lunes, 17 de mayo de 2004

Colores


¡Corre! No, no corras. Ya te han visto, no puedes girarte. La documentación... Yo. Bolsillo interno del abrigo. Treinta y cinco años. Varón. Soltero. Abogado. Capitán licenciado. Cartera de piel, abultada, billetes... Yo no. Bolsillo interno de la americana Treinta y dos años. Varón. Casado, una niña y un niño. Seguridad del Estado, Inspector de la Policía Armada con grado equiparado al de coronel. ¿Yo? ¿Yo no?


- Documentación, por favor.


Deja traslucir un mínimo de miedo. Deja que se sienta cómodo, superior. Suaviza la voz. Encoge los hombros, ahora eres menos alto, menos fuerte, no amenazas su hombría.


- ¿Hay algún problema, agente?


- Documentación, por favor.


Yo. Bolsillo interno del abrigo. Saca los papeles con cuidado. Abre la cartera de forma que se vea lo abultado del billetero, sin alardes. El dinero es respetabilidad. Los desafectos son un montón de desarrapados que no tienen donde caerse muertos, eso dice la propaganda. Y tú eres respetable, sumiso. Sumiso a esas bestias que con sus armas encañonan la calle. Sumiso a la bestia mayor que ordena a estos chiquillos salir a la calle a encañonar al padre, al hermano, al amigo. Sumiso a esos señores grises que dirigen y controlan a las bestias.


- Gracias, continúe.


Asiente, agacha la cabeza, continúa. Agradece la merced de libertad vigilada que se te concede.


¿Qué ha ocurrido? Las cosas estaban mal, pero estábamos superándolo. En los últimos meses todo parecía indicar que estábamos saliendo del bache. Y de la noche a la mañana todo cambia. Mi emisora de radio favorita pasa a emitir marchas militares. Mi periódico preferido desaparece de los quioscos y en su lugar proliferan panfletos en los que aparecen los señores grises haciendo cosas negras y perjurando que son blancas, no hay nada como saber que Dios está de tu parte. Mi equipo de fútbol ya no juega, ahora son “desafectos”, una excusa para que los rebeldes se puedan reunir en masa. En el estadio se amontonan los jóvenes, y los no tan jóvenes, que según los señores grises o son delincuentes o han huido del país, llevándose la fuerza de trabajo y los conocimientos que el país les había entregado. Muy peligrosos, dicen, criados bajo el pernicioso influjo del presidente... del expresidente. Mis amigos me esquivan, temen el que en un tiempo yo vistiera el mismo uniforme que el señor más gris de todos, ese hombrecillo que de puro gris parece transparente. Claro que él ya era general cuando llegó para destrozar nuestra unidad y yo solo un capitán entre otros. Depurado como tantos otros que quisimos mantener nuestros colores, rojo, verde, azul... no nos plegamos al gris. ¿Otro control? ¿Tan juntos? ¿Qué ha ocurrido? ¿Quién soy ahora? ¿Yo? ¿Yo no?


- Caballero, documentación.


Este no es tan amable. El otro cumplía órdenes, no era más que un minúsculo engranaje de una máquina que no comprendía. Pero a este le gusta su trabajo. Yo no. Cuadra los hombros, yérguete en toda tu altura, mírale desde arriba, imposta la voz. Me mira con odio, odia mi abrigo, mi traje bien cortado, mis zapatos recién lustrados. Un resentido, un arribista que ve en el golpe una oportunidad para trepar, para elevarse. Golpéalo.


- Te estás equivocando, chico.


Duda. Hace semanas que un civil no le habla así. Y eso que solo es un cabo de infantería de marina. Pero duda. Por mi cabello ve que no soy militar, al menos en activo. Me ve muy confiado, sonriente. ¿Un político afín? ¿Un funcionario colaborador? Me va a encantar ver esa cara rastrera cuando le dé la documentación de Inspector del Estado. Le doy la cartera que guardo en mi americana. Se la doy, no la abro ante él. Acaba de verlo. Inspector de la Policía Armada. Enrojece. Su torpe cerebro intenta recordar a qué grado se asimila un inspector. Un sargento sería manejable. Incluso un subteniente. Pasa del rojo al blanco. ¿Capitán? Oh, oh…


- Coronel, chico. Coronel. Te recuerdo que aún no me has saludado.


