, completamente vestido de cuero negro, cabalga en uno de los grandes caballos de Rohan. Un yelmo ciñe su cabeza, una negra melena, ondeante al viento, cubre unos hombros anchos. En su diestra porta algo que hace que la cabeza de Faramir estalle, plena de furia. El jinete lleva el cuerno de Gondor.

- ¡Tú! ¿Cómo te atreves a reclamar para ti lo que en justicia pertenece al mayor de la casa de Denethor? ¿Dónde robaste ese cuerno? ¿Dónde encontraste el cadáver de mi hermano?

Ante él el guerrero permanece inmóvil, impenetrable su expresión tras el decorado yelmo. Desciende del caballo mientras comienza a extraer lentamente su espada. Dos ascuas al rojo brillan en los ojos de Faramir.

- Sea. Antes de matarte me dirás donde encontraste ese cuerno.

Su rival asiente mientras adopta una posición defensiva, siempre en silencio. Faramir se lanza sobre él.

Harsil y Boromir se afanan sobre el cuerpo del caído, los otros guardias atienden a sus compañeros heridos.

- Boromir, coge a dos hombres y talad algunos arbolillos jóvenes, hemos de llevar a los caídos al refugio de una de las torres. Montaremos unas angarillas, tal vez sobre ellas el Senescal sobreviva al viaje.

El combate se prolonga, el antagonista de Faramir parece conocer todos sus movimientos, desvía sus ataques sin dificultad, y lanza los suyos como lo haría un profesor de esgrima, probando, midiendo, buscando puntos débiles. De repente se lanza a fondo buscando las piernas de Faramir con la punta de su espada, este intenta una parada baja, movimiento que aprovecha el contrario para golpear su mano con la parte plana de su espada y desarmarlo. Le coloca la espada en el cuello.

- He sido vencido. Una última cosa te pido. Dime dónde encontraste el cuerno de Gondor. Dónde encontraste el cadáver de mi hermano.

El jinete ataviado de negro asiente, retrocediendo dos pasos. Envaina su espada mientras lentamente, con ambas manos retira de su cabeza el yelmo. Bajo él, enmarcado por una cabellera negra, aparece un rostro noble, orgulloso, y unos ojos grises tristes, solemnes, se clavan en Faramir.

- Este cuerno me fue entregado por mi padre al nacer... hermano.

La sangre ha huido del rostro de Faramir. De su boca abierta solo salen sonidos inarticulados, silabas que pretenden formar una pregunta. Está paralizado. Una sonrisa se dibuja en el rostro del mayor de los dos guerreros.

- No me mires así, no es culpa mía que nunca aprendieses a parar esa estocada, hermano, la Torre es testigo de que lo intenté. ¿No le vas a dar un abrazo a tu hermano mayor?

Faramir se abalanza sobre su hermano, la cara llena de lágrimas.

- Hermano, ¡estas vivo!. ¿Qué demonios haces en esta tierra oscura? Vuelve conmigo a Gondor.

Lentamente Boromir deshace el abrazo. Mira a su hermano a los ojos.

- No, hermano. Como te explicó Trancos caí junto al Rauros. No volveré a ver el amanecer desde lo alto de la Torre de la Guardia.

- ¿Entonces soy yo el que ha muerto?

- No. Estás vivo, pero muy débil. Tu cuerpo, herido, permanece en las montañas de la sombra, inconsciente y al borde de la muerte. Tu mente vagaba sin rumbo y por la gracia y el poder de algunos amigos te he encontrado aquí, en el Sendero de los Sueños. Sentí tu presencia en el Sendero, e hice sonar mi cuerno para que pudieras acercarte a mí. No sé como explicarte la existencia de este sendero. No tengo ni las palabras ni el conocimiento, pero estoy seguro de que la Estrella de la Tarde podría explicarte su existencia, me consta que a través de él ha hablado con sus mayores. Probablemente Padre tuviera noticias de él, también, quizá entre sus escritos...

- ¿Padre? ¿Está aquí también?

El mayor de los dos guerreros calla unos instantes, incómodo.

- En cierta forma también está aquí. Le hablé de tu llegada, pero no ha querido venir.

Los hombros de Faramir se encogen, golpeado por estas palabras. Boromir se da cuenta de su reacción y se apresura a explicarse.

- No, hermano. No es lo que temes. Padre sabe de lo ocurrido en Gondor. El tiempo no transcurre aquí igual para todos, y me temo que para él ha pasado en demasía. Pero aún sigue avergonzado por lo ocurrido en la Torre en los últimos días, y teme no ser digno de tu perdón.

- ¿Mi perdón? Y yo temía no ser digno de su recuerdo...

- Sabe que te considera el más grande de los senescales desde Mardil el Fiel. Eres el orgullo de los tuyos, hermanito, ¡Faramir, hijo de Denethor, Senescal de Gondor!.

Ambos pasean por la colina, sin rumbo, a veces hablando atropelladamente, interrumpiéndose el uno al otro como durante una infancia disfrutada hace mucho tiempo, otras veces se limitan a deambular en silencio, compartiendo el placer de la mutua compañía.

