lunes, 25 de noviembre de 2002

Brigitte


Sentado en una playa negra un hombre joven, de unos treinta años, permanece absorto en sí mismo. Una y otra vez toma un puñado de la gruesa arena volcánica y la tamiza, dejándola caer entre el cedazo que forman sus dedos, amontonando las piedrecillas, también negras, que quedan en su palma. El cielo gris, se diría que aquí eternamente encapotado, vuelve a amenazar tormenta. A su izquierda, desde el mar, decenas de gaviotas buscan la protección de la costa más allá de un escabroso acantilado. Acantilado que queda disminuido por la imponente masa del volcán Snaefell, que aún difuminado por la bruma domina el paisaje.


Inmediatamente tras las gaviotas llegan las primeras gotas de lluvia. Caen gruesas, muy espaciadas, apenas tímidos heraldos de la violenta tempestad que se acerca. Protegido por grises prendas impermeables el hombre no atiende el aviso de las gotas, permanece sentado en silencio, ajeno a su entorno, limpiando de piedras una arena tan negra como las nubes de tormenta que se enseñorean de los cielos. En algún momento, mientras él permanece perdido en sus pensamientos, su cuerpo decide cambiar la posición que ha mantenido durante tanto tiempo y echa los brazos hacia atrás, se reclina apoyándose sobre los codos, dejando caer la cabeza y ofreciendo su rostro, barbado de más de una semana, a la lluvia. Sus lágrimas se mezclan con las gotas que caen sobre sus mejillas.


A su espalda cruza la playa una mujer que ha sobrepasado los cincuenta años, fuerte en su madurez, completamente vestida de negro. Su voz dulce, peleando con un inglés deficiente, llama al hombre.


- Albert, vuelve a la casa. La tormenta será muy fuerte.

El llamado Albert se incorpora, limpiando con una mano manchada de arena el agua, mezcla de lluvia y lágrimas, que le surca el rostro. Pasa un brazo sobre los hombros de la mujer, que enlaza su cintura con el gesto protector de una madre. Minutos más tarde, la tormenta se disputa con el Snaefelljokull el dominio de la costa.


El comedor de la casa, una pequeña fonda, acoge cinco mesas de distintos tamaños; la más grande, cercana al hogar, no podría albergar a más de media docena de comensales. La decoración, espartana en su austeridad, consiste en aparejos de pesca colgados en la pared, algunos recortes de periódico enmarcados y, en una de las paredes, multitud de fotografías, casi todas firmadas por un nombre femenino. Albert y la mujer están sentados en una mesa pequeña, junto a una ventana contra la que repica la tormenta recién llegada. Han despachado una sopa de pescado que ha devuelto el calor a sus cuerpos. Mientras la mujer se levanta para buscar algo de vino en la despensa, un gigante pelirrojo, ligeramente encorvado por el paso de los años, deposita con fuertes manos de pescador un plato con trozos de queso y tomates y una bandeja con salmón, mantequilla y pan casero. Albert musita apenas un “gracias, Bojji”, que el anciano acoge ampliando un poco más su eterna sonrisa y palmeando con un ritmo lento y triste la espalda del joven. Llega la mujer con el vino, que sirve, y una de las fotos que ha tomado de la pared. Un pescador de aspecto recio que sostiene, sonriente, un enorme salmón mientras las que podrían ser su esposa e hijas le observan divertidos.


- Le gustaba mucho venir – dice con su inglés titubeante, que se acelera a medida que habla -, tu sabes. Venía con amigos de la universidad. Muchas veces sola, con sus dibujos, sus papeles y su cámara de fotos. Estaba con nosotros un fin de semana... ¿Te dijo que a veces nos ayudó aquí?


Con un sorbo de vino, sin apenas probar bocado, Albert asiente en silencio.


- Sus padres estaban tan orgullosos de ella. Se han trasladado a Husavik, tu sabes, al norte del país. Tienen allí parientes, amigos. Intentan olvidar... pero será difícil. Su otra hija les atiende. Nils, el mayor, sigue en la capital, es guía turístico, tu sabes.


- Me gustaría mucho conocerles, Erla – contesta en voz baja Albert, tomando de la mano a la mujer.


- Yo sé que a ellos les gustaría también...


Erla parece a punto de echarse a llorar. Librándose de la mano de Albert le golpea en el hombro con el puño cerrado.


- Come, hombre, estás muy delgado. Mi Bojji se enfadará si no comes. Bojji se enfadaba cuando Brigitte no comía...


Albert se obliga a tomar algunos trozos de salmón y el excelente pan, dejando a un lado la mantequilla que como buen mediterráneo nunca llegó a apreciar. Deja a Erla llorar en silencio, abrazada a la fotografía. Al ver llorar a la mujer, Bojji, el anciano gigante, se acerca solícito, protector. Arrastra sin dificultad una de las sólidas sillas de madera maciza hasta la mesa y abraza a Erla con uno de sus fuertes brazos. Su mano derecha, ancha, firme, encallecida, se apoya en el hombro del joven. Fija sus ojos azul celeste en los del joven, oscuros. Su sonrisa inmutable se defiende apenas en el rostro triste mientras habla con ese inglés que se negó siempre a dominar.


- Brigitte hija para Erla, Albert. Hija para mí.


- Lo sé, Bojji, ella también os apreciaba mucho. Me lo dijo muchas veces.






Al día le quedan apenas cuarenta minutos de vida, Brigitte atraviesa apresurada la muchedumbre que abarrota el Portal de l’Àngel. Se dirige a uno de esos lugares que le hicieron preferir esa ciudad a otras para hacer su curso de postgrado. Con su eterna sonrisa interior comienza el mantra que siempre entona al desembocar en la plaza de la Catedral. Mi mesa, mi mesa, mi mesa... Y esa sonrisa se asoma al exterior cuando cruzando la plaza comprueba que su mesa está libre. Está en la terraza que se extiende ante las puertas del hotel Colón, justo enfrente de la catedral. Tiene media hora, lo ha consultado en la prensa, antes de que llegue el momento que le lleva de cuando en cuando a esa terraza en concreto, solo a esa mesa. Mata el tiempo sacando de la bolsa que siempre le acompaña unos lápices y se dispone a retocar un dibujo que saca de una carpeta. Es un paisaje duro, una playa dominada por un volcán. Pequeña, hacia un lado y hacia abajo, atrayendo la atención del dibujo se ve la figura de un hombre sentado. Brigitte comprueba la hora y mira hacia el frente, hacia la catedral. Y entonces sucede, cuando el día de otoño se pierde definitivamente la catedral brilla como no puede hacerlo bajo un sol de agosto, gárgolas, santos y toda la imaginería que adorna la fachada brillan como cuando fueron acabadas por los maestros artesanos hace cientos de años. Todo el edificio parece cobrar vida, mientras a sus pies algunos turistas sorprendidos disparan inútilmente sus flashes. Decenas de focos se han encendido, bañando la catedral con un irreal dorado. La sonrisa de Brigitte se acentúa, mientras sus bellos ojos claros recorren una vez más las figuras iluminadas. Quizá llegará unos minutos tarde a su cita, pero la culpa es de Albert. No debió enseñarle este sitio...


Vencido ya el día Albert atraviesa el casco antiguo de Barcelona, donde se encuentra el estudio con el que colabora, a paso firme. Entra en uno de estos bares que han proliferado como setas por todas partes, llevando un pretendido espíritu celta hasta lugares que desconocían aquellas gentes. Llega demasiado temprano, pero le gusta llegar con anticipación a sus citas, perderse un rato con sus cosas antes del encuentro, charlar con los camareros ya conocidos por tantas visitas. Pide una Guinness y desestimando la barra donde una camarera nueva resiste los embates del borracho de siempre se acerca a una mesa. Deja vagar su mirada por el local, al que ha acudido porque en esas tardes un grupo de emigrados toca música tradicional celta, un poco a lo que salga. Un violín tocado por una hermosísima irlandesa, un guitarrista de orígenes inciertos y un inglés entrado en años y perjudicado por el paso de estos que hace algo de percusión. Siempre se les une alguien más, una pareja de chicos con una mandolina y una flauta, un irlandés con pinta de matemático. Albert conoce, por haberla leído allí mismo en infinidad de ocasiones, toda la historia de los clanes de Escocia que adorna las paredes, así que desdeñando las aventuras de los McGregor y la perfidia de los McDonell se concentra en su último trabajo. Es fotógrafo, especializado en viajes y algo de naturaleza, aunque incidentalmente, y es que hay que comer y pagar el alquiler, ha hecho algún trabajo de moda y publicidad. Tiene entre manos un book sobre deportes de aventura en la Vall d’Aran, encargado por una revista especializada. Lía un cigarrillo mientras apura su cerveza y consulta algunas notas técnicas. Tipos de filtro, condiciones climáticas...


... y unos nudillos propinan un golpe seco sobre la mesa, sobresaltándolo.


- Despierta, hombre – sonríe Brigitte –. Vamos al fondo, aquí hay mucho ruido y quiero hablar contigo.


Albert se levanta, la besa y le contesta con sorna.


- “Tenemos que hablar”, qué poco me gusta esa frase...


Poco a poco se ha ido llenando el bar, formando círculos de sillas en torno a los músicos. La pareja avanza hacia el fondo, donde un pequeño reservado aísla cuatro mesas del bullicio reinante.


- La plaza es mía – dice Brigitte, radiantes los ojos de orgullo.


- ¿Ya es seguro?


- Me ha llegado un correo electrónico avisándome. Dentro de unos días me llegará una carta certificada de la universidad de Reykiavik con el nombramiento confirmado – sus largos dedos juguetean con una sortija de plata en el anular de su mano izquierda-. Esperarán a que acabe mi postgrado en Barcelona, pero después debo incorporarme inmediatamente. Septiembre del año próximo...


Albert toma la mano del anillo. Se siente bien, está contento. Brigitte y él acaban de pasar otra piedra miliar de su vida en común. Otra batalla ganada.


- En el Museo de Historia Natural, como siempre quisiste.


- Exacto – una risa corta, satisfecha -. Coordinaré el montaje de un módulo sobre las aves autóctonas de mi país, que formará parte de una exposición permanente en el Museo. Tendré que hacer algún trabajo previo con mis compañeros de equipo, un biólogo y un geólogo. Estamos tanteando a un ornitólogo...


- ¿Cuándo irás a Islandia?


- Aprovecharé la próxima visita a mis padres, ahora en octubre. Diez, quince días... no creo que pueda volver a Islandia hasta el verano. Tengo que sacarme de encima el postgrado.


- Si acabas en julio podríamos ir un par de semanas, supongo que podría encontrar el tiempo.


- Podré pulir algunos detalles previos. Y tendríamos que buscar algún lugar para vivir, en casa de mis padres estaríamos un poco estrechos... ¿Estás seguro de querer acompañarme?


Albert sonríe, se inclina sobre el espacio que los separa. La pareja se besa; es un beso largo, cómplice... e interrumpido por una voz masculina.


- Déjalo respirar Brigitte. ¿No había ninguna mesa más apartada aún? Casi no os encontramos.


Ante ellos se alza una pareja, sonriente ella, burlón él. Ambos rozan los treinta años. Vestidos de manera informal, gotas de lluvia resbalan por sus cabellos, largos y negros, de ala de cuervo el de ella, con alguna veta de plata el de él. Ella, Graciela, una argentina afincada en Barcelona desde hace tres años, nieta de un anarquista catalán exiliado que encontró en Buenos Aires algo aún más hermoso que la utopía libertaria. Él, Marc, amigo de Albert desde que este recaló en la ciudad siete años atrás, procedente de medio mundo. Habla Graciela, con el dulce dejo argentino.


