martes, 20 de julio de 2010

Treinta años más tarde




- No voy a servirte más, Susie. Vamos, ya es tarde, vuelve a casa.

- No pienso volver a casa. Ponme otra, pronto llegará mi madre... Viene a buscarme mi madre...

Maurice, el camarero, mira despacio a Susie. Hay quien opina que esa mirada lenta refleja lo torpe de su pensamiento. Otros, más benévolos, estiman que alguien de su tamaño está condenado a hacerlo todo despacio. Los que lo conocen de antiguo aseguran que se debe a la larga serie de golpes que recibió como defensa en la liga juvenil. Pero ninguno de ellos, benévolo o no, comenta nada cuando Maurice está presente. Aunque hace años que es tranquilo como un monje, resulta muy fácil recordar sus más de cien kilos en acción.

- Está bien, pequeña. Si viene a buscarte tu mamá, hasta te dejaré la botella.

Maurice saca su corpachón de detrás de la barra. Es lunes, anochece, y el bar está prácticamente vacío. Solo queda Susie intentando encontrar algo en el fondo de una botella, un camionero de paso cenando tranquilo y un turista despistado jugando con su cámara. Deja el lavavajillas en marcha y sale al frío exterior. Acerca algunas bolsas de basura al contenedor abriendo un sendero entre la nieve. Antes de volver a entrar fuma pausadamente un cigarrillo bajo el helado cielo de diciembre, disfrutando del silencio sin coches, del manto blanco que brilla bajo el neón del bar. Frunce el ceño, hay una frase que lleva un rato rondando su cabeza. Entra y se acerca al taburete que ocupa Susie. Inclina su torso sobre la barra con una agilidad que desmiente su tamaño y alcanza un botellín de agua, que destapa pensativo. Bebe despacio. De nuevo hay quien diría que necesita tiempo para organizar sus pensamientos. O que, más sabio que lo que otros puedan opinar, duda en entrar en un terreno que intuye escabroso.

- Dime, Susie. ¿Por qué viene a buscarte tu mamá?

Susie mira pensativamente al gigante buscando algún tipo de doblez, pero no la encuentra. Debe ser el único vecino que no sabe de sus discusiones con su marido. Que no es la primera vez que se va de casa. Abre la boca para empezar a hablar, pero no encuentra las palabras. Sus ojos la traicionan y empiezan a empañarse.

- Maurice... Mi madre viene para llevarme al aeropuerto.

- ¿Al aeropuerto? ¿Por qué?

- Porque... porque me voy, grandullón. Ya no queda nada para mí, aquí - deja el vaso y coloca su mano sobre la manaza del gigante -... No me lo tomes a mal. Queda gente que quiero, como tú, como mi madre. Pero tengo que irme.

- Pero... no lo entiendo ¿Por qué?

- Porque ya no es lo mismo, Maurice. Porque la gente cambia, tú has cambiado tanto desde el colegio... Pero tu cambiaste a mejor, te convertiste en el hombre que eres ahora. Yo he cambiado... y él también ha cambiado. Cuando empezó a trabajar en la ciudad, cambió. Ya no escribe, Moe. Él dejó de escribir, yo dejé de dibujar... No se puede hacer nada más cuando se trabajan diez horas diarias seis días a la semana.

- No lo... Yo... No lo entiendo... Ese enano vivía por tí, Susie...

- Vivía. Has dado en el clavo, Moe.

Levanta su vaso en un brindis amargo. Lo deja sobre la barra y juega con él cuando siente la manaza de Maurice rodeando su hombro. Los ojos que antes apenas se empañaban vierten ahora algunas lágrimas contra las que pelea con fuerzas escasas. Levanta sus ojos verdes para encontrar la mirada franca del gigante llena de pena. Demasiado para Susie, que llora ya abiertamente. Su mirada huye por el ventanal, sale al frío exterior, se frena entre la capa de nieve que cubre la salida.

- Hace tres años que no hacemos muñecos de nieve en el jardín de casa. ¿Recuerdas nuestros muñecos de nieve? Los primeros muñecos de diciembre siempre eran los mismos, uno suyo y uno mío. Y los manteníamos, de una forma u otra, hasta la primavera - Susie ríe y llora, colocando un nudo en la garganta del hombretón -. Antes todo era mágico, lleno de colores. Ahora todo es gris. Y yo no voy a vivir en un mundo gris. Mi mundo será de colores, o no será. Siempre tendré enormes peluches hechos de nieve en invierno en mi jardín, Moe. Siempre.

Fuera un coche hace sonar su bocina. Susie se seca rápido las lágrimas con el dorso de la mano derecha, recoge su bolso y rebusca en él, pero la mano de Maurice interrumpe su gesto.

- Es mi madre, Maurice - el gigantón asiente levemente, se inclina sobre Susie y la abraza, levantándola del suelo.

- Nunca perdonaré esto al enano, Susie.

- Bastante tiene ya, Moe. No le digas nada, por favor.

- Cuídate, pequeña.

Corriendo, abrazada al bolso para protegerse del frío, Susie entra en el coche de su madre, que la recibe en silencio. Y en silencio comienzan el trayecto al aeropuerto. El destino, al parecer queriendo dejar caer una última gota de hiel en sus labios, coloca en su camino la casa donde ha pasado los últimos años de su vida, desde que sus suegros emigraron a Florida. Cuando embocan la calle, a la luz de los reflectores del porche de la casa, puede ver a su marido afanándose en el césped nevado. Con una habilidad que creía perdida, está levantando dos figuras de nieve. Dos peluches enormes, un conejo y un tigre.

- Calvin...






Esplugues del Llobregat, 20 de julio de 2010.