martes, 6 de septiembre de 2005

Lecciones



-¡Mira, madre! ¡La Torre Blanca!


El pequeño muestra orgulloso su construcción, una pila de arena húmeda que solo en la imaginación de un niño o en el amor de su madre podría emular la Torre del Sol. Satisfecho de su obra se acerca a la orilla para limpiarse mientras, divertida, su madre observa la construcción de su retoño. Pero pronto su atención vuelve a su hijo, del que ha dejado de oír la voz. El niño permanece inmóvil sobre la arena mirando al mar, y al acercarse su madre señala al horizonte.


- ¿Qué es eso, madre?


Mira la mujer el mar. A lo lejos, ante la manita curiosa del pequeño formas como colinas se destacan sobre la superficie tranquila del mar.


- Ballenas, hijo mío. Son ballenas. Pero no deberían estar tan cerca de la costa, podrían…


En silencio, contra las protestas del pequeño, lo toma en sus fuertes brazos y lo lleva hacia el interior, donde el bosque limita la playa. Silenciosos, observan como los colosos se acercan temerariamente a la costa. La intensidad de sus miradas parece querer detener las gigantescas moles y devolverlas a mar abierto. Pero pronto, demasiado pronto, los inmensos cuerpos embarrancan uno tras otro en la playa. Con un rápido movimiento el pequeño se deshace del abrazo de su madre y se acerca a los corpachones varados. Su pequeña manita acaricia los inmensos flancos húmedos, su mirada se asoma al oscuro estanque que son los ojos negros de la bestia.


- ¿Va a entrar en la tierra? ¿Cómo va a moverse?


- No puede, hijo. Es como un pez, no puede caminar.


- ¿Y si no puede caminar, cómo va a volver al mar?


Duda la madre. En exponer a su pequeño a la idea de la muerte, tan joven. Pero la muerte nos llega a todos, piensa. Hay algo fatalista en el dúnadan, y dúnadan es ella. El fatalismo del que sabe que la vida es una pelea. Una que no puede ser ganada. Que no puede ser abandonada. Una en la que la improbable victoria tiene menos valor que el cómo te has desempeñado en la lucha.


- No va a volver, Estel.


- Pero…


- Mírala, hijo. Es demasiado grande, y la marea pronto empezará a retroceder. Ni con la marea viva habría agua suficiente para moverla. Pesa demasiado. Ni aunque tuviésemos aquí a Trueno podríamos devolverla al mar.


Los ojos del pequeño examinan la playa, las moles varadas. No es posible. Trueno es el más grande, en su mundo nada hay más fuerte que el gigantesco corcel. Si el poderoso semental no puede…


- ¡En la aldea! Allí hay bueyes, y muchos pescadores, todos juntos podrían salvarlas. Al menos a esta. Madre, vamos, por favor.


Se arrodilla la mujer junto al niño. La gente del poblado. La gente. La muerte. Una cosa es exponer a su pequeño a la idea de la muerte y otra muy distinta exponerlo a la codicia de los hombres. Mira al poblado donde descansa unos días y ve salir a los aldeanos, armados de pesadas hojas, empujando los carros donde cargaran la carne de la bestia, su aceite, las barbas… No esperaran a la muerte del coloso, como hormigas comenzarán a despedazarlo en vida. Ellos, que palidecerían ante la vista de un mûmak, osaran acercarse a un animal aún más grande que permanece inerme. Ellos, que carecen del valor de los antiguos cazadores del mar de Arnor, que desafiaban a estas bestias en su propio terreno, sobre botes tan frágiles como el valor de estos pescadores de ribera. No, tiempo habrá para que el pequeño sepa de la avaricia y conozca a los hombres pequeños. Tiempo habrá para el gris descarnado. Ahora es tiempo de leyendas y gigantes, tiempo para el color y la belleza, aunque ésta sea triste.


- ¡Mamá!


Sonríe triste la mujer. Muy apurado debe estar el pequeño para que use esa voz, en vez de la más formal “madre”. Pobre Estel. Hacia meses que no utilizaba esa palabra. Desde que, contrito, le explicó entre sollozos que Trueno había desaparecido tras soltar él su brida, intentando montarlo.


- No vuelven, Estel, porque no quieren volver.


- ¿Qué?


La voz de la madre se hace más grave, adquiere los delicados matices del que ha aprendido a narrar historias.


- ¿Cuál es el nombre de los conocidos como los Poderes de Arda, Estel?


- ¿Cómo? Son los Aratar, pero… ¡Mamá, las ballenas!


- Se dice que entre los Poderes, uno, el más poderoso, fue eliminado y quedaron ocho, los Aratar, los Poderes de Arda ¿Cuáles son los nombres de los Aratar?