- ¿Cómo les va, pareja?


Brigitte y Albert se levantan, tras repartir besos y apretones de manos ambas parejas se sientan. Comienza Brigitte, impaciente por dar las nuevas noticias.


- ¿Recordáis lo que os comenté del Museo de Reykiavik? Me han dado la plaza. Si todo va bien Albert y yo viajaremos a Islandia en septiembre del año próximo... para una temporada larga.


- Vaya... habrá que celebrarlo, ¿no?


- Sí, hace tiempo que Xavier no nos ve la cara. Vayamos a lo suyo a cenar, allí nos contaréis las nuevas noticias.





Las primeras gotas de lluvia empiezan a caer sobre la península de Snaefellness. Rápidamente Brigitte pliega el trípode sobre el que sostenía su cámara y corre hacia el coche, un enorme todoterreno con la puerta de atrás abierta de par en par. Le espera un sonriente Albert, que tras colocar un punto de lectura entre las páginas de las Eddas le arroja una toalla y se hace cargo de la cámara.


- No digas “te lo dije” – le espeta Brigitte.


- Bueno – sonríe él, limpiando con un paño suave la lente de la cámara -. No lo diré, pero...


- Sí, sí... era de suponer que empezaría a llover, pero aún pude aprovechar una hora y media de sol, creo que serán unas buenas fotos.


Ambos se encuentran en la parte de atrás del todoterreno, de la que han extraído el asiento trasero, convirtiéndolo en una especie de furgoneta. Brigitte se seca el pelo enérgicamente, intentando que el movimiento la haga entrar en calor. Comienza a tiritar. Los brazos de Albert, protectores, cálidos, se estrechan en torno a ella.


- Te vas a enfriar, volvamos a Hellnar – le susurra al oído -. Erla nos dará algo caliente.


Albert arranca el coche y se encamina a la posada de Erla y Bojji, recorriendo un atajo que cree haber encontrado, una vieja carretera llena de baches. Brigitte recorre todo el dial del aparato de radio buscando infructuosamente algo de música decente. Tras darse por vencida se pelea unos instantes con un pequeño aparato que le permite conectar un reproductor de discos compactos portátil al equipo del coche, ignorando los comentarios sarcásticos de Albert. Lo consigue finalmente y mientras reclina el asiento la voz rota del cantante se alza para clamar su creencia en el amor que le fue dado, en la esperanza que podría salvarlo, en la fe que un día podría elevarlo sobre las malas tierras. Echa la cabeza hacia atrás, apoya el brazo izquierdo sobre el hombro de Albert, jugueteando con el lóbulo de su oreja, con su cabello.


- Sí, creo que serán unas buenas fotos... Me gustaría estar en la costa sur, junto a Vik. Allí hay una zona de acantilados llamada Dyorlahey... Tiene una de las colonias más numerosas que existen de puffins... No te rías. Adoro a esa ave...

Sonriendo, le da un tirón de la oreja y se da la vuelta sobre el asiento. Se hace un ovillo mirando por la ventana.


- Solo es ese aspecto tan solemne, Brigitte. Y ese enorme pico naranja. Me recuerda a un pingüino disfrazado de Groucho Marx, solo le faltan las gafas...


- Bobo... Hay una historia sobre esas aves. Y una tormenta terrible que hubo en esta zona hace muchos años.


- Cuéntamela. Y se la pasaremos a Marc cuando volvamos a Barcelona, quizá nos ganemos otra cena...


Mientras el todoterreno devora kilómetros por la carretera llena de baches y la lluvia sigue cayendo, mientras los altavoces del coche afirman seguir creyendo en la tierra prometida Brigitte desgrana su historia. De cuando en cuando Albert deja de pelear contra el cambio de marchas, el volante y el mundo en general y se gira brevemente para observarla. No nota las sacudidas del todoterreno mientras él se maldice para sus adentros, “bravo, Albert, tú, tus atajos y tu sentido de la orientación”. Brigitte, con las piernas recogidas, enfundadas en unos tejanos de un azul desvaído. Brigitte, abrazada a sí misma, buscando en la tormenta exterior las palabras del cuento que narra en su excelente castellano. Por enésima vez Albert se maravilla de tenerla a su lado, bendice el arranque que la hizo ir a buscarla a la universidad.


Llegan al pueblo – Hellnar, willkommin – cuando el cantante susurra que hay cosas que solo pueden encontrarse en la oscuridad que hay en las afueras del pueblo, cosas por las que hay que pagar. Es posible, piensa. Pero algunas cosas son tan valiosas que se hace imposible pensar en un precio apropiado. O da miedo pensarlo.


Se besan en la entrada.


- ¿Qué habrá preparado Bojji?






Brigitte dibuja. Se ha sentado en una mesa cercana a la entrada de uno de sus bares favoritos, en pleno Raval barcelonés, equidistante entre la facultad de letras y el piso que comparte con otras dos estudiantes extranjeras, otra islandesa y una alemana. Enamorada del bar desde que lo encontró por casualidad camino de otro local lleva tiempo queriendo pintar la entrada. El local tiene una entrada de dos alturas, que da a una de esas estrechas y coloristas calles del antiguo barrio chino. Su idea es pintar esa puerta, enorme, de dos hojas de madera, como una ventana a la calle, esbozando, borrosas, las figuras de la gente y los coches pasando raudos ante ella. Afanosos. Absortos y aislados en sus vidas.


Resopla, liberando sus hermosos ojos azules del rubio flequillo, pajizo, que ha caído sobre ellos. No acaba de verlo claro, o, mejor, lo tiene muy claro pero aún no sabe cómo explicar lo que siente, cómo plasmar en el papel lo que quiere. Y mientras se debate con la idea sus manos, de largos y finos dedos, vuelan sobre papel tras papel, esbozando una ventana abierta a una calle. Su esbelto cuello se inclina hacia delante mientras dibuja, se tuerce hacia la izquierda mientras piensa, se tensa cuando, frustrada, echa la cabeza hacia atrás. Y no es consciente de que todos estos movimientos están fascinando al joven que se sienta tres mesas más atrás. Que siguen fascinándolo, mejor, pues ya es la tercera vez que la encuentra en el bar. El joven, Albert, tiene este local entre los cuatro o cinco en los que acostumbra a almorzar y, últimamente, esperar que aparezca esa mujer, esa joven, que ha visto dibujar, escribir...


Con un golpe Brigitte cierra la carpeta donde guarda sus dibujos, se echa al hombro una bolsa de deporte, y se desliza con gracia entre las apretadas sillas y mesas con las que Albert se golpea regularmente, como preso en un laberinto. Alcanza la barra y deposita junto a una enorme estatua que roza el techo y nunca ha acabado de comprender unas monedas musitando un adiós a la dueña del local.


Albert apura su café con leche, observando aún la puerta por la que Brigitte se ha ido, olvidado ya el periódico deportivo donde su equipo preferido desgrana sus miserias. Se da cuenta de que la muchacha se ha dejado en el suelo, apoyada contra la pared, la típica carpeta azul de los estudiantes de la Universidad de Barcelona. Toma su taza, el portafolios donde lleva unas fotos que debe revisar, el panfleto al que llama periódico, una mochila de lona que lleva como el caracol su concha y tropezando entre las mesas, arrastrando con las correas de la bolsa un par de sillas, alcanza la mesa donde estaba sentada Brigitte. Duda, echa una mirada de reojo a la dueña, que le sonríe, y completamente rojo – de perdidos al río, piensa – se sienta. Toma del suelo la carpeta azul y la deja junto a sus cosas. Y, con lo que espera que sea un tono de voz normal, pide otro café con leche. Si algo tiene un buen fotógrafo es paciencia para esperar el momento oportuno... momento que a veces no llega, le susurra una molesta voz interior.


Unos minutos más tarde aparece Brigitte, con la respiración entrecortada y las mejillas encendidas. Se sorprende de ver a alguien sentado a su mesa, no encuentra la carpeta a primera vista donde esperaba encontrarla. Mira a la propietaria, que ensancha su sonrisa y se desentiende de la situación. Se dirige a Albert.


- Perdona... Me dejé aquí una carpeta. ¿La has visto?


- ¿Una carpeta azul? – Albert esboza una media sonrisa, afable, contagiosa.


- ¡Sí! De la universidad... Me la he dejado... Siempre voy corriendo y...


Los ojos, mírala a los ojos, no los pierdas de vista. Los ojos son un anzuelo, un reclamo, un puente entre dos personas. Y tiene unos ojos preciosos, además.


- Hablas muy bien castellano – dice, devolviéndole la carpeta.

- Bueno, me falta mucho... ahora mismo iba a clases. Llego tarde, tú sabes.


Es injusto, no he perdido de vista sus ojos. Se indigna, ¿la va a perder ahora?. Quizá una andanada de humor...


- ¡Ey! He guardado tu carpeta, cuidado de que no le pasara nada. Este es un barrio peligroso para las carpetas, ¿sabes?. Creo que al menos me merezco un café. Quizá en otro momento, cuando no tengas clase.


Brigitte ríe. Toma una servilleta y empieza a apuntar un número de teléfono. Bueno... ¿quién sabe? Parece simpático, tiene cierto atractivo. Su rostro recupera la picardía de la niña que fue, sonrisa traviesa, ojos risueños. Tacha el número y escribe una sucesión de números y letras que entrega a Albert.


L-X-V. 18 – 19:30. Aula 3c.


- Pero... esto no es un teléfono... es...


Brigitte ya está en la puerta, justo donde se dibujará a si misma meses más tarde, recordando ese día.


- El que algo quiere algo le cuesta... ¿no decís así?


- ¿Además dominas el refranero? Estoy impresionado...


La risa de la joven permanece en la puerta cuando ella ya se ha ido. Tras la barra la dueña coloca una cinta de tela entre las aventuras de Lucas Corso e Irene Adler y pone agua a hervir, le apetece un té. ¿Cuántas veces ha visto una escena parecida? Adora su trabajo.





Brigitte y Albert, Graciela y Marc cenan en un restaurante del barrio gótico. En pequeñas mesas de mármol y hierro forjado, compartiendo una fondue, despiden a Brigitte, que vuelve a Islandia.


- ¿Cuánto tiempo estarás?


- Diez días, dos semanas como mucho.


- ¿Pero esto tiene algo que ver con lo del museo? – pregunta Marc, buscando el trozo de pan que ha perdido en la fondue.


- Quizá, si todo sale bien. El doctor Arnalsonn, un ornitólogo de prestigio internacional, ha aceptado colaborar en el proyecto si esta primera observación sale bien. Es un genio, lleva siglos estudiando las especies de la isla. Iremos tres días a Heymaey, la mayor de las islas Westmmaneyjar. Sería genial sumarlo al proyecto.


- ¿Un ornitólogo? ¿Más puffins?


Graciela inicia la broma compartida sobre esos pájaros, que en realidad todos adoran. Resulta difícil no quererlos si Brigitte los quiere, tanta pasión pone en sus ideas. Mientras habla, con su largo tenedor hace que Marc vuelva a perder su trozo de pan.


- ¿Qué os pasa a todos con los pobres puffins?


- Tranquila, no tenemos nada en contra de ese pingüino travestido – ríe Marc ante la furibunda mirada de Brigitte y la carcajada de Albert -. De hecho hoy vamos a cenar gracias a ese bicho, me publican el cuento que escribí con aquella leyenda que me contaste.