- ¿Sabes de todo lo ocurrido?

- Sí. El poder de Gand... de Olorin, ¡por mi diestra que nunca lograré acostumbrarme a ese nombre!, es grande, puede recorrer el Sendero a su antojo. Y poco después de su salida de Gondor vino a buscarme y me contó todo lo ocurrido. Me hizo ver lo que pasó... y lo que podía haber pasado...

- ¿Si hubieses tomado el Anillo?

- Sí... y no. Había varios futuros posibles. Podría haber un señor oscuro en Gondor, tal vez padre, tal vez yo. Una Dama Oscura... Ví un futuro en el que el propio Gandalf, al verlo todo perdido, reclamaba para sí el Anillo. Saruman. El propio y buen Frodo. El Ojo... tantos, lamentablemente..

- Lo vamos a perder, Harsil.

- Estamos a punto de llegar a la torre, allí podrán ocuparse de él mejor de lo que podemos hacerlo nosotros.

Los dos hermanos, en su paseo, han llegado hasta los verdes prados de Parth Galen, Faramir habla de su situación actual, del cansancio vital que le acosa en la tarea de reconstrucción de Gondor.

- ¿Puedo quedarme aquí una temporada, hermano? Aquí podría descansar, retomar fuerzas antes de volver a casa... y a Eowyn

- ¡Harsil! Está muy pálido, no creo que consiga llegar, ha perdido tanta sangre...

- Cabalga veloz como el viento hasta la torre, Boromir. Cabalga y pide en la enfermería todas las hojas de athelas que tengan, tal vez así consigamos detener la hemorragia. ¡Cabalga!

- Mi muerte era inevitable, hermano, pero no lo es la tuya. Si te abandonas, si dejas de pelear, morirás sin alcanzar las metas para las que estabas destinado. Como un hombre sabio dijo en una ocasión, “no lloramos la muerte de los que caen alcanzando su destino” – el guerrero ríe-. Es lamentable, pero tuve que morir para alcanzar algo de sabiduría... ¿y tú, que eres sabio, te refugias en la inconsciencia? Vuelve a casa, hermano. Aún no ha llegado el tiempo de que volvamos a encontrarnos. Vuelve a tu señorío de Ithilien. A hacer grande de nuevo a Gondor. Te esperan tu señor y tu esposa... y alguien más...

- ¿Qué quieres decir?

- No puedo decirte nada, hermano, pese a que no creo que recuerdes nada de tu estancia en el Sendero. Pero estando aquí veo cosas del futuro y del pasado, y a veces consigo vislumbrar a aquellos que más amé estando en la tierra... y en ella a la que en mi memoria fue la más grande de las ciudades mortales.

- Mira, Boromir, las athelas hacen su efecto. Su rostro se ha distendido, y de nuevo su respiración es normal.

Una bruma empieza a levantarse. Los dos hermanos, más parecidos ahora que nunca, se paran frente a frente. Las manos de Boromir se apoyan en los hombros de su hermano.

- Aquí se separan nuestros caminos de nuevo, Faramir, hasta el lejano día en que volvamos a encontrarnos – una sonrisa crece en el rostro del mayor de los hijos de Denethor –. Espero que para entonces hayas mejorado esa parada baja...

- ¡Adiós, Boromir! No te olvidaré nunca, hermano.

El mayor de los hijos de Denethor cuadra sus hombros, lleva su diestra al pecho, adoptando el saludo de los soldados de Gondor a sus jefes.

- ¡Salve, Faramir, Senescal de Gondor! Adiós... mi querido hermano.


* * * * *


Meses más tarde una multitud está reunida en la plaza ante la Torre Blanca. En la terraza superior, coronado y vestido de gala, habla el rey Elessar.

- ¡Ciudadanos! Hoy celebramos la llegada del que continua la línea de Mardil el Fiel, la línea de los Senescales de Gondor.

La dama de Rohan y Faramir avanzan hasta la balaustrada, alzando el niño para que sea visto por la multitud. Un heraldo, portador de la librea plata y negro de la guardia de Gondor, se dirige al pueblo.

- ¡Pueblo de Gondor! ¡Saludad al heredero de la Senescalía de Gondor! ¡Saludad al que llevará el nombre de Boromir, hijo de Faramir, hijo de Denethor! ¡Saludad a Boromir, hijo de Eowyn, sobrina de Theoden Rey!


Un guerrero permanece sentado sobre su caballo, en medio de una llanura infinita, en un ocaso eterno, mientras mira pensativo hacia el horizonte.

“Será un gigante entre los hombres, en su juventud el más grande de los guerreros, en su madurez el más sabio de los hombres de su tiempo. El puente que unirá con mano de hierro los reinados del rey Elessar y del joven Eldarion. De nuestros padres obtendrá la sabiduría de padre y la belleza de madre, la sangre de la tierra de la estrella. De los padres de Eowyn obtendrá la prestancia y el orgullo de los jinetes de caballos. Me enorgullece que porte mi nombre. Cuida de mi sobrino, querido hermano”.

Jose, 10 de junio de 2001.