martes, 29 de junio de 2004

Cap. VIII

- ¿Cuánto tiempo más hemos de permanecer en esta ratonera?


Hace ya cuatro días que don Francisco de Quevedo y don Giuseppe Boromiro permanecen encerrados en un miserable cuartucho cercano a la fuente de Lavapiés, zona de mala reputación y peores circunstancias, depositaria de las más infames tabernas, figones y mancebías del Madrid del cuarto Felipe. Recluidos por ocultar al irascible poeta, objetivo junto a Arbante y Azogue de las atenciones de Alquézar y la Santa Inquisición. Un antiguo amigo del italiano, soldado licenciado del tercio acantonado en Milán, ha accedido a ocultarlos durante un tiempo, enviando por un mes a sus respectivos pueblos a las dos barraganas que tenían alquilado el último piso de la mancebía que regenta. Es así que ambos amigos llevan cuatro días ocultos entre encajes, gasas, perfumes y otros útiles de tan antiguo oficio.


- Hasta que Arbante o Azogue vuelvan – responde el napolitano -.


- ¿Y si no vuelven?


Recibe el poeta una dura mirada por respuesta.


- Disculpadme, es solo esta reclusión... Por Dios bendito, cortinajes de tul rosa. Y esas camas... Empiezo a notar que me sale una veta culterana...


- Ja, ja, ja... Eso nunca, don Francisco, no lo quiera Dios. Bien sabéis que no había más remedio. Escapar hacia el norte era lo más obvio, por ser vos de las Asturias, y estaría ese camino sin duda vigilado. Hacia el este partió Azogue, y no convenía llamar la atención sobre su destino. La ruta de Portugal arde de inquisidores desde que andan persiguiendo a los judaizantes lusos. Y la carretera de Andalucía lleva directamente a Toledo y la Garduña... Conclusión, disfrutemos de la filípica corte, aunque sea entre encajes. Tengo que volver en otras circunstancias... ¿Otra mano de desencuadernada? ¿Juan Tarafe? Porque os queda algún dinero, ¿verdad?


- No, gracias, ya os debo más en cuatro días de lo que podré pagaros en cuatro años. Culpa mía, sin duda, por jugar con italianos, debí haber aprendido la lección en Venecia.


- Bueno, siempre podéis pagar en especie. ¿No habría lugar para un audaz espadachín moreno en alguno de vuestros sonetos? Y, por cierto, como anda esa última obra vuestra, la de ese pícaro... ¿Don Pablo?


- Anda despacio, como todas las cosas de esta Corte. Me dicen que está ya dada a impresión, si es que es posible imprimir algo en este país. No me extrañaría nada que acabara siendo impresa en Flandes o en Alemania.


- A fe que no vais a aumentar el cariño que hacia vos puedan sentir el cuarto Felipe y su válido. La imagen que dais de las gentes del país es muy cruel.


- La culpa no mía, amigo mío, si no del país, sus gentes y sus mandatarios – repone el poeta, dirigiéndose a la ventana acompañado de su leve cojera -. Es lo que hay, y no hay más, al menos por el momento. Y no creo que en un futuro cercano cambien las cosas, así las pulgas se nos tornen doblones y los problemas picas. Miré los muros de la patria mía...


Durante un rato permanecen en silencio, jugando con la baraja el espadachín y perdido en la vista de allende la ventana el poeta. Al cabo de unos instantes vuelve el poeta a la mesa donde continua barajando el napolitano, entrenando sus ágiles dedos en la suerte de los naipes.


- ¿Cómo llegasteis a conocerlos?


- ¿Qué decís? ¿A quién?


- A Arbante y Azogue. Vos sois extranjero y, perdonadme, no parecéis tener la instrucción que evidentemente tiene Arbante, que debe venir de una importante familia castellana por sus formas y talante. Azogue no parece tan distinguido, pero es hijo de un terrateniente aragonés, y de haber sido el primogénito hoy sería un hombre acaudalado. Ninguno pertenecéis al mismo ambiente. ¿Cómo llegaron tres personas tan distintas a ser tan íntimas?


El italiano permanece unos instantes en silencio, ordenando sus ideas. Deja sobre la mesa la desencuadernada, junto a varios pistolones cargados y los aceros de ambos. Se pierde su mirada más allá del poeta, en un lugar mucho más frío y hostil que su Nápoles natal.