- ¡Genial! Tenemos que celebrarlo.


- En cuanto vuelvas. ¿Dos semanas, dijiste?


- Sí, dos largas y solitarias semanas – se lamenta Albert, haciéndose la víctima.


- No te preocupes Brigitte, cuidaremos de Albert.


- Sí, lo sacaré por ahí, alcohol, mujeres... Podría invitarte a la exposición de Richard Avendon.


- Hombre, gracias, generoso. Un detalle por tu parte el invitarme a una exposición gratuita.


- Yo soy así, un caballero. ¿Pero se puede saber qué le pasa a este pan?


- ¡Por los puffins!


Los cuatro amigos brindan.




Peleando contra el viento Brigitte y el doctor Arnalsson se acercan a una avioneta, arrastrando bolsas llenas de equipo. Goran, el piloto, corre a ayudarlos.


- ¿Es seguro volar con este viento? – pregunta el doctor, entregando una mochila al piloto.


- Tranquilos, he volado en peores condiciones. Brigitte, tu bolsa. No se preocupe, el servicio metereológico dice que solo el borde de la tormenta afectará a las Westmmaneyjar. Además solo serán quince minutos de vuelo, antes de que se den cuenta estaremos en Heyamey. Mi madre está deseando volver a verte, Brigitte.




Tras asistir a un concierto con Graciela y Marc, Albert vuelve a casa, preguntándose de nuevo qué tipo de pruebas hay que pasar para ser taxista en esta ciudad. Despojándose de cazadora y botas se acerca al televisor; acostumbra a encenderlo cuando llega tarde a casa tras salir de fiesta. Siempre le han fascinado esos publirreportajes, por llamarlos de alguna forma civilizada, que se pueden ver a esas horas. Esos cuchillos que tienen la utilísima virtud de cortar clavos, esos electrodos que pueden muscularte de la noche a la mañana mientras vegetas en el sofá – un símbolo de estos tiempos, dijo Brigitte la primera vez que lo vio -, esos inverosímiles aparatos de gimnasia que trabajan desde las uñas de los pies hasta las raíces del cabello. Mientras Chuck Norris jura y perjura que ha obtenido su musculatura ejercitándose en una máquina que parece diseñada por un descendiente del marqués de Sade se dirige a la cocina para prepararse un bocadillo. Cuando vuelve al pequeño salón un destello de luz, intermitente, llama su atención. Un tres rojo, digital, parpadeante, le reclama desde el contestador. ¿Tres mensajes? ¿A estas horas? Otra broma de Marc, seguramente. Pulsa el botón de rebobinado. ¿Por qué, de repente, estás tan tenso, Albert?


“...”


Primer mensaje, vacío.


“Albert...”


Segundo mensaje, una voz madura, femenina, que dispara una retahíla de palabras en islandés. Demasiado rápido, no entiende nada salvo su propio nombre al principio. Pero capta el tono. ¿Qué ha pasado, Dios mío? Se arrodilla junto al aparato mientras a su espalda el televisor sigue mintiendo. El último mensaje, una voz joven, en inglés. ¿Brigitte? ¿Qué ocurre?


“Albert. Soy Karla, la... la hermana de Brigitte. Hemos intentado localizarte antes, pero solo hemos encontrado tu contestador. Querría hablar contigo directamente, no sé como decirte esto, odio dejarte un mensaje así pero debo atender a mis padres. Verás, Albert, es Brigitte...”





Dos de la mañana, Graciela y Marc entran en un último local, se despidieron de Albert tras el concierto. Encuentran, previsiblemente, a unos amigos. Saludos, besos, risas. ¿Qué tal el concierto? Cuanto tiempo, cuéntame... Piden sus copas, comienza la charla. El reloj, con el curso de las manecillas invertido, hiere con saña a los reunidos obedeciendo la leyenda que lo adorna “omnes vulnerant, postuma necat”.


Una musiquilla, amortiguada, llega a los oídos de Graciela. Es el móvil de Marc, olvidado en el bolsillo interior de la americana, sepultada bajo una montaña de chaquetas y jerséis. Siempre igual, piensa, algún día será algo importante. Llama la atención de Marc, que rescata el aparato. ¿Albert? ¿A estas horas? Habrá olvidado algo, seguramente. Comienza a contestar riendo, usando una vieja broma, pero la risa se borra de sus labios cuando es interrumpido y oye la voz de su amigo. Su mandíbula se endurece, sus ojos, reducidos a dos rendijas, buscan instintivamente una salida. Sale a empujones del bar, arrolla a un grupo que ha elegido ese preciso momento para entrar. En el interior, Graciela recoge la ropa de abrigo de los dos, paga las copas, se despide de los amigos. Es una superviviente, huérfana desde muy niña, trotamundos incansable a su pesar. Está acostumbrada a vivir su vida en términos de amenaza-no amenaza, y ha presentido el peligro de esa llamada. Cuando sale a la calle encuentra a Marc acuclillado junto a la puerta, mirando fijamente al móvil, colocado en el torno que forma su mano derecha, dispuesto a descabezar al mensajero portador de malas nuevas. Se agacha a su lado, reclama su atención. ¿Qué pasó, Marc? Al mirarla este la luz del bar ilumina su cara, sus lágrimas. La voz normalmente firme se quiebra.


- Graciela, es Brigitte...





A pesar de la dura tormenta está siendo una buena noche en la fonda, piensa Bojji. Hay alojadas dos parejas de Reykiavik que pasarán una semana en la península de Snaefellness y una familia inglesa o irlandesa, no recuerda bien, que estará tres días. El comedor está lleno, y el sonido de las conversaciones y las risas llegan hasta la cocina, donde está atareado con los platos. Silba una melodía de pescadores mientras acaba de ordenar una bandeja y...


- ¡Bojjiiiiii!


Y el vello de sus brazos se eriza, sus todavía poderosos músculos se tensan cuando oye el lamento de pena de la mujer por la que un día abandonó la mar. Con un gemido abandona la cocina y vuela al comedor, donde Erla, las manos sobre las mejillas que empiezan a bañar las lágrimas, mira fijamente al pequeño televisor que reposa en una esquina. En tres zancadas el anciano titán alcanza a su mujer escudándola con su brazo izquierdo, el derecho presto a enfrentarse a una amenaza que sus ojos claros no encuentran. Erla abraza al gigante, se oculta en su pecho. ¿Qué ocurre, Erla, qué tienes? La mujer toma la poderosa cabeza, la enfrenta al televisor. El televisor que, hipócrita, lamenta la pérdida de tres vidas en el accidente de una avioneta antes de vomitar una serie de anuncios comerciales.


- Bojji, Bojji... es Brigitte.


El rugido de un león herido sacude la fonda.




En el puerto de Heyamey una joven, rondando los dieciocho, comparte una tarde con una mujer mayor, enlutada. Es la madre del piloto de la avioneta, una amiga de infancia de la madre de la joven.


- Nuestro Goran conocía como la palma de su mano los alrededores. No entendemos qué pasó, la compañía aseguradora está investigando. A veces era un poco temerario, pero estaba acostumbrado a volar en condiciones aún peores.


La joven asiente. Unas profundas sombras bajo sus ojos hablan de las horas que la pena ha robado al sueño. Toma la mano de la mujer sobre la mesa. Esta continúa su explicación, que la joven no ha pedido pero que cree necesaria, con voz monocorde.


- Hacía más de diez años que hacía el trayecto desde Bakki. Solo eran quince minutos de vuelo, nada más quince minutos. Mucho más rápido que el viejo ferry desde Thorslashofn. No entendemos qué pasó. Tuvo que ser una avería. Había viento fuerte, pero eso no fue problema en otras ocasiones. Mala suerte, Karla, mala suerte. El doctor era ya viejo, pero nuestro Goran, tu hermana... Tan jóvenes, tan fuertes...


Las dos mujeres lloran en silencio.





Una tarde soleada en el puerto de Husavik. La mayor parte de los barcos está fuera, faenando. Los pocos que permanecen bamboleándose en el puerto son objeto de reparaciones y maldiciones por parte de sus dueños. Un poco aparte, como distanciándose de sus primos menos favorecidos, un hermoso velero reposa mientras una horda de turistas penetra en su interior. Avistamiento de ballenas, reza un cartel junto a la pasarela que da al barco. Albert, barbado, profundas ojeras, cansado, se acerca hasta la borda.


- Buenas tardes. ¿Es usted Sven, el patrón?


- Sí, soy yo. Ya hemos cubierto todas las plazas, señor – contesta en buen inglés el llamado Sven. Alto, fornido, con un enorme mostacho rubio dominando una cara curtida por el mar -. Mañana...


- Me han dicho que usted podría darme la dirección de Steffan Sidgusson, un patrón retirado. Creo que vive cerca de aquí.


El gesto del hombre cambia, se torna duro, hosco. Evalúa el aspecto de Albert y decide que no le gusta.


- Steffan fue mi patrón antes de retirarse. La familia está pasando un mal trago y no voy a dejar que cualquiera vaya a molestarlos. Largo, fuera de aquí.


Cansado, Albert se pasa una mano por la cara. No tiene fuerzas para una discusión.


- Soy... era un amigo de... de su hija.


Sven reevalúa al joven. El tono de voz, ese leve acento. Ahora se da cuenta de su aspecto general. Agotado, vestido con descuido. ¿No decían que el novio era...?


- No eres inglés, ¿verdad? Tú eres el español, el novio de la hija mayor. Todos hemos sentido mucho lo ocurrido. Steffan es una institución aquí. Siento lo de antes, no queremos que nadie les moleste, hemos echado a algunos periodistas... Bueno... Viven en el número seis de Hafnagarta. Baja esas escaleras y estarás en la calle, es la calle principal. Viven en una casa con un tejado rojo de dos aguas, detrás de la iglesia. Si vas andando no tardarás más de diez minutos. Te acompañaría, pero mi barco...


- Gracias.


- Saluda al viejo Steffan de mi parte.


- Claro.


Despidiéndose con un apretón de manos Albert desciende por unas escaleras de madera que le llevan a la calle principal. Con las manos en los bolsillos avanza a paso lento por Hafnagarta. Teme el encuentro con la familia de Brigitte, sabe que será una nueva oportunidad para que el dolor, egoísta, se adueñe de la escena. Alcanza la pequeña iglesia, extrañamente coronada por un motivo celta, la cruz y el círculo. Divisa ya la casa familiar, con el estómago encogido se acerca poco a poco a la entrada. En el jardín puede ver que las semillas de rosal que Brigitte trajo de Barcelona se defienden valientemente en el duro clima del norte, enraizadas con fuerza en la fértil y negra tierra volcánica. Encuentra el pequeño cobertizo abierto donde la familia guarda sus bicicletas, aún permanece ahí la de Brigitte, roja y verde, con la rozadura de la caída que tuvo en la excursión que hicieron al volcán. Albert permanece paralizado frente al cobertizo, capturado por la bicicleta que le lleva a días mejores.


- Hello, can I help you?


Esa voz… ¡Brigitte! Albert se gira rápidamente, el corazón en un puño. Brigitte... No. No es Brigitte, demasiado joven, más alta y delgada. De ser ella habría corrido a abrazarlo, a besarlo. Y esa joven permanece ante él, intrigada. Aturdido, comienza a hablar en castellano.


- Yo... yo soy... tú debes ser Karla.




Jose, 25 de noviembre de 2002  

domingo, 25 de agosto de 2002

Nazgul

“Tal vez no lo creáis, pero yo fui un hombre como vos. No un rey, desde luego, aunque pude reinar y por mis venas corre... corría sangre real. Pero os superé sin duda como conductor de hombres, y después de vuestra estúpida captura me temo que sin duda mi capacidad de raciocinio es también mayor.”