Repite la pregunta en una fórmula que ya era vieja cuando se alzó Númenor. De un canto nacido antes que el sol y la luna. Pocas familias mantienen en estos días la antigua sabiduría en Gondor, pero la de Estel es una de ellas.


- Son Manwë y Varda, Ulmo, Yavanna y Aulë, Mandos, Nienna y Oromë - recita con su voz más grave el niño. Y como siempre que cuenta a los Aratar no puede evitar sumar uno, su vala favorito entre los gigantes de la antigüedad - ¡Y Tulkas Astaldo!


- ¿Por qué está solo Námo, señor de Mandos?


Duda Estel ante la pregunta, que no forma parte de la serie de preguntas que ayudan a recordar la tradición oral de los dúnedain. Pero aprendió a leer y escribir con las leyendas de las eras míticas, tal como las conocen las familias antiguas de Gondor.

- Porque es el Juez Mayor, y nada puede perturbar su juicio.


- ¿Está solo Oromë, señor de los bosques?


- No, su esposa es Vána siempre joven, la hermana de la señora Yavanna Kementári.


- ¿Por qué está solo Ulmo, señor del piélago?


Calla el niño, atento, su mente cautivada ya por la cadencia de las palabras de su madre.


- Antes de la caída de los Árboles, Estel, antes de que se alzaran el Sol y la Luna y los padres de los hombres caminaran en esta tierra, Ulmo acudió a Valinor junto a sus hermanos, pues era tiempo de fiesta. Durante toda una edad del mundo había vagado solo, lejos de las tierras benditas. Solo en las profundidades del mar, su hogar. Solo en los lagos en las montañas, que ama, y en las fuentes de los ríos, su deleite. Y la primera criatura que vio al llegar a las playas de conchas de los flautistas fue a la señora Nienna. Suya fue la primera voz que oyó durante toda una edad. Vio que la profundidad de su sabiduría rivalizaba con la de los abismos que el amaba. Vio sus modos tranquilos, serenos, como los lagos de montaña que creó en los principios del tiempo. Recordó sus palabras y su canto, hermosos como el rumor del Sirion al alcanzar el mar.


“Y Ulmo, el austero señor del mar cuyo poder rivalizaba con el de Manwë, que había caminado solo desde la Gran Canción y la creación del mundo, se prendó de la Señora de la Compasión. Y pensó en declarar su amor cuando la luz de los Árboles se mezclara en la fiesta de la Primera Cosecha.


“Pero le alcanzó lo que nadie había previsto. En el instante más bello, cuando la luz de Telperion y Laurelin combinados bañaba los rostros de los inmortales Ulmo se adelantó hacia Nienna, quiso tomar su mano. Y en ese mismo instante el Negro Enemigo del Mundo se precipitó con su lanza sobre los Árboles, marchitándolos y apagando su luz para siempre. Y atacando lo que era bello en el mundo atacó a Nienna, que deshizo sus propias fuerzas intentando salvar lo que el Morgoth quiso aniquilar.


“Has oído en nuestra casa como Yavanna y Nienna consiguieron salvar una fruta de oro de Laurelin y una flor de plata de Telperion, y como de ellos surgieron el Sol y la Luna para desesperación del Morgoth. Pero no oíste cómo Nienna quedó agotada, mortalmente herida, como resultado de estos trabajos y se apartó del mundo durante mucho tiempo. De nuevo quedó solo Ulmo, y de nuevo volvió al mar. Pero esta vez había perdido algo que hasta entonces no había conocido, algo que todo su poder no podía devolverle. Y esa pérdida hace que en ocasiones sea vencido por la melancolía. Entonces, en sus salones de Ulmonan, canta. Y su poderoso canto se extiende por el piélago y es tan triste, tan lleno de pesada nostalgia, que las ballenas se trastornan y éstas, desoladas por su señor, buscan el llegar a la señora Nienna por todos los medios, incluso cruzando las puertas de la muerte, para hablarle de la pena y el amor de Ulmo.


Se hace el silencio entre madre e hijo. Se han internado ambos en el bosque huyendo de la carnicería que los pescadores llevarán a la playa. Las lágrimas pugnan por bañar las mejillas del niño pero se mantiene sereno, sostenido ahora por la fuerza de los padres de los hombres. Porque la melancolía que vive en los corazones de los dúnedain lo ha alcanzado y ya no lo abandonará. A esa melancolía le acompaña la fuerza de los hijos de Númenor, hijos de los que combatieron junto a elfos y enanos en el norte del mundo, hijos de aquellos que en el albor de su raza dieron la espalda al más poderoso de los dioses. Hoy ha aprendido una lección. Ahora, sí, se cuenta entre los dúnedain.




Esplugues del Llobregat, 6 de septiembre de 2005