Se ve de nuevo vistiendo las ropas de cuero de correo, adornadas con la roja cruz de San Andrés de las tropas de los Austrias. Algunos años más joven, permanece junto a don Ambrosio Spínola, comandante de los tercios italianos que combaten en Flandes, poco antes de ser ascendido, en virtud de su capacidad militar y, lo más importante en Madrid, su acaudalada familia, a capitán general de todas las tropas de la Monarquía en Flandes. Spínola ha ocupado el lugar del padre del napolitano, muerto en un ataque pirata turco sobre la costa de Nápoles, y lo ha llevado consigo en su meteórico ascenso en la milicia de los Habsburgo españoles.


“- Tres días hace ya que no recibo noticias de esa bandera castellana, la que guarnece Waalvijk. Dios quiera que no sea otro motín, aún faltan dos meses para que llegue sonante de la Corte. Ve allí e infórmate de porqué no atienden a mis órdenes. Y ten cuidado, el correo que envié ayer no ha vuelto. Perros españoles, perros holandeses, perra suerte y así...


“- Descuide, don Ambrosio. Un día para ir y otro para volver si encuentro caballos en las postas. Estaré de vuelta mañana por la noche si Dios quiere.


Se ve ahora cabalgando por las tierras de Flandes, siempre grises, como sus grises gentes. Se ve nacido para ese trabajo, orgulloso centauro, uno solo con el espléndido bayo que bajo él devora milla tras milla sin esfuerzo aparente. Siente de nuevo el primer asomo de miedo cuando encuentra la primera posta quemada, los dos soldados que la custodiaban clavados a las puertas, desangrados. Marcha ahora al paso, para encontrar saqueada la segunda posta. En ella encuentra al correo del día anterior. Joven, tan joven. Apenas un pilluelo lombardo que solo unos meses antes desvalijaba alegremente las faldriqueras de los señores de Milán. Ahora yace desmadejado sobre la mesa, la lengua cortada, las cuencas de los ojos vacías, las manos sin uñas, el vientre abierto que ha empezado ya a ser devorado por las ratas. ¿A qué tanto ensañamiento? La contraseña del día, sin duda. Vacila. ¿Informa a Spínola? ¿Acude a ver qué ha ocurrido con los cien españoles que guarnecen Waalvijk? Un rumor lejano le evita el tomar una decisión. El rumor de cien pares de botas marchando al compás que marcan las cajas de los tercios.


“ –Giuseppe Boromiro, correo de Spínola – vocea desde su agotado caballo a los soldados pequeños, hirsutos, morenos, que marchan en vanguardia -. ¡Llevadme ante vuestro capitán!


Lo conducen ante un gigante bermejo con coraza y morrión.


“- ¿Qué ocurre, italiano? ¿Don Ambrosio ha cambiado de opinión?


“- ¿Qué decís? Don Ambrosio no sabe nada de esta bandera desde hace tres días. Cree que permanecen de guarnición en Waalvijk.


“- No es posible, ayer llegó un correo con la orden de encaminarnos a los cuarteles de Spínola. Se marchó tan pronto como llegó, os debéis haber cruzado por el camino.


“- No sé quién dio esa orden, señor capitán. Pero al verdadero correo de don Ambrosio acabo de encontrarlo torturado y muerto. No seguís ordenes de Spínola.


El capitán empalidece. Sangre de Cristo. Cien españoles en campo abierto en Flandes, sin ninguna tropa cercana que sepa donde se encuentran. Y fijo que rodeados de herejes. Blasfema en buen castellano durante minutos, mientras la bandera lo rodea y mira con hostilidad al italiano, que parece portador de malas nuevas. Maldice el capitán la guerra inútil, la patria ingrata, el rey distante y el Dios indiferente. Entre reniegos e insultos ordena formar a la tropa. A paso ligero hacia el este, a los cuarteles de los italianos, los más cercanos en ese momento. Pero es inútil. Columnas de polvo primero, y tropas herejes después denuncian el destino de la bandera. Cercados por una artimaña del enemigo.


“- ¡Por los clavos de Cristo! Traen caballos corazas y nosotros al descubierto. A fe que todo está perdido. ¡Maldita sea mi suerte! Pero como Dios es Cristo que esta tarde vamos a dejar este país maldito lleno de viudas y de madres sin hijos. ¡Vamos, perros, hijos de mil padres! ¡A esa colina a la carrera!


Recuerda el italiano a la bandera deshaciendo la formación para alcanzar una colina que da una protección más simbólica que real. Al alcanzar la colina forman un cuadro instintivamente, en silencio, sin esperar órdenes. Los piqueros crean una coraza de espinas de veinticinco palmos para proteger a sus compañeros. En las esquinas las mangas de arcabuceros y mosqueteros, listos para hostilizar a los primeros herejes que lleguen dispuestos a barrer la compañía. Se encienden las mechas, se rezan oraciones, se recuerda a la madre.