“¿Cómo? Ya veo, os preguntáis porqué no soy entonces el primero entre los míos. Bueno, aunque soy ducho en las artes de la hechicería desde luego no alcanzo la capacidad de mi inmediato superior. Aunque debo admitir que poseo ciertos talentos menores en ese campo. Pero si mi rango no es más elevado, si soy el último de los míos, se debe a que mi Señor me encuentra un tanto díscolo. Demasiado independiente para ser un siervo, me dice.

“Ah... el anillo. Sí, solo soy la sombra de un hombre, el anillo que porto en el anular de mi mano derecha es la fuente de mi poder. Multiplica la fuerza de un cuerpo que ya en vida fue fuerte y desarrolla la capacidad mágica de una mente, perdonad la inmodestia, que en su día fue brillante.

“¿Mi rostro? Queréis ver mi rostro. Me sorprende que aún seáis capaz de ver algo, de hecho ya deberíais estar muerto; no he encontrado a nadie tan resistente a la tortura como vos. Creo que os merecéis ese pequeño capricho, teniendo en cuenta vuestro destino. Normalmente mi rostro no es visible, pero vos os encontráis ya a un paso de la muerte. Con la ayuda de mis pequeñas capacidades... Aunque os lo advierto, tal vez lo que veáis no sea de vuestro agrado. Muy bien, señor, miradme.”

“¿Sorprendido? ¿Por qué? Creo que la sorpresa se debe a lo que veis en mi rostro. Sí, fui un hombre de Gondor, pertenezco a la orgullosa estirpe de los hombres de Numenor, a la hermosa Tierra de la Estrella. Sí, sí, lo sé, guardamos un gran parecido, ¿acaso no somos ramas de una misma familia? Probablemente vuestro bisabuelo y yo fuésemos cercanos parientes y caminásemos juntos por las doradas arenas de Dol Amroth.

“Serví como capitán, como consejero militar, para los hombres de Fargand, vecinos del lejano Harad, enviado allí para contrarrestar el poder de esta nación. Eran un gran pueblo, los fargandrim. Ahhh... hermosa tierra, señor. Hermosa tierra y hermosas gentes... tomad, tomad unos sorbos de agua... así... bien... muy bien...

“¿Os extraña mi comportamiento? ¿Piedad? Yo soy el que soy. Si queréis que os diga la verdad, una vez me vi en vuestra situación, fui torturado hasta casi la muerte por los haradrim, aunque para mi vergüenza os diré que mi comportamiento no fue tan ejemplar como el vuestro, mis verdugos oyeron mis gritos de dolor, a diferencia de los vuestros. Admiro vuestra capacidad de resistencia, así como vuestro valor al aceptar el desafío de mi señor. ¿De verdad pensasteis que seria una lucha limpia? Bueno, puedo deciros que yo no participé de la emboscada, aunque merecéis vuestro destino al ser tan estúpido como para haber aceptado el reto y dejar sin liderazgo a vuestro pueblo.

“Conduje a la victoria a los fargandrim en cinco campañas durante siete años. Haradrim, Aurigas, corsarios, todos los enemigos de Fargand cayeron ante el nuevo ejercito y su conductor. ¿Sabíais que fue mía la táctica que derrotó por primera vez a la agrupación de Nûmakil? ¿Y la idea de las lanzas dobles para frenar los jinetes catafractos? Permitidme esta pequeña vanagloria, mi señor, pues son mis últimos recuerdos felices de mis años en la Luz y no tengo muchas oportunidades de comentarlos. ¿Os extraña mi obediencia al Ojo? Soy un hombre leal, señor. Como leal soldado de Gondor partí a la guerra. Como leal capitán general conduje al ejercito de Gondor. Como leal consejero formé las legiones de Fargand. Como leal general cabalgué a la cabeza de mis tropas en todas las campañas. Como leal súbdito respeté a mis nuevos señores. ¿Y qué obtuve a cambio?. Mi muy noble rey de Gondor me envió al extranjero, envidioso de mi capacidad militar y mi popularidad en la milicia. Mis legiones fargandrim me abandonaron en nuestra primera y única derrota campal a manos de los crueles haradrim. Mi nueva reina me utilizó como peón para conquistar tronos para sus hijos menores... y mi nuevo rey... mi nuevo rey tras mi captura por los haradrim abandonó a mis hijas a la chusma que, enloquecida, me culpaba de la entrada de Harad en Fargand. Mis hijas tenían dieciséis y doce años, y fueron entregadas a la turba asesina... mis hermosas hijas...

“Me casé en Fargand con una dama de compañía de la reina. Fui feliz en aquella época, y el destino me bendijo con dos hijas maravillosas. Por ellas, por su seguridad futura amplié los límites de Fargand hasta extremos más allá de los permitidos por vuestro noble antepasado. El rey, agradecido, me elevó sobre los nobles de su pueblo, y ahí comenzaron todas mis desgracias. Nobles envidiosos, un heredero celoso, potencias extranjeras, hasta Osgiliath me volvió la espalda y ordenó a mi guardia volver a casa, a vuestra casa.”

“¿Qué? Perdonad, pero revivo esta historia cada noche desde hace trescientos años, es un placer tener un oyente atento como vos. ¿Qué decís? ¿Queréis más agua? ¿Por qué no volví? ¿Y por qué volver? ¿Qué había para mí en Gondor? ¿Alguien podría devolverme a mis hijas? ¿Qué habría de darme a mí la Luz? Nada... pero el Señor Oscuro sí me ayudó. Me liberó de mis captores y me entregó esta joya. Con su poder sané de mis heridas y volví a Fargand, para encontrarme con que los piadosos seguidores de vuestra Luz habían entregado a las dos flores más bellas de la tierra a una chusma sedienta de sangre, al ultraje, la tortura y la muerte más vil. Pude enterarme de que mi mujer, que rápidamente había olvidado la muerte de sus hijas y la pérdida de su esposo, era entonces duquesa. Mi mujer, el norte de mi vida, par del reino... Gracias al anillo me enteré de más cosas, como por ejemplo que el heredero de Fargand y mi muy estimado Rey de Gondor llevaban años complotando contra el rey a mis espaldas, difundiendo mentiras sobre mi persona y entregando mis planes de batalla a Harad.

“¿Mi esposa? No, no la maté. Reté y maté en duelo al pretencioso petimetre que era el príncipe, a ella le marqué la cara como falsaria de una forma que no es posible borrar, dos cortes aquí, bajo los ojos, que hacen que la cara muestre un eterno llanto. A continuación entregué mis servicios a Harad y no quedó un hombre, mujer o niño en la capital de Fargand para contar mi historia... o para recordar el ultraje cometido contra dos inocentes.”

“Echo de menos algunas cosas, la luz del amanecer, el sonido del mar... a fin de cuentas nací en el Lebennin. No he vuelto a oír la risa de una criatura desde la ultima vez que vi a mis niñas. Pero soy un hombre leal, señor. Elegí un caudillo, el único que me ayudó en mi momento de mayor necesidad, y seré fiel a él hasta el final... Sí, hasta el final que por fuerza deberá ser amargo. Pero entregué mi lealtad como un día la entregué a la Torre, y si mi nuevo señor no me falla yo no le fallaré a él. A veces... a veces desearía esa traición. Desearía que este señor, duro, cruel, me traicionara. Volver, por unos instantes, a tomar el estandarte del Árbol Blanco y combatir a la luz del sol...

- Matadme, os lo ruego, no estoy seguro de poder seguir aguantando la tortura. Sabéis que el Capitán de los Nazgul quiere convertirme en algo como vos. Sabéis quien soy y cómo he conducido mi vida. Dadme el descanso... Aún guardáis un resto de amor por nuestra tierra. En un tiempo fuisteis el primer capitán de Gondor. Por todo lo que una vez fuisteis, liberadme de vuestro destino. Queréis volver a ser un soldado de Gondor... liberad a su rey.

“¿Qué estás haciendo? Apártate de esa escoria gondoriana, el Ojo quiere su alma, no lo estorbes.”

“Atrás, Capitán. Este hombre no merece tal fin”

“Nunca serás nada entre los nuestros. Arrodíllate ante el Ojo, obedece a tu Señor y espera el castigo por tu insolencia.”

“Adiós, Señor de Gondor.”

- Adiós, Capitán de Gondor.

¡¿ Qué has hecho?! ¡Destruiré tanta desobediencia!

“Soy vuestro eterno servidor.”




Jose, 25 de agosto de 2002

domingo, 14 de julio de 2002

Perjuros


 

            Somos los perjuros... Traidores a un juramento realizado en otro tiempo, hace tanto tiempo... Traidores a nuestro pueblo, alzado en armas para rechazar el avance de la Sombra. Traidores al señor Isildur, necesitado de guerreros para combatir al Enemigo. Traidores. Perjuros.

 

            ¡Llega el Rey!

 

            Hace meses que resuena este grito en nuestras cavernas. Las cavernas que hemos ocupado desde que, avergonzados por nuestra debilidad, huimos del mundo de los hombres. Rechazados por todos, heridos nuestros ojos por el brillo de la furia del Rey, de la gloria de los vencedores, nos recluimos en la oscuridad que abrazamos en nuestra locura. Pero ya  llega el tiempo de retribución. Lo trae el Rey.

 

            ¡Llega el Rey!

 

            Hace meses que resuena este grito en nuestras herrerías, en nuestros cuarteles, en nuestras minas. Los maestros artesanos trabajan sin descanso, extrayendo del hierro y el carbón que nos rodean el acero que habrá de redimirnos. Las cotas y escudos que serán la defensa del Rey. Las espadas y lanzas que asestarán un golpe mortal al Enemigo. Nuestros pertrechos están listos. Porque llega el Rey.

 

            ¡Llega el Rey!

 

            Hace meses que resuena este grito en nuestros campamentos. En las inmensas bóvedas de roca donde los maestros de armas nos preparan eternamente para el día de la liberación. Desde que cayó la sombra sobre nosotros nos hemos preparado. Día a día, año tras año, un siglo tras otro. Y ahora sabemos que no tenemos rival entre los hombres mortales. Porque los mejores entre nosotros analizaron las artes del Enemigo. El miedo es nuestra vanguardia, la cuña que deshará las filas de nuestros adversarios. A nuestros flancos la desesperación y la vergüenza golpearán el corazón enemigo. Y nosotros mismos, templados en las tinieblas, oscuros como el Oscuro, seremos la maza que deshaga la amenaza sobre nuestra tierra. Golpearemos. Porque así lo quiere el Rey.

 

            ¡Llega el Rey!

 

            Hace meses que nuestros augures repiten estas palabras. Navegan por las corrientes del destino y saben que llega nuestra hora. Que reclamados saldremos de la montaña para enfrentar al enemigo que otrora temimos. Venceremos y seremos liberados. O caeremos derrotados y nuestro estado actual se nos antojará envidiable comparado con el destino que han entrevisto los videntes. El Enemigo no tendrá clemencia. No la queremos. Esta vez nuestros corazones están preparados para honrar el Juramento. La palabra dada al Rey.

 

            ¡Llega el Rey!

