jueves, 13 de junio de 2002

Lorena


Mi juventud fue sólo una tenebrosa tormenta,

surcada aquí y allá por luminosos soles;

el rayo y la lluvia han causado tal estrago

que en mi jardín apenas quedan frutos rojos.


Las flores del mal, Ch. Baudelaire.




Llueve fuera, las gotas de lluvia repican contra el cristal de la ventana con un ritmo secreto, que tampoco entiendo. Estoy sentado en el borde de la cama, embargado por la melancolía que me asalta en estos plomizos y grises días de invierno. Rodeado de los juguetes que la niña tiene esparcidos por toda la habitación. Quizá, creo, me recuerdan algo, me llevan a otro tiempo quizá más feliz, no puedo asegurarlo.


La pequeña entra en la habitación, suavemente, sin hacer ruido, como si flotara sobre la moqueta. No me gustan los niños, me crispan los nervios, pero esta criatura dispersa las nubes que azotan mi alma, despierta en mí un sentimiento de ternura que creía olvidado, perdido entre una bruma tan gris como el día que se extiende más allá de la ventana.


No me habla, parece que me ignora deliberadamente. Se mueve con una gracia ultraterrena por la habitación, toma unos juguetes, desecha otros sin una pauta discernible, siguiendo los impulsos que le dicta la dulce inconsciencia infantil. Con una sonrisa epítome de inocencia se sienta en el suelo, dispersa las piezas de un Lego entre sus rechonchas piernecillas y comienza a construir una figura absurda, imposible, que me inquieta, me hace revolverme sobre la cama.


Me dispongo a llamarla, ¿Lorena? ¿Lucia?, pero antes de que emita un solo sonido, en el mismo momento que los impulsos de mi cerebro ordenan la formación de uno de esos nombres, ¿cuál?, la niña se gira y me mira con sus ojos azul claro, me seda, me desarma.


La figura que ha construido con el Lego parece disolverse cuando se levanta y corre hacia mí con una sonrisa de reconocimiento. Se sienta sobre mis rodillas. Me abraza. Una corriente de afecto se desborda entre los dos, creo que nadie me ha abrazado así jamás, quizá una madre que ya no recuerdo. Su abrazo en torno a mi pecho, que no abarca, me llena de serenidad, de dulzura; una brisa suave dispersa las pocas nubes que quedaban en mi cabeza, brilla de nuevo el sol. Un sentimiento tan fuerte no puede haberse creado de la nada, pero no puedo recordar haberla tenido antes en mis brazos, ni siquiera la conozco.


Deposita un beso en mi mejilla y baja de mi regazo, corriendo al armario de la habitación. ¿Por qué los niños son incapaces de moverse andando?. Poniéndose de puntillas alcanza la llave que cierra el armario y la gira en la cerradura. Intenta mover una caja de madera olorosa, decorada, pero es demasiado pesada para sus jóvenes fuerzas. Con una mirada azul sobre la blanca carne de su hombro me pide ayuda. Antes de poder pensarlo ya estoy a su lado, extrayendo la caja del ropero. Con una manita gordezuela me lleva de vuelta a la cama, se sienta en mis rodillas y abre la caja.


Fotos, álbumes de fotos es lo que hay en la caja. Entradas de cine, algunas flores secas, un trozo de corbata y otro de una tela fina azul, pases de embarque, políticos amarillentos en páginas de periódicos viejos, diarios, una Montblanc antigua. Una colección de recuerdos, aunque me asalta la impresión de que es una colección muerta, la caja es un ataúd para recuerdos que no quieren ser rememorados, que han sido deliberadamente desechados.


Con dificultades la niña extrae un álbum, pequeño, quizá para treinta y seis fotos. Lo coloca sobre sus rodillas y pasa las páginas, su manita me llama la atención sobre algunos detalles, me tapa otros, pero apenas le presto atención porque mi cabeza ha vuelto a llenarse de nubes.


