lunes, 2 de mayo de 2005

Tránsito


 

 

            El viento del oeste trae consigo una promesa de humedad sobre el campo de batalla, saturado con la sangre de los muertos. Osgiliath, de nuevo en manos de Gondor, hermana en la muerte los cadáveres de innumerables orcos y hombres. Aquí y allá curanderos ayudados por algunos soldados se afanan entre los muertos, buscando a aquellos para los que todavía no ha llegado su hora. En el cementerio de Custodios en que se ha convertido el puente sobre el Anduin, uno de ellos, un niño apenas, intenta cerrar con sus manos un profundo tajo en el vientre. Se inclina junto a él una figura ataviada de gris, encapuchada, con un embozo, también gris, que oculta su rostro.

 

            - Tranquilo, soldado, descansa. Has peleado bien, pronto vendrán a buscarte.

 

            La voz es ronca, afectada por la fatiga del que durante horas ha combatido sin descanso, aunque permite atisbar unas notas de compasión en un extraño acento. El joven se estremece, tose escupiendo sangre y entre convulsiones deja caer el sucio trozo de capa con el que intentaba cerrar el corte. Al ver la gravedad de la herida el recién llegado se arrodilla junto al herido, repone el improvisado vendaje.

 

            - Me duele mucho, señor. Mucho. ¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué hay tanto silencio? ¿Llegaron los civiles a la Torre?

 

            El interpelado siente como un nudo atenaza su garganta. Nacido en las tierras benditas en el tiempo de los Árboles, ha visto perecer incontables generaciones de hombres. No entiende la naturaleza del don de Eru a los hombres mortales, pero aún después de tanto tiempo le emociona profundamente el ver como los que están destinados a pasar de una forma tan efímera por este mundo se preocupan por lo que dejan atrás, aún en el momento de la muerte.

 

            - Habéis vencido, soldado. El sacrificio de los Custodios ha permitido que tus compatriotas llegaran a la seguridad de la Torre. Ahora la guerra ha pasado a Ithilien, donde tus gentes empujan al enemigo fuera de las fronteras. Descansa, no te fatigues, pronto llegará ayuda.

 

            - Es inútil, señor, lo sé, no hay cura para esta herida – responde el muchacho entre toses y esputos de sangre -. Pero me duele tanto… ¿Quién sois? Vi llegar a los jinetes grises desde el norte ¿Sois uno de ellos?

 

            - Un amigo – contesta el interpelado, mientras su mirada busca a alguien alrededor -. Pero vine con los jinetes grises.

 

            Le interrumpen las convulsiones del joven. Como en otras ocasiones similares que ha vivido en su larga existencia, duda si proporcionar al joven un medio para terminar con sus sufrimientos. La llegada de una tercera figura, también embozada de gris, interrumpe sus tristes pensamientos. El recién llegado se arrodilla junto al elfo, posando una mano sobre su hombro al tiempo que su otra mano busca en el cuello el pulso del joven. Toma de la mochila a su espalda un odre con agua y lo acerca a los cuarteados labios del muchacho. El elfo interrumpe su gesto, hablándole rápidamente en una lengua que el muchacho no entiende.

 

            - Si le das agua lo matarás, mira como tiene el vientre.

 

            - Ya casi ha alcanzado el destino de los Hombres, ni la Dama podría cerrar tal herida, la vida se le escapa aunque como hombre mortal se aferre a ella. El agua lo refrescará, hará más dulces sus últimos momentos en esta tierra. Le daré algo para evitarle el dolor en su tránsito.

 

            El joven permanece callado durante el breve intercambio, bebe ávidamente el agua que se le ofrece como si esta le diera la vida. Mira a sus compañeros con nuevos ojos tras haber escuchado el rápido intercambio.

 

            - ¿Quiénes sois, señores?

 

            Se miran ambos y, en silencio, se despojan de capucha y embozo. Para el joven se detiene el mundo al ver dos rostros de una belleza imposible.

 

            - Entre los jinetes grises mi nombre es Ostar, amigo mío, el de mi compañera es Celebriel. Somos elfos, como ves, amigos de los hombres del oeste. No te fatigues. Pronto podrás volver a los bosques de Ithilien, a pasear bajo sus bellos árboles con tus parientes y amigos, quizá con tu amada.

 

            - No tengo a nadie, señor. Mi madre murió al darme a luz, no conozco a mi padre. Mi familia eran los Custodios, no tengo a nadie más.

 

            Callan los elfos, cruzando sus miradas. Las palabras del muchacho les enfrenta a la pérdida del lazo que los une, que se remonta al nacimiento del sol y la luna. El muchacho sufre una convulsión, tirita de frío.

 

            - Abre la boca, muchacho – dice la elfa, depositando unas bayas secas diminutas en la lengua del joven -. No las muerdas, son muy amargas. Colócalas bajo la lengua y chupa el jugo. Aliviarán tu dolor y mitigarán la sed.  

 

            El elfo musita unas palabras al oído de la mujer y parte corriendo. Mientras tanto la elfa acomoda al joven. Lo tapa con la capa del elfo y, arrodillándose sobre sus talones, deposita la cabeza del joven sobre su regazo. Inicia un cántico que ya era viejo cuando un silmaril se elevó hasta las estrellas y, con el poder de su raza para la canción, busca llevar el pensamiento del joven al mundo antiguo, lejos del dolor y la batalla. Pronto llega su compañero, acompañado de un grupo de hombres, vestidos como él de gris. Altos, de mirada torva, rodean al elfo y a uno de ellos, quizá más alto, quizá de porte más noble, sin duda el de más edad, que se ha arrodillado junto al caído.