 

            Ahhh... sí, llega el Rey. Le siguen un puñado de valientes, fuertes como los hombres grandes de antaño, los que llegaron de más allá del mar. Hace pocas horas cruzaron la puerta norte. Siento su avance, pues ¿acaso no soy rey yo mismo?. Fui el Rey de  las Montañas cuando juré al señor Isildur, ahora soy el Rey de los Muertos. En el momento de mayor necesidad del heredero de nuestro señor, cuando la esperanza vacila, los muertos salimos a su encuentro y le rendimos pleitesía. Escucha... ¿No oyes como el tambor de guerra te llama a la batalla? ¿No caldea tu sangre el sonido de los cuernos de plata? Es tu Rey que te llama, perjuro. Llega el que fue profetizado, el que blande la Llama del Oeste, el que porta la estrella de Elendil, rey de dos reinos. Y con él, por la esperanza de la Luz, rechazamos a las tinieblas. ¡Adelante, Perjuros!

 

 

 

Jose, 14 de julio de 2002

 

jueves, 13 de junio de 2002

Lorena


Mi juventud fue sólo una tenebrosa tormenta,

surcada aquí y allá por luminosos soles;

el rayo y la lluvia han causado tal estrago

que en mi jardín apenas quedan frutos rojos.


Las flores del mal, Ch. Baudelaire.




Llueve fuera, las gotas de lluvia repican contra el cristal de la ventana con un ritmo secreto, que tampoco entiendo. Estoy sentado en el borde de la cama, embargado por la melancolía que me asalta en estos plomizos y grises días de invierno. Rodeado de los juguetes que la niña tiene esparcidos por toda la habitación. Quizá, creo, me recuerdan algo, me llevan a otro tiempo quizá más feliz, no puedo asegurarlo.


La pequeña entra en la habitación, suavemente, sin hacer ruido, como si flotara sobre la moqueta. No me gustan los niños, me crispan los nervios, pero esta criatura dispersa las nubes que azotan mi alma, despierta en mí un sentimiento de ternura que creía olvidado, perdido entre una bruma tan gris como el día que se extiende más allá de la ventana.


No me habla, parece que me ignora deliberadamente. Se mueve con una gracia ultraterrena por la habitación, toma unos juguetes, desecha otros sin una pauta discernible, siguiendo los impulsos que le dicta la dulce inconsciencia infantil. Con una sonrisa epítome de inocencia se sienta en el suelo, dispersa las piezas de un Lego entre sus rechonchas piernecillas y comienza a construir una figura absurda, imposible, que me inquieta, me hace revolverme sobre la cama.


Me dispongo a llamarla, ¿Lorena? ¿Lucia?, pero antes de que emita un solo sonido, en el mismo momento que los impulsos de mi cerebro ordenan la formación de uno de esos nombres, ¿cuál?, la niña se gira y me mira con sus ojos azul claro, me seda, me desarma.


La figura que ha construido con el Lego parece disolverse cuando se levanta y corre hacia mí con una sonrisa de reconocimiento. Se sienta sobre mis rodillas. Me abraza. Una corriente de afecto se desborda entre los dos, creo que nadie me ha abrazado así jamás, quizá una madre que ya no recuerdo. Su abrazo en torno a mi pecho, que no abarca, me llena de serenidad, de dulzura; una brisa suave dispersa las pocas nubes que quedaban en mi cabeza, brilla de nuevo el sol. Un sentimiento tan fuerte no puede haberse creado de la nada, pero no puedo recordar haberla tenido antes en mis brazos, ni siquiera la conozco.


Deposita un beso en mi mejilla y baja de mi regazo, corriendo al armario de la habitación. ¿Por qué los niños son incapaces de moverse andando?. Poniéndose de puntillas alcanza la llave que cierra el armario y la gira en la cerradura. Intenta mover una caja de madera olorosa, decorada, pero es demasiado pesada para sus jóvenes fuerzas. Con una mirada azul sobre la blanca carne de su hombro me pide ayuda. Antes de poder pensarlo ya estoy a su lado, extrayendo la caja del ropero. Con una manita gordezuela me lleva de vuelta a la cama, se sienta en mis rodillas y abre la caja.


Fotos, álbumes de fotos es lo que hay en la caja. Entradas de cine, algunas flores secas, un trozo de corbata y otro de una tela fina azul, pases de embarque, políticos amarillentos en páginas de periódicos viejos, diarios, una Montblanc antigua. Una colección de recuerdos, aunque me asalta la impresión de que es una colección muerta, la caja es un ataúd para recuerdos que no quieren ser rememorados, que han sido deliberadamente desechados.


Con dificultades la niña extrae un álbum, pequeño, quizá para treinta y seis fotos. Lo coloca sobre sus rodillas y pasa las páginas, su manita me llama la atención sobre algunos detalles, me tapa otros, pero apenas le presto atención porque mi cabeza ha vuelto a llenarse de nubes.


Las fotos son de una cena de familia, si tuviera que apostar diría que de una cena de fin de año. Una familia numerosa, al completo, tal vez veinte personas. Sonríen, brindan, abrazos, besos. No sé si es mi temperamento melancólico, pero me da la impresión de que las risas no son sinceras, creo ver una tirantez allí donde debiera haber alegría, falsedad bajo una aparente felicidad. No he visto a la niña en ninguna foto, quizá se hicieron antes de su nacimiento, aunque algunas de las caras me son familiares. ¿Gente del barrio? No sé, no consigo centrar mi atención demasiado tiempo en ninguna de ellas, pero que creo que conozco a algunos.


La pequeña saca más álbumes de la caja, de la que me llega un fragante olor a lirios. Me gustan los lirios, dicen que es flor de cementerio, pero a mí me agradan. Más sonrisas huecas, vacías. Sonrisas en Barcelona, en Granada, en Viena. Ante una montaña de hielo, ante una extraña formación basáltica. Sonrisas falsas que disimulan un hastío vital insoportable, que ocultan el odio hacia el otro, la locura.


Más y más fotos, el dolor de mi cabeza comienza a ser insoportable, el aroma de los lirios me embriaga, me dispersa. ¡Espera! Esa foto en La Coruña. Una pareja que, creo, conozco, se abraza ante un edificio que se diría hecho de cristal. Pero en el cristal se refleja borroso el perfil de la niña, con los brazos alzados, como advirtiendo a, ¿sus padres?, de algún peligro que no pueden ver. Como intentando frenar lo que está por venir.


El vello de mis brazos se eriza, un escalofrío recorre mi columna vertebral. ¿Qué efecto es ese?. Sin perturbar a la pequeña, que sigue recorriendo el álbum con sus manitas, recupero fotos que ya hemos visto. Dios mío, ¿qué es esto?. La niña aparece en todas las fotos, siempre en un segundo plano, reflejada en un cristal, en la superficie del agua. Puedo atisbar su sombra, notar su presencia en estas fotos. Noto unas punzadas que atraviesan mis sienes, el pánico empieza a apoderarse de mí. Ella sigue perdida en su mundo de imágenes, siempre en silencio, pero aún irradiando una calma que lucha con el miedo que me atenaza. Empiezo a notar una sensación de rechazo, me avergüenza admitirlo, pero ese puente de ternura y comprensión que se había establecido entre los dos me amenaza. Espero que ella no se haya dado cuenta, odiaría que se separara de mí.


Quizá sí lo ha notado, poco a poco gira su cuerpecito y me mira profundamente a los ojos. Su mirada clara, azul, enmarcada de rizos amarillos, me paraliza, borra de un plumazo mis escasas fuerzas. Creo notar un atisbo de amenaza en su mirada, la rabieta de un niño que pierde su juguete, que cree cercana una regañina, tal vez haya notado mi miedo. Abandona mis ojos un instante, el tiempo justo para tomar una fotografía y mostrármela con una sonrisa torcida, sonrisa que no debería existir en la cara de ningún chiquillo. En la foto la pareja de la instantánea de La Coruña, los que creo son sus padres, están en una cama de matrimonio. Él duerme profundamente de espaldas a la cámara, no veo su rostro. Ella, sentada en el borde del lecho, peina una larguísima melena rubia con un gesto cansino, hastiado. Es bellísima, me parece. Pero es una belleza ajada, prematuramente marchitada por los zarpazos de la vida. Sobre la cabecera de la cama hay un espejo que refleja la escena, pero la imagen reflejada hace que un grito de pánico escape de mi garganta. La niña aparece en la foto con las manos colocadas en un ángulo imposible sobre la espalda del padre. Los extremos de sus deditos se hunden en la carne, dejando círculos cenicientos, secos, muertos, a su alrededor. Diabólico.


Me he convertido en un manojo de nervios, tembloroso como un flan, no me cabe duda de que la niña notará mi nerviosismo y huirá de mí. No quiero que se vaya. No. Por favor.


Cuando creo que voy a estallar en lágrimas de histerismo se abre de golpe la puerta, entrando a la carrera la madre de la niña, probablemente alertada por mi grito. Cuando entra se hace cargo rápidamente de la situación, respira hondo y su mirada vaga por la habitación, analizando, sopesando, encontrando un curso de acción. Con mano nerviosa recoge un rubio mechón rebelde tras una oreja y comienza a recoger la habitación. Se dirige a mí con una voz perturbada, llena de miedos y rencores ocultos, domada por los últimos restos de una voluntad antaño férrea, aunque se diría que está a punto de desmoronarse.


- No sabía que estabas aquí, ha sido toda una sorpresa. Vaya, todo este desorden, Lorena, esta habitación está hecha un desastre – continúa hablando sin parar, su voz domina la habitación inmovilizándome, aunque noto como desplaza mi miedo y comienza a suscitar un odio larvado que desconocía.


Es la mujer de la foto, sin duda, la madre de la niña. Lorena, se llama Lorena como la niña, lo sé. Ha cortado su hermosa cabellera, dejándola en una media melena. Parece haber pasado mucho tiempo desde la foto, las arrugas están muy marcadas, profundas ojeras de preocupación hablan de noches en vela dominadas por la pena. Lorena, hermoso nombre, muy apropiado.

La pequeña se gira, abandona las fotos al oír la voz de su madre y vuelve a abrazarme. De nuevo esa sensación sedante me calma, ¿de verdad he pasado tanto miedo?, ¿por qué, Dios mío?, ¿por qué?. Sus manitas recorren mi espalda y me calman, atenúan mi dolor de cabeza.


- No deberías haber venido, padre.


Dolor. Dolor en estado puro. Como nueve puñales sus deditos penetran la carne de mi espalda, se hunden entre mis costillas, me sumergen en una agonía brutal. Como nueve serpientes se deslizan bajo mi piel y suben hasta mi cabeza, estallan en mi cerebro, haciéndome conocer, ¿de nuevo?, los tormentos del infierno. Duele como no puede doler nada en este mundo, es un dolor que mata lo que de bueno queda en mí, que se alimenta de recuerdos hermosos y los defeca como miedos y odio. Con un salto, con un grito de dolor me pongo en pie, la niña cae al suelo y empieza a llorar, se diría que asustada, a pesar de la atrocidad que acaba de cometer. La madre se arroja sobre su hija, la toma en brazos mientras me patea hasta hacerme caer el suelo, diluvia una lluvia de golpes sobre mi cuerpo mientras aprieto mis manos contra mis sienes, intentando silenciar el dolor


Noto un sabor metálico en la boca, me duele la lengua, creo que me la he mordido. Estoy agotado, extenuado, no podría moverme aunque me fuera la vida en ello. No puedo enfocar bien la vista, tengo los ojos arrasados de lágrimas, pero busco los ojos de Lorena, la mayor, que se apoya sobre el marco de la puerta. De su mano izquierda un teléfono móvil cae al suelo, mientras su brazo derecho sostiene a la pequeña contra su pecho. No sé qué leo en su mirada. Miedo, pena, una pregunta elevada a dioses inexistentes. Pero sí que sé lo que veo en los pozos azul oscuro en que se han convertido los ojos de la niña. Odio.