Las fotos son de una cena de familia, si tuviera que apostar diría que de una cena de fin de año. Una familia numerosa, al completo, tal vez veinte personas. Sonríen, brindan, abrazos, besos. No sé si es mi temperamento melancólico, pero me da la impresión de que las risas no son sinceras, creo ver una tirantez allí donde debiera haber alegría, falsedad bajo una aparente felicidad. No he visto a la niña en ninguna foto, quizá se hicieron antes de su nacimiento, aunque algunas de las caras me son familiares. ¿Gente del barrio? No sé, no consigo centrar mi atención demasiado tiempo en ninguna de ellas, pero que creo que conozco a algunos.


La pequeña saca más álbumes de la caja, de la que me llega un fragante olor a lirios. Me gustan los lirios, dicen que es flor de cementerio, pero a mí me agradan. Más sonrisas huecas, vacías. Sonrisas en Barcelona, en Granada, en Viena. Ante una montaña de hielo, ante una extraña formación basáltica. Sonrisas falsas que disimulan un hastío vital insoportable, que ocultan el odio hacia el otro, la locura.


Más y más fotos, el dolor de mi cabeza comienza a ser insoportable, el aroma de los lirios me embriaga, me dispersa. ¡Espera! Esa foto en La Coruña. Una pareja que, creo, conozco, se abraza ante un edificio que se diría hecho de cristal. Pero en el cristal se refleja borroso el perfil de la niña, con los brazos alzados, como advirtiendo a, ¿sus padres?, de algún peligro que no pueden ver. Como intentando frenar lo que está por venir.


El vello de mis brazos se eriza, un escalofrío recorre mi columna vertebral. ¿Qué efecto es ese?. Sin perturbar a la pequeña, que sigue recorriendo el álbum con sus manitas, recupero fotos que ya hemos visto. Dios mío, ¿qué es esto?. La niña aparece en todas las fotos, siempre en un segundo plano, reflejada en un cristal, en la superficie del agua. Puedo atisbar su sombra, notar su presencia en estas fotos. Noto unas punzadas que atraviesan mis sienes, el pánico empieza a apoderarse de mí. Ella sigue perdida en su mundo de imágenes, siempre en silencio, pero aún irradiando una calma que lucha con el miedo que me atenaza. Empiezo a notar una sensación de rechazo, me avergüenza admitirlo, pero ese puente de ternura y comprensión que se había establecido entre los dos me amenaza. Espero que ella no se haya dado cuenta, odiaría que se separara de mí.


Quizá sí lo ha notado, poco a poco gira su cuerpecito y me mira profundamente a los ojos. Su mirada clara, azul, enmarcada de rizos amarillos, me paraliza, borra de un plumazo mis escasas fuerzas. Creo notar un atisbo de amenaza en su mirada, la rabieta de un niño que pierde su juguete, que cree cercana una regañina, tal vez haya notado mi miedo. Abandona mis ojos un instante, el tiempo justo para tomar una fotografía y mostrármela con una sonrisa torcida, sonrisa que no debería existir en la cara de ningún chiquillo. En la foto la pareja de la instantánea de La Coruña, los que creo son sus padres, están en una cama de matrimonio. Él duerme profundamente de espaldas a la cámara, no veo su rostro. Ella, sentada en el borde del lecho, peina una larguísima melena rubia con un gesto cansino, hastiado. Es bellísima, me parece. Pero es una belleza ajada, prematuramente marchitada por los zarpazos de la vida. Sobre la cabecera de la cama hay un espejo que refleja la escena, pero la imagen reflejada hace que un grito de pánico escape de mi garganta. La niña aparece en la foto con las manos colocadas en un ángulo imposible sobre la espalda del padre. Los extremos de sus deditos se hunden en la carne, dejando círculos cenicientos, secos, muertos, a su alrededor. Diabólico.


Me he convertido en un manojo de nervios, tembloroso como un flan, no me cabe duda de que la niña notará mi nerviosismo y huirá de mí. No quiero que se vaya. No. Por favor.


Cuando creo que voy a estallar en lágrimas de histerismo se abre de golpe la puerta, entrando a la carrera la madre de la niña, probablemente alertada por mi grito. Cuando entra se hace cargo rápidamente de la situación, respira hondo y su mirada vaga por la habitación, analizando, sopesando, encontrando un curso de acción. Con mano nerviosa recoge un rubio mechón rebelde tras una oreja y comienza a recoger la habitación. Se dirige a mí con una voz perturbada, llena de miedos y rencores ocultos, domada por los últimos restos de una voluntad antaño férrea, aunque se diría que está a punto de desmoronarse.