“- Que Dios nos ayude.


“- Dios solo ayuda a los buenos cuando son más que los malos, infeliz.


“-¿Tienes miedo, italiano? No te preocupes, irás al infierno en buena compañía.


“- Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros...


“- Ahí vienen. Sacad el acero. Abatid las picas. ¡Aguantad!


Se refugian los mosqueteros tras los piqueros, extraen las espadas, esperan en silencio que los pesados jinetes holandeses rompan sobre ellos. ¿Bastará tan fina línea de picas para resistir el embate enemigo? Ahora dependen de sus compañeros con lanza. Ataviados de cobre y acero los coseletes tienden las picas. Cuando apenas unos pies les separan de los temibles jinetes estalla su grito al fin.


“- ¡Santiago! ¡España! ¡Santiago!


Parecería que con su grito pretenden frenar la carga rival. El sonido que viene a continuación no se puede olvidar. Cualquiera que lo haya sentido lo rememora en pesadillas, lo paladea de nuevo, con su sabor a bilis, cuando el vino o el aguardiente no consiguen ahogar los recuerdos. El estallido de las picas que se parten. El crujir de los huesos rotos de hombres y bestias al ser penetrados por el acero. Los relinchos de agonía de los caballos. El grito de hombres que matan o mueren.


Ve, con los ojos del recuerdo, como el cuadro flaquea, titubea, pero milagrosamente no cede. La ola holandesa no ha conseguido deshacer el cuadro. Pero a un alto precio, la tercera parte de los españoles ha caído. Entre los caballos moribundos, entre los heridos de ambos bandos se alza el vozarrón del capitán.


“- ¡Perros, despertad, moveos! Desde aquí veo llegar infantería y no hace falta ser general para saber que no son de los nuestros. Meted a los heridos en el cuadro, haraganes, sacrificad a los caballos que aún vivan y montad una barricada con los cadáveres. ¡Arbante! El alférez Torres ha caído, el estandarte es tuyo. Ponte su coraza y cálate el casco. Espero que no te importe el agujero de la frente... ¡Pasmados, ganapanes, rufianes! ¡Moveos de una vez! Si esos herejes nos cogen sin formar estamos aviados. ¡Sangre de Cristo, Aguirre! ¿Llamas a eso herida? Maldito afeminado, por vida de...


“- ¿Aún vivo, italiano?


Sonríe apenas ante el señor de Quevedo el napolitano, rememorando la enjuta figura, la blanca sonrisa que destaca en una cara sucia de tierra, sangre y pólvora del español que con el tiempo aprendería a llamar amigo.


“- Napolitano, si no os importa. ¿Siempre habla así?


“- ¿El capitán Leyva? Quizá su lengua le lleve al infierno, pero pronto se hará con el mando allí abajo. Berciano hideputa...


“- He aprendido de él algunas palabras nuevas hoy, español.


“- Aragonés, si no os importa – contesta con sorna su interlocutor -. Azogue, don Martín de Azogue. Os he visto manejar la espada antes. No os habéis conducido mal. Para ser italiano, claro.


“- Don Giuseppe Boromiro, don José, si lo preferís. Yo también os he visto. Buen esgrimista, aunque un poco tosco. Claro que a un español no se le puede pedir más.


Sonríen ambos con la que sospechan que puede ser su última sonrisa. Ante los vituperios del capitán, ante el redoble de la caja de la bandera avanza la infantería holandesa.


Fue un combate extraño. No tiene recuerdos de lo ocurrido, excepto la cicatriz de una moharra hereje, momento en el que su memoria se desvanece. Le faltan lo que ignora si son minutos u horas. Lo primero que vuelve a su recuerdo es el hedor. Hedor de sangre, de vómitos, de heces. Después viene el sabor. El sabor metálico de su sangre, que mana de los labios partidos por el golpe de la cazoleta de una espada. El tacto en forma de dolor, del hombro abierto por una pica, de la boca, del muslo izquierdo. Recuerda después las maldiciones del capitán Leyva, ronco de ira, aullando su bravura a un cielo impasible, a un mar de cadáveres. La voz de Azogue, que jura asombrado de estar aún vivo. El retumbar lejano de los cascos de la caballería ligera italiana, que pone en fuga a los holandeses que estaban a punto de barrer la bandera. Finalmente el primer recuerdo visual que tiene es la cruz de Borgoña, enseña de los tercios. Antes de caer desmayado por la pérdida de sangre recuerda la cara del portaestandarte fija en la suya. El rostro lampiño, serio, severo, de David de Arbante.