Pasa el tiempo, sigo sin poder moverme. Mi respiración se ha normalizado, me doy cuenta que estoy empapado en sudor. La lengua ha empezado a hincharse. Ellas siguen ahí, no se han ido. La madre se ha dejado resbalar hasta el suelo, está sentada, desmadejada, meciéndose adelante y atrás, apoyada contra la puerta, siempre sujetando, protegiendo a su hija. Llora como un soldado viejo, dejando caer las lágrimas por sus mejillas, sin descomponer el gesto. Habla, pero no puedo oírla. Leo sus labios, solo repite una pregunta. ¿Por qué?


Ha entrado más gente en la pequeña habitación, me parece increíble que todos cojan en ella. Algunos visten uniformes de todos los colores. Una mujer mayor, flanqueada por dos chicos jóvenes, fuertes, se agacha junto a mí. Me habla suavemente, creo, sigo sin oír nada. Extrae una de esas jeringuillas modernas, semejantes a pistolas futuristas, de su bolsa blanca y me la aplica sobre el hombro.


Calma. Noto como mis cansados músculos se relajan, me inunda la paz. Los párpados me pesan, ya no siento esa bola de carne en que se ha convertido mi lengua. Casi no me duele la cabeza.


Oscuridad y olvido. Bienvenidos, benditos.


Te amo, Lorena.




Esplugues del Llobregat, 13 de junio de 2002.


viernes, 3 de mayo de 2002

Sueños, presagios...


- Un ejército enemigo se acerca a Minas Morgul. Irás a Osgiliath y reforzarás la guarnición. Permanecerás allí mientras sea necesario.


Se celebra un consejo en la Torre de Ecthelion, en Minas Tirith. Pronuncia estas palabras un hombre en el otoño de su vida, aunque su voz conserva la fuerza de antaño. Es Denethor, hijo de Ecthelion, Señor de Gondor y, según una antigua formula que ya pocos esperan ver cumplida, Senescal hasta la llegada del Rey. Dirige estas palabras a su primogénito, Boromir, Capitán General de Gondor.


- Pero Padre... Señor – la voz del hijo vacila, no acostumbra a contradecir las palabras del Senescal – Establecimos esa guarnición sólo para impedir el cruce de merodeadores. Las tropas de defensa podrían quedar fácilmente cercadas. Para una guarnición sería cosa fácil el retirarse, pero retirar todo un ejercito... solo podríamos retirarnos por un punto, el puente sobre el Anduin... quizá con pontones, o gabarras construidas expresamente podría llevarse a cabo una retirada ordenada... no creo que...


El Senescal se levanta lentamente de su alto sitial, serio el semblante. Pertenece a la antigua raza de la tierra de la Estrella, y su fuerza es grande... mayor que la de su heredero, que titubea.


- Señor... sería tan fácil cercar a ese ejercito... Padre, os lo ruego, siempre hemos combatido en inferioridad numérica, nuestra fuerza se basa en la disciplina y el combate en campo abierto, donde podemos maniobrar con facilidad y flanquear a esas bestias... De nada servirá nuestra pericia en una jungla de ruinas... Osgiliath está devastada y sus murallas caídas, no hay lugar para fortificar un ejercito, la defensa llevaría al desastre...


La fuerza de la personalidad de Denethor aplasta las razones de Boromir, su voz se apaga. Pero toma la palabra, levantándose también, su hermano Faramir, Capitán de Gondor, segundo hijo de Denethor y el más semejante al padre en poder, pues la sangre de Numenor corre con gran pureza por sus venas.


- Boromir dice la verdad, Padre. El número de nuestros adversarios crece con cada estación, mientras que nosotros somos menos de año en año. Sin duda perderemos hombres en esa acción y el Enemigo no notará más que la punzada de un mosquito. Permitid que la guarnición vuelva y reforcemos el Rammas Echor.


Se alza igualmente Imrahil, Señor de Dol Amroth, consejero del reino.


- Escuchad a vuestros hijos, Señor. Debilitareis la fuerza de Gondor en esa acción, mi deber...


La cara de Denethor enrojece, recupera fuerzas olvidadas, golpea la mesa con ambos puños y en su voz, matizada por la ira, estalla el poder de los herederos de Oesternesse.


- ¡Basta! ¡Vuestro deber! ¿Quién es en esta mesa el Señor de Gondor? ¡Hasta la llegada del Rey mi palabra es ley! ¡Sentaos!


Uno a uno mira a sus consejeros, que lentamente, doblegados por la fuerza interior del Senescal se sientan y callan. Denethor mira fijamente a su heredero. La fuerza de su pensamiento corre del padre al hijo.


“Irás a Osgiliath y combatirás allí... Tu verdadera misión es resistir cuanto puedas y destruir el puente al retirarte. No lo olvides, hijo mío, destruye el puente al retirarte.”


- El Consejo queda disuelto –nuevamente se alza la voz de Denethor -, marchaos.


Con un saludo marcial, todos los presentes se retiran, dejando al Senescal enfrascado en sus pensamientos, mirando por el ventanal que da al este... siempre al este.







Un enfurecido Faramir entra en las caballerizas reales, donde con la ayuda de Harsil, su lugarteniente, Boromir se enfunda su armadura y prepara su caballo.


- ¿Puedo saber qué es lo que pretendes?


Boromir, se gira lentamente, observa la figura de su hermano, que a grandes zancadas cruza el establo hasta llegar a su altura.


- ¿A qué te refieres, hermano?


- Déjanos solos, Harsil – el interpelado no se mueve lo más mínimo, una mirada avisa a Faramir que su tono es solo tolerado por ser quien es. Molesto, Faramir se gira hacia él -. ¿No me has oído? Se trata de un asunto de familia.


Un leve movimiento de la cabeza de Boromir y Harsil abandona el establo, molesto. No hay en él amor por el segundo hijo de Denethor.


- ¿Qué es lo que quieres? Pronto amanecerá y el ejército espera.


- Todos los miembros del ejército son voluntarios... pero no has permitido a los miembros de mi guardia alistarse, mientras que los tuyos están en primera línea.


- Hermano, sabes muy bien que las Sombras combaten donde combato yo.


- ¡Deja de jugar conmigo! Si tu guardia va contigo, ¿por qué no me acompaña la mía?


- Porque tú te quedas aquí, no irás a Osgiliath.


- ¿Qué? Padre no ha dicho nada de eso. ¿Quién crees que eres para disponer de mi persona?


- Soy el Capitán General de Gondor. En tiempo de guerra es mi privilegio ordenar todos los recursos de Gondor bajo la égida del Senescal. Y tú te quedas en la Torre, con Padre.


- Estás muy equivocado si piensas que me voy a quedar aquí mientras tú partes a la guerra.


- ¿De verdad? Harsil estará encantado de ponerte bajo custodia mientras nos vamos. Te lo digo por última vez, ¡no partirás!


La discusión prosigue durante varios minutos mientras el tono de los dos hermanos se eleva. Las voces se elevan, se fruncen los ceños. Se pronuncian agrias palabras, palabras que hieren como cuchillos.

Cómo explicarte que el final es tiempo de sueños y presagios. Que en estos días sin esperanza mis noches no han tenido descanso. Que se acerca la última batalla y que he visto como caías más allá de las puertas, frente a un campeón de Harad, sin que mi fuerza me valiera para evitarlo. Si has de caer, hermano, lo haremos juntos, defendiendo la ciudadela interior. Y si para ello he de encerrarte, lo haré.”


Faramir, enfurecido, sale del establo maldiciendo la tozudez de su hermano.


Cómo explicarte que desde que se alzó de nuevo la Sombra sobre el Monte del Destino mis noches se han llenado de pesadillas. Que se acerca la última batalla y he visto cómo caías más allá de las puertas, cómo tu cuerno clamaba por una ayuda que no habría de llegar, enfrentando al enemigo sin que pudiera ayudarte. Si por primera vez debo desobedecerte para impedir que mueras solo, hermano, lo haré. Si has de caer, caeremos en la ciudadela, juntos.”






Las compañías de Gondor forman antes del amanecer y marchan hacia la ciudad abandonada, la Ciudadela de las Estrellas, Osgiliath sobre el Anduin. Allí se unen a la guarnición que guarda el paso, pues Gondor nunca se ha resignado a la pérdida del hermoso señorío de Ithilien y Osgiliath es la puerta de entrada a ese paraíso arruinado. Despunta el alba cuando llegan a los puestos asignados, y allí esperan al enemigo que saben se acerca. Puede ser cuestión de días, pueden atacar inmediatamente. Quizá incluso pasen de largo, piensan los más optimistas, pues ¿quién conoce los designios del Enemigo? Quizá el señor Denethor, de quien dicen que en las noches en que se ven iluminadas las ventanas de sus aposentos vigila y combate al Ojo. Sobre la colina donde se alzaba la ahora destruida cúpula de las Estrellas, mudo recordatorio de la locura que azotó a los dúnedain del sur durante la Guerra Civil, Boromir establece su campamento y alza el estandarte de Gondor. No tarda en llegar al galope su ayudante, Harsil, enviado con su guardia personal, las Sombras, como exploradores.


- ¡Boromir! ¡Los Haradrim! Avanzan los Haradrim por la carretera de Minas Morgul. Les flanquean hombres del este, sin enseñas.


Hombres de Harad, piensa el Capitán. Si ahora nos envían a los Haradrim esta noche llegarán los orcos. Menuda retirada va a ser esta, por un solo punto, de noche, tras haber combatido todo el día y rodeados de orcos. Da las últimas órdenes para la defensa, envía una compañía de gastadores a preparar el derribo del puente y reunir todas las barcazas que sea posible, y con la amarga mezcla de fatalismo y esperanza del que sabe que la derrota final está cercana pero se empecina en esperar un milagro se pone su casco y parte al lugar que se ha reservado, la antigua puerta del Este. Allí forma una compañía de soldados vestidos de negro, Guardias de la Torre con licencia del Señor para combatir por Osgiliath. Tras ellos un grupo de arqueros venidos del Lebennin apresta sus largos arcos.


- ¡Las Sombras a caballo! – dispara una salva de órdenes, buscando en el mando disipar otros pensamientos, más oscuros-. Harsil, ocultaos tras ese silo, cargareis cuando se abra el thangail o si somos arrollados. Ardivol, reparte tus arqueros entre esos dos edificios, disparad cuando el enemigo se halle a sesenta pasos de nosotros o para hostilizar a sus arqueros. ¡Guardias, conmigo! ¡Thangail! ¡La primera fila de espadachines, la segunda de lanceros! El resto en reserva, ¡vamos!


Disciplinadamente, en silencio, el ejército de Gondor ocupa sus puestos. En todo el perímetro de la antigua ciudad los soldados se aprestan a la defensa, a su espalda grupos de zapadores preparan los puestos de retirada.


- ¡Ahí vienen!


Ese grito resuena en toda la ciudad, multitud de cuernos de guerra avisan de la dirección del ataque. Todas sin excepción, Osgiliath está acorralada contra el Anduin.


En los restos de la Puerta del Este los defensores permanecen en sus puestos. Ante ellos se extiende un mar de enemigos, una vociferante masa de sureños se pavonea ante los defensores. Estos, disciplinados, permanecen en silencio; ningún grito, ningún sonido escapa de sus filas. Se diría que son figuras de piedra, que son la nueva muralla de la Ciudadela de las Estrellas. Y entre un clamor de trompetas, con un griterío salvaje, la infantería de Harad carga.