 

            - Aquí está, él es, señor. Uno de vuestros…

 

            - No, Ostar, aún no – le interrumpe el hombre -. Un camarada de armas, otro hombre del oeste. Nada más. No puedo reclamar un honor mayor.

 

            Debilitado por la pérdida de sangre y la herida sufrida, perturbada su mente por la droga recibida, el muchacho contempla atónito a los recién llegados. El elfo y el hombre al que ha llamado señor se han arrodillado junto a él, mientras el resto de los hombres, hincando una rodilla a su alrededor, se unen al canto de la bella elfa.

 

            - ¿Qué es esto, señora? ¿Sueño? Diría que todo es un cuento, una de esas historias que los bardos cuentan de los héroes de antaño, cuando elfos y hombres peleaban juntos en otras tierras. Mi vista se nubla…

 

            Mientras las lágrimas comienzan a surcar las mejillas de la elfa, el elfo cabecea apenado. El hombre sonríe triste, con la sonrisa del que ha visto demasiadas escenas parecidas.

 

            - ¿Y no es así, hijo? Elfa es la mujer que te sostiene la cabeza, ella y su compañero han peleado junto a vosotros, los hombres de Gondor. Y hoy honramos a un héroe, sin duda.

 

            - ¿Un héroe? No me siento un héroe, mi señor. Tengo mucho miedo…

 

            - Todos hemos tenido miedo hoy, muchacho. Por un momento la llama de la esperanza ha vacilado, parecía que la Sombra engulliría definitivamente la tierra. Pero aún hay hombres en Minas Tirith. Y esos hombres aún tienen amigos. Tus amigos te rodean ahora.

 

            - Me avergonzáis, señor. Tan solo temía por mí mismo… Nunca estuve solo, mis compañeros eran mi familia, siempre estuvieron a mi lado ¿Qué será de mí ahora?

 

            Calla por unos instantes el hombre, mientras la lluvia empieza a bañar el campo. Recogiendo con sus manos el agua, la hermosa elfa comienza a limpiar de sangre la cara del joven, peina sus cabellos.

 

            - Lo que sabemos de estas cuestiones lo sabemos por los elfos. Acercaos, Ostar – llama al elfo, que permanecía en pie tras Celebriel -. Escucha a este elfo, hijo. Es más viejo de lo que parece, tanto, que vio a los dioses antes de que los padres de los hombres llegaran al oeste. Contad a este hombre vuestras tradiciones,Ostar.

 

            El elfo se arrodilla junto al joven, dubitativo. Poco sabe del destino de los hombres, no cree que pueda ayudar al tránsito del chico con su conocimiento.

 

            - Ni aquellos a quienes llamáis dioses sabían cual era el destino de los hombres más allá de la muerte, pero…

 

            Le interrumpe la elfa, sonríe al joven mientras peina sus cabellos y se inclina sobre él para proteger su rostro de la lluvia.

 

            - Hace muchos años, cuando, como dices, los elfos, los hombres y los enanos combatían al Negro Enemigo del Mundo, conocí a una mujer de tu raza, una mujer excepcional a la que por su conocimiento y su capacidad llamaron Corazón Sabio. Ella descubrió que hay esperanza para los hombres más allá de la muerte. Como ella me dijo a mí, a ti te digo que más allá hay una luz, y que junto a ella volveremos a encontrarnos, valiente custodio. Te doy mi palabra.

 

            - Sí, volveremos a encontrarnos – interviene Ostar -. Porque dicen los sabios que cuando acabe el tiempo y el Oscuro vuelva se reunirán de nuevo los ejércitos de los pueblos libres para enfrentarlo.

 

            - Y allí estaremos todos – repone el hombre alto -. Allí los hombres de Gondor formaran sus ordenadas compañías, sin desmerecer la compañía de los grandes hombres de antaño. Y tú, hijo, sostendrás el estandarte del árbol blanco coronado de estrellas, orgulloso y arrogante como corresponde a un hombre del oeste cuando enfrenta al enemigo rodeado por los suyos.

 

            - ¿Estaréis también vos, mi señor?

 

            Casi abandonado este mundo el joven mira al hombre que sostiene su mano junto a él. Cree ver una corona sobre su cabeza, y una joya refulgente ciñendo su frente.

 

            - También estaré, hijo. Esperame, sostén el estandarte hasta mi llegada.

 

            - ¿Y vos, señora, señor?

 

            - Volveremos a estar juntos.

 

            Se alzan las voces de los soldados grises que rodean la triste escena.

 

            - Todos juntos, chico.

 

            - Siempre, donde sea, cuando sea.

 

            - Permanece alerta, soldado, aguanta la posición.

 

            Esperanos, muchacho. Llegaremos.

 

            Un trueno estalla en los cielos cuando el muchacho expira. La tormenta arrecia. Y allí donde los hombres van cuando mueren, un joven soldado toma el estandarte del Árbol Blanco y, vigilante, espera.

 

 

 

 

Esplugues del Llobregat, 2 de mayo de 2005