- No sabía que estabas aquí, ha sido toda una sorpresa. Vaya, todo este desorden, Lorena, esta habitación está hecha un desastre – continúa hablando sin parar, su voz domina la habitación inmovilizándome, aunque noto como desplaza mi miedo y comienza a suscitar un odio larvado que desconocía.


Es la mujer de la foto, sin duda, la madre de la niña. Lorena, se llama Lorena como la niña, lo sé. Ha cortado su hermosa cabellera, dejándola en una media melena. Parece haber pasado mucho tiempo desde la foto, las arrugas están muy marcadas, profundas ojeras de preocupación hablan de noches en vela dominadas por la pena. Lorena, hermoso nombre, muy apropiado.

La pequeña se gira, abandona las fotos al oír la voz de su madre y vuelve a abrazarme. De nuevo esa sensación sedante me calma, ¿de verdad he pasado tanto miedo?, ¿por qué, Dios mío?, ¿por qué?. Sus manitas recorren mi espalda y me calman, atenúan mi dolor de cabeza.


- No deberías haber venido, padre.


Dolor. Dolor en estado puro. Como nueve puñales sus deditos penetran la carne de mi espalda, se hunden entre mis costillas, me sumergen en una agonía brutal. Como nueve serpientes se deslizan bajo mi piel y suben hasta mi cabeza, estallan en mi cerebro, haciéndome conocer, ¿de nuevo?, los tormentos del infierno. Duele como no puede doler nada en este mundo, es un dolor que mata lo que de bueno queda en mí, que se alimenta de recuerdos hermosos y los defeca como miedos y odio. Con un salto, con un grito de dolor me pongo en pie, la niña cae al suelo y empieza a llorar, se diría que asustada, a pesar de la atrocidad que acaba de cometer. La madre se arroja sobre su hija, la toma en brazos mientras me patea hasta hacerme caer el suelo, diluvia una lluvia de golpes sobre mi cuerpo mientras aprieto mis manos contra mis sienes, intentando silenciar el dolor


Noto un sabor metálico en la boca, me duele la lengua, creo que me la he mordido. Estoy agotado, extenuado, no podría moverme aunque me fuera la vida en ello. No puedo enfocar bien la vista, tengo los ojos arrasados de lágrimas, pero busco los ojos de Lorena, la mayor, que se apoya sobre el marco de la puerta. De su mano izquierda un teléfono móvil cae al suelo, mientras su brazo derecho sostiene a la pequeña contra su pecho. No sé qué leo en su mirada. Miedo, pena, una pregunta elevada a dioses inexistentes. Pero sí que sé lo que veo en los pozos azul oscuro en que se han convertido los ojos de la niña. Odio.


Pasa el tiempo, sigo sin poder moverme. Mi respiración se ha normalizado, me doy cuenta que estoy empapado en sudor. La lengua ha empezado a hincharse. Ellas siguen ahí, no se han ido. La madre se ha dejado resbalar hasta el suelo, está sentada, desmadejada, meciéndose adelante y atrás, apoyada contra la puerta, siempre sujetando, protegiendo a su hija. Llora como un soldado viejo, dejando caer las lágrimas por sus mejillas, sin descomponer el gesto. Habla, pero no puedo oírla. Leo sus labios, solo repite una pregunta. ¿Por qué?


Ha entrado más gente en la pequeña habitación, me parece increíble que todos cojan en ella. Algunos visten uniformes de todos los colores. Una mujer mayor, flanqueada por dos chicos jóvenes, fuertes, se agacha junto a mí. Me habla suavemente, creo, sigo sin oír nada. Extrae una de esas jeringuillas modernas, semejantes a pistolas futuristas, de su bolsa blanca y me la aplica sobre el hombro.


Calma. Noto como mis cansados músculos se relajan, me inunda la paz. Los párpados me pesan, ya no siento esa bola de carne en que se ha convertido mi lengua. Casi no me duele la cabeza.


Oscuridad y olvido. Bienvenidos, benditos.


Te amo, Lorena.




Esplugues del Llobregat, 13 de junio de 2002.