- ¡Ardivol, siega sus filas!


Los arcos largos del Lebennin desintegran las primeras filas de los atacantes, pero la masa de sureños pisotea los cadáveres de sus compañeros caídos y continúa su enloquecido avance.


- ¡Desenvainad las espadas!


Apenas quince pasos separan la incontenible marea de los Haradrim del silencioso thangail de la Guardia.


- ¡Aprestad las lanzas! ¡Gondor!


Al unísono, con un movimiento ensayado cientos de veces, las largas lanzas de la Guardia se abaten para formar un rompeolas contra el que se abate la marea de los Haradrim. Un crujido espantoso, un alarido de muerte, se oye cuando estos perecen ensartados en las picas de fresno. Pero sobre ese sonido se alza la voz de la Guardia. ¡Gondor, Gondor!. Tras ese grito avanzan los espadachines de la Torre, segando las vidas de los desorientados Haradrim. Cuando sus filas, deshechas, emprenden la retirada, se alza de nuevo la voz de Boromir.


- ¡Lanzas arriba! ¡Guardias, dos columnas!


Como una máquina bien engrasada la muralla humana que forman los defensores se abre hacia atrás, formando dos columnas entre las que las Sombras, a caballo, se abaten sobre el enemigo en fuga. Profundamente penetran en sus filas, llevando el pánico y la muerte al ejército sureño. Pero nuevos refuerzos llegan desde los flancos y el frente, y la caballería, poco numerosa, vuelve a cubierto. Un jubiloso Harsil desciende de su caballo junto a Boromir.


- ¡Hecho, Boromir! Hoy hay más viudas en Harad..


- Nos superan con mucho en número, volverán en cuanto rehagan sus filas.


Durante todo el día se produce carga tras carga de los Haradrim. Durante todo el día las filas de los defensores resisten el asedio. Solo en un punto ceden las defensas, al norte de la ciudad, cerca del Anduin. Pero el abanderado, conduciendo a una parte de las reservas, golpea a la columna invasora emboscándola entre las calles en ruinas, ningún invasor volverá para contar que ha penetrado en la ciudad.






Cae la tarde sobre la arruinada Osgiliath, el enemigo ha hecho una pausa en sus ataques, momento que Boromir aprovecha para sustituir a las cansadas tropas del frente por otras frescas que han permanecido en reserva. Mientras se produce el relevo hace una ronda por el perímetro defensivo, impartiendo nuevas órdenes de cara a la lucha en la noche. Ha repartido a sus Sombras entre los defensores, con órdenes de actuar como mensajeros. Teme la capacidad nocturna de los orcos, espera un intento de infiltración entre sus filas aprovechando la oscuridad. Y cuando vuelve al montículo de la Cúpula, esperando descansar unas horas antes del esperado ataque orco suenan las trompetas en todo el perímetro, otra ola negra se abate sobre Osgiliath. Espera el ataque mayor por el norte, donde más cercano está el puente del Anduin al frente, así que parte hacia allá para reforzar a los defensores. Los combates se prolongan durante tres horas, la línea de defensa, más flexible durante el combate nocturno, se comba en algunos puntos, pero no se rompe en ningún momento. Los mensajeros van y vienen, portando órdenes de refuerzo de una línea, de traslado de tropas de un punto a otro. Hasta que llega un jinete al galope, mensajero del desastre.


- ¡Boromir, Boromir!


- ¿Qué ocurre, Harsil? No grites, alarmas a las tropas.


- Se ha abierto una brecha entre el cuarto y quinto grupos – contesta, bajando la voz-, una riada de orcos penetra el perímetro.


- Manda mensajeros a todos los grupos, retirada hasta los puestos de la reserva. La reserva al montículo de la Cúpula, que empiecen a cruzar el río los heridos. Estaré con la bandera por si hay que organizar la retirada.






Desastre. Desastre es lo que ven los ojos de Boromir cuando llega al montículo de la Cúpula. De alguna forma ¿brujería? ¿ocultos por la noche? una columna de orcos, de esos grandes orcos que llaman uruks, ha penetrado en la retaguardia y ha alcanzado el montículo. Han diezmado al grupo de zapadores que trajo consigo y que una vez preparado el puente para su demolición protegían el estandarte, la enseña con el árbol blanco de Gondor. Grupos de defensores, en parejas y tríos, se mantienen sobre el terreno, combatiendo sin ceder un paso pese a ser tropas equipadas ligeramente, sin armaduras. Está a punto de retroceder para llamar en su auxilio a las fuerzas de reserva cuando un estallido de blanco llama su atención. El estandarte. Un golpe de viento ha extendido el estandarte de Gondor, el Árbol Blanco relampaguea en la oscuridad. El abanderado aún no ha caído...


Pero esa forma de luchar, esa forma de torcer el cuerpo para ofrecer el menor blanco posible al rival... no es posible, él aquí, en medio de la batalla, rodeado, arrogante en la que podría ser su hora final... mira como mantiene en alto el orgulloso estandarte, como derriba a los enemigos que pretenden capturar la bandera. Pero el cerco se estrecha, solo quedan dos en el alto, el portaestandarte y a su lado, un soldado anónimo. Un grupo de orcos se lanza contra la pareja, uno de ellos, quizá el cabecilla, descarga un golpe tremendo sobre la cabeza del abanderado que se desploma, perdido el yelmo. El soldado toma el estandarte y se planta sobre el cuerpo del caído. La sangre ha huido de la faz de Boromir. Rompe a correr haciendo sonar su cuerno, clamando por una ayuda que cree tardía. Una ira pura como el hielo le insufla fuerzas perdidas, como un autómata avanza entre las filas de los sorprendidos enemigos, segándolos como el segador siega el trigo.


En los pisos altos de la Torre Denethor está encorvado sobre una esfera negra, el palantir que los sabios creen perdido. Observa la batalla desde un cuadro muy amplio, a vista de pájaro, siendo sutilmente engañado, pues el Enemigo solo le muestra lo que más teme ver, las innumerables filas de las fuerzas enemigas... y nueve jinetes negros en la retaguardia, esperando una abertura para actuar. No puede soltar el palantir, pues el Ojo lo ha atado a él. Pero oye el cuerno de Gondor, suyo en un tiempo, y al oírlo reúne las fuerzas suficientes como para romper el contacto, liberando momentáneamente el palantir de ataduras. Por las venas de Denethor, aún en su declive, corre la sangre de Oesternesse casi pura. Corre por su sangre la fuerza de los Padres de los Hombres y es tan grande su poder que obliga a la piedra a centrarse en el lugar donde aún suena el cuerno pidiendo ayuda. Ve al mayor de sus hijos combatir en solitario abriéndose paso hasta el estandarte. Y su aguda vista confirma lo que su hijo teme, la identidad del caído abanderado. Y sólo en su habitación, el orgulloso Señor de Gondor cae de rodillas, sollozando.

- ¡A mí! ¡A mí las Sombras! ¡Acudid!


Aquí y allá, desperdigados entre las tropas combatientes, algunos hombres alzan la cabeza y abandonan la lucha. Toman caballos, los toman por la fuerza al amigo o al enemigo y galopan como no lo han hecho antes, camino del montículo, pues es allí donde suena el cuerno de Gondor. Las Sombras, la guardia personal del heredero de la Senescalía, acuden al llamado de su capitán.


Ha dejado caer el escudo, toma su espada con ambas manos y con las mejillas bañadas por la ira y la pena emprende el ascenso, donde un solitario soldado defiende el estandarte. Descarga mandoble tras mandoble, dejando un sendero de muerte a su paso. A medida que avanza reúne a su lado a los escasos soldados que quedan en pie. Golpean a los desprevenidos uruks, que creían tan cercana la victoria, que esperaban poder entregar a sus jefes la bandera de la odiada, de la deslumbrante Ciudad Blanca. Por fin alcanza al soldado que defiende el estandarte, y que defiende algo más valioso aún para él, el caído abanderado.


- ¡Mablung! – la voz de Boromir está ronca por algo más que la ira -. Si él ha muerto más te vale caer sobre tu propia espada, porque yo mismo te...


- Creo que aún vive... señor.


La cara del abanderado está tinta en sangre. ¡Aún vive!. Con su cantimplora Boromir limpia la cara del caído; una brecha, aún sangrante, se insinúa en la frente, si no hubiese llevado el casco... El alivio que ha sentido al comprobar que aún vive deja paso a la cólera, si no fuese por el casco habría muerto sin que mi fuerza me valiera para evitarlo. Furioso de nuevo lo toma por las cinchas de la armadura, sacudiéndolo.


- ¿Qué demonios haces aquí, maldito seas? ¡Te ordené que permanecieras en la Torre!


- ¡Suéltame! – Faramir se pone lentamente en pie, limpiando la sangre de su frente, que le ciega -. Estoy donde debo estar.


- Sabes muy bien que los herederos del Senescal no pueden estar juntos en la misma batalla. ¡Vuelve a la Torre!


- Déjate de cuentos, no intentes engañarme con trucos tan burdos. Lo que la ley dice es que no pueden combatir juntos el Heredero y...


Se hace el silencio entre los dos hermanos, tan parecidos y tan diferentes. Una idea absurda, imposible, se ha abierto paso en sus mentes. Que ambos incumplen la ley, pues juntos, ahora, de alguna forma, se enfrentan el Senescal y el Heredero.


Las Sombras se deshacen violentamente del resto de la columna de orcos. Su líder, Harsil, llama la atención de Boromir, preso aún de la mirada de su hermano.


- Boromir, el enemigo se reagrupa y la brecha sigue abierta... ¡Boromir!


- Sí... Sí – lentamente el Capitán vuelve a la realidad. Mira a su alrededor, haciéndose cargo de la situación -... ¡Dírnaith!


Al oír la orden las Sombras se apresuran a formar lo que es, literalmente, una punta de lanza humana. El estandarte se aloja en su centro, a su frente Boromir y Faramir dirigen la carga. Con gritos de ¡Gondor, Gondor! la dírnaith desciende el montículo para abalanzarse sobre las filas de orcos que intentaban reunirse. Ninguna fuerza de orcos puede frenar la carga de los dunedain del sur.






“Perfecto, ahora los hombres hablan de brujería en el frente. Los soldados bisoños huyen dejando atrás su equipo... y los veteranos al menos tienen la decencia de traer consigo sus armas. Y Faramir aquí. Estoy tan cansado... No debí preocuparme por ese sueño, no creo que los hombres de Harad ataquen esta noche. Me duele el brazo izquierdo, un bastardo con suerte consiguió abrirme una brecha. El buen Harsil debe tener en su mochila uno de esos ungüentos que siempre lleva consigo, como una vieja comadre... La retirada comienza ahora, diga lo que diga Padre. De noche, con la moral baja y con posibles grupos infiltrados... Hay veces que...”


“¿Y ahora? Mi cabeza... Está a punto de estallar, ese uruk y su maldita hacha... Suerte del casco... Hay rumores de hechicería entre las tropas que vuelven de primera línea. Boromir sigue vivo, en mi sueño las saetas que lo alcanzaban lo hacían en pleno día. Sueños, presagios... ¿Será mañana? Falta poco para el alba, mejor será prepararse... mi cabeza...”






Boromir reúne a los capitanes para impedir lo que podría transformarse en una desbandada.

- Abandonamos Osgiliath. La reconquistamos una vez y volveremos a hacerlo, lo juro ante la Torre. Permanecer aquí, donde no podemos maniobrar, es una locura. Además sabéis que han empezado a circular estúpidos rumores entre los hombres... Tanto da...


El guerrero, cansado, se pasa una sucia mano por la cara, donde los regueros formados por el sudor y las lágrimas forman caprichosos dibujos. Todos los que le rodean han combatido durante todo un día, algunos más que él mismo. No quedaría bien que el Capitán General se desmayara ante sus hombres, piensa irónicamente. Cuadra sus hombros y eleva la voz. Imparte órdenes, nacido y criado para la guerra, está en su elemento.


- Faramir, reúne a las fuerzas que han combatido durante el día excepto a la Guardia. Que crucen el puente y se aposten en el Ramas Echor, trae fuerzas de reserva de la Torre. Llévate a los heridos.


- Boron, tus Guardias protegerán la retirada, tu compañía será la última en irse.


- Harsil, divide a las Sombras en dos grupos y flanquea a la Guardia. No quiero sorpresas.


- Ardivol, al puente. Tus arcos largos cubrirán la retirada.


Prosigue durante media hora, algunas de las órdenes se corrigen, otras varían en función de los mensajeros que llegan. Se rehace la disciplina y el ejército de Gondor comienza su retirada de la antigua capital, combatiendo.







Los Guardias son la élite de las tropas de Gondor. Dunedain del sur, aún en tiempos de decadencia son más que hombres mortales. Simples orcos no son rivales para ellos, así que el Sin Nombre envía contra ellos lo más granado de sus arsenales. Uruks, trolls, enormes lobos y otras bestias sin número se arrojan contra los imperturbables hombres de la Guardia. Inútil. Las filas dobles de Guardias mantienen la formación, pueden combarse, doblarse en algún momento, pero ninguna cede. Retroceden, pero lo hacen bajo órdenes, no por la presión del enemigo. En ordenadas filas se congregan junto al puente cuando la primera luz de la mañana se insinúa en el horizonte, sobre las Montañas de la Sombra. Y es entonces cuando se revela la verdadera intención del Ojo. Desde todas las direcciones al este del Anduin, comandando grupos de enloquecidos hombres salvajes y Uruks se abate sobre las filas la más mortal de las armas del Enemigo, los Jinetes Negros, Nazgul del Anillo.


Se rompen las filas, los Jinetes usan su arma más efectiva, el terror. Miasmas de pánico, como una nube de niebla baja, avanzan hacia los Guardias. El pánico, en su forma más irracional se apodera de sus mentes. Un ansia irrefrenable por la vida, un deseo insuperable de ver un nuevo amanecer se adueña del alma de los que durante un día y una noche han enfrentado la muerte sin titubear. Los capitanes buscan restablecer la disciplina, pero los hombres, aterrorizados abandonan el campo. Primero de uno en uno y luego en grupos mayores deshacen las filas y cruzan el puente o se arrojan al Anduin, buscando a nado las barcazas que ayudan en el cruce.


Solo dos grupos permanecen imperturbables. Los arqueros del Lebennin, espíritus libres que desde su nacimiento han oído la canción del mar. En su mente siempre suena el arrullo de las olas y no hay en ella sitio más que para la belleza del piélago, el miedo no les hace mella. La Primera Compañía de Guardias, los custodios del Senescal, se mantienen sobre el extremo del puente. Han aprestado sus lanzas y ni la llegada del Enemigo en persona podría moverlos. Impotentes para abrir la barrera erizada de espinas que forman los Guardias, los Jinetes retroceden.

- ¡A mi orden retroceded, Boron! – grita Boromir -. A la carrera hasta el otro extremo, allí clavad las estacas que derribarán el puente.


- ¿Cómo volveréis vos? – pregunta Boron, el capitán de la compañía.


- A nado, Ardivol me cubrirá con sus arqueros.


- De acuerdo.


La oleada oscura parece haberse detenido ante la imperturbabilidad de los Guardias. A cincuenta metros del extremo oriental del puente los soldados oscuros esperan una orden. Ante ellos se destacan los nueve jinetes oscuros, inmóviles.


- Retírate, Boron.


- ¡Primera Compañía de Guardias! ¡Retroceded hasta el otro extremo del puente y derribadlo! – Boron imparte sus órdenes... y permanece junto al heredero-.


- ¿Qué haces, Boron? – pregunta Boromir -. Te he ordenado que vuelvas.


- Mi valor no me alcanza para explicarle al Senescal que su hijo murió solo en Osgiliath... señor.


Se oyen pasos a la carrera a través del puente. Tres soldados vuelven al extremo oriental.


- ¿Ya nadie obedece órdenes? ¿Ni los guardias? – la cólera de Boromir comienza a alzarse, pero se disipa ante lo inflexible del rostro de Boron -. Escucha, no pienso enfrentarme a esos jinetes, me quedaré hasta que derribéis el puente. Una vez derruido saltaré al Anduin. ¡Vamos, vuelve, te digo!


Boron saluda, llevándose la mano al pecho, y retrocede junto a sus hombres, comienza a oírse el ruido de mazos derribando las últimas sujeciones del puente. Faramir, Harsil y Mablung, lugarteniente del primero, llegan junto a Boromir. Los jinetes negros, cabalgando al paso, avanzan.


- ¿Por qué avanzan ahora? – se pregunta Boromir - Deberían haber cargado antes, cuando los acompañaban sus tropas.


- No sé – contesta Faramir -... Carecen de equipo de sitio... ¿Para qué cruzar si no van a atacar la ciudad? Ya puestos, ¿por qué hemos cruzado nosotros? ¿para ocupar unas ruinas? Toda esta situación es ilógica.


- Padre quería defender el puente, no las ruinas...


- ¿El puente? – la mente de Faramir galopa, buscando implicaciones -. ¿Y para defenderlo has traído zapadores? Espera...


Ambos hermanos se miran, tan semejantes en la nueva mañana como diferentes habían sido la mañana anterior.


- ¡Los jinetes! ¡Son los jinetes negros! Por algún motivo Padre no quiere que avancen...


- Este puente es el único paso sobre el Anduin en millas. Quiere impedir o estorbar en lo posible los planes del Enemigo...


Los jinetes han alcanzado al pequeño grupo de defensores. La cavernosa voz del primer jinete se alza.


- Apartaos, estúpidos. Dejad paso libre a la voluntad del Señor de la Tierra Media.


Se cruzan susurros entre los dos hermanos.


- ¿Qué demonios pasa? – pregunta el mayor- ¿Por qué no ha caído todavía el puente?


- No lo sé – contesta Faramir, mirando hacia atrás -. Parece que uno de los pilones se resiste.


- Pues somos los últimos defensores, maldita sea. Cuatro infantes cansados contra nueve jinetes... me vale – alza la voz, dirigiéndose al jinete -. ¡Retrocede! Tu señor no puede reclamar ese título, no mientras se alce la Torre Blanca. ¡Atrás! ¡A ellos!


Los cuatro soldados cargan contra los jinetes... que incomprensiblemente retroceden. En la mente de Faramir una idea se abre paso, una idea apoyada en recuerdos de historias oídas cuando era pequeño. Ensaya una estocada, una estocada baja que no busca herir al jinete, sino al caballo. Con un grito, el jinete hace retroceder al caballo.


- ¡Los caballos, Boromir! ¡Atacad a los caballos!


Como un solo hombre los cuatro soldados de Gondor lanzan tajos bajos, buscando las patas de los caballos. Los jinetes reculan, pero antes la oscura voz de su antagonista hace estremecerse a Faramir.


- Volveremos a encontrarnos, soldadito. Pagarás el tiempo que me haces perder, te lo aseguro.


Los jinetes han vuelto a la protección de los suyos, solo para reunirse y formar un grupo compacto. Por mucho que alcance el valor, un pequeño grupo de infantes sin picas o arcos no pueden resistirse a una carga de caballería.


- Ahí vienen de nuevo, señor – dice Mablung -. ¿Qué hacemos?


- Resistir mientras puedas – interrumpe Harsil, siseando -, soldadito.


- Basta, Harsil. El puente aún sigue en pie – habla Boromir -, no nos moveremos de aquí hasta que no haya sido destruido. Si los jinetes negros pasan, pasarán. Pero hasta que no caiga el puente ningún orco pondrá los pies en la ribera occidental. Preparaos.


Los jinetes avanzan, proyectando ante ellos toda la fuerza de su brujería. Es el miedo que atenaza, que hace que la mente olvide toda esperanza de la luz y ansíe refugiarse en la oscuridad. Pasan como un rayo ante los cuatro defensores, cuya voluntad a duras penas les alcanza para apartarse antes de ser arroyados. Los nueve jinetes galopan como un viento negro, heraldo de la catástrofe, a través del puente, que empieza a tambalearse. Con un crujido agónico este, al fin, se derrumba, cayendo al Anduin entre una nube de polvo. En la orilla oriental, un grupo de haradrim, fuertemente armados, se arroja sobre los aturdidos defensores.


“¿Habrán conseguido pasar? Apenas se distingue nada de la otra orilla... ¡Haradrim! Llevan armaduras pesadas, deben ser sus Guardias... ¡Un momento! Ya es de día, el sueño... ¿Dónde está Faramir?”


“Es de día, los orcos se retiran. El puente ha caído, quizá se haya llevado consigo a los Nazgul. Haradrim... será difícil retirarse bajo sus flechas... sus flechas... ¡Espera! ¡Boromir!”


De nuevo suena el cuerno de Gondor en Osgiliath. El fuerte sonido del cuerno penetra en el corazón de los últimos defensores de Osgiliath, disipando las tinieblas del miedo. Por un momento sus antagonistas vacilan, el mismo sonido que infunde coraje a los gondorianos lleva el miedo y la duda a los corazones oscuros. Los cuatro soldados se reúnen y descienden por el terraplén que baja hasta la orilla.


- ¡Dejad aquí todo lo que no sea imprescindible! – ordena Boromir -. ¡Al agua! Intentaremos cruzar a nado.


Se arrojan al frío en la mañana Anduin. La fuerte corriente les empuja río abajo, sus músculos, agotados por todo un día de combates, agarrotados por el frío, les fallan en ocasiones. Calambres, desfallecimientos, solo la ayuda mutua les ayuda en la prolongada travesía. Cuando llegan a la orilla, mucho más al sur de los restos del puente, desfallecidos, caen inertes sin apenas poder moverse.


Un grupo de jinetes, con la librea negra de la Guardia les encuentra.


- ¡Aquí están! – grita el capitán de la compañía -. Justo donde dijo el Senescal... Encended un fuego, calentad sus cuerpos antes de llevarlos de vuelta.



* * * * *


Los dos hermanos, extenuados, pasan en cama todo ese día y la noche siguiente. En su mente se repiten las pesadillas que quizá les adviertan sobre el futuro, quizá solo sean un resumen de sus miedos. Pero en el momento en que el día da paso a la noche, comparten un sueño, una llama de esperanza alumbra en sus corazones. Es un sueño vago, uno que Faramir ha tenido en varias ocasiones aunque en esta ocasión lo comparten ambos.


Solos, desarmados, se ven en una llanura infinita. Al este las nubes se arremolinan, el cielo se oscurece con la promesa de una tormenta que amenaza con devastarlo todo y no dejar más que un desierto a su paso. Pero al oeste una luz, pálida como el último rayo del sol antes del ocaso, permanece y resiste. Una voz, poderosa y clara, grita entonces:


Busca la espada quebrada

que está en Imladris;

habrá concilios más fuertes

que los hechizos de Morgul.


Mostrarán una señal

de que el destino está cerca;

el Daño de Isildur despertará,

y se presentará el Mediano.