- Sí señor. Perdone. No sabía... disculpe.


Sonríele, no pasa nada, se supone que estamos entre camaradas.


- No hay problema, cabo, continúe.


Ensucio la venia respondiendo a su desangelado saludo. Qué vergüenza, nunca habríamos permitido a alguien así entre nosotros. Supongo que por eso nos depuraron. Y por eso mis cazadores de montaña siguen allí, en mis montañas, en una frontera tan lejana como inútil. Controlando a vecinos indistinguibles de nosotros mismos. Donde no molesten, donde no puedan ser “contaminados por los desafectos”. Suficientemente lejos como para que cuando les lleguen los rumores de lo que aquí ocurre ya sea demasiado tarde.


¿Cómo llegamos a esto? ¿Cómo dejamos que los hombres grises nos dominaran? Quizá porque están por todas partes, porque casi todos nosotros tenemos un hombrecillo gris dentro. Y que Dios nos guarde de los puros de color. Porque rojos y azules nos anulamos entre gritos de traición. Y los verdes, dubitativos, oscilantes entre unos y otros, tan fáciles de captar por los grises. Y resulta tan sencillo alimentar a ese hombrecillo gris interno. Pequeñas concesiones. Pequeñas debilidades. Pequeños hurtos, trampas, vergüenzas. Es solo una cuestión de tiempo, de pequeños pasos que llevan a grandes traiciones. Es tan fácil justificarlas. Dios, Pueblo, Patria. Memeces. Pasto para hombrecillos grises, argumentos universales para borrar los colores. Pero quiero una casa más grande, un coche más rápido, ropa más cara, mejorar mi estatus. Y digo pequeñas mentiras, hago pequeños robos, defraudo a pequeña escala. Y mi tolerancia aumenta con cada falta. Cada vez la mentira es más sangrante, el robo es mayor, el fraude más escandaloso. Y ya soy un hombre gris.


Están en todas partes. Han ido creciendo en tiempos de crisis. Medrando, copando los resortes del poder. Y los que están debajo observan y aprenden, en el mejor de los casos, desanimados, olvidan sus colores, en el peor copian el gris de sus superiores. Se denuncia al amigo, al hermano, al padre. Y los más salvajes entre ellos, las bestias, matan, violan, torturan.


Por fin en casa, en esta casa que no reconozco como propia, tan lejos de mis montañas. Una cena rápida. Cambio de ropa, algo más deportivo, pero igualmente elegante, el estatus es un arma, al menos en ciertos ambientes. Esta noche se reúne mi célula, por fin daremos algunos pasos. Hoy veremos qué puede aportar cada uno. Yo puedo aportar mi experiencia militar. Conseguir acceso a algunos lugares donde se pueden encontrar viejos amigos atrapados por esta locura. Amistades, conexiones, puentes entre diversas capas.




Qué amarga la derrota. Y más cuando no se debe a tu falta de fuerza, de habilidad, de inteligencia. O frente a un enemigo superior. No, triste derrota, debida a un enemigo tan antiguo como el hombre. Judas, Efialtes… No faltan ejemplos. ¿Por qué nos ha vendido? ¿Cuáles han sido sus treinta monedas de plata? ¿Serán suficientes para olvidar la imagen de sus compañeros en el potro? Porque han recompensado su traición trayéndolo a los sótanos de este maldito estadio para ver qué ha hecho. Cómo las bestias han quebrado a sus compañeros que han perdido hasta el ánimo para escupirle a la cara, en esa cara patricia, de rasgos tan nobles que hacían imposible imaginar la traición en su alma. Si sabe lo que le conviene ahora será un miembro fiel del nuevo régimen. Porque si una voz, un atisbo de color, escapa de esta antesala del infierno y llega hasta las montañas… Qué más puedo pedir ahora, con el cuerpo desecho, cuando las bestias me liberan de las cadenas y me arrastran sobre mis piernas rotas para someterme a otra sesión interminable de preguntas, que esperar que una voz de lo que aquí ocurre llegue pronto a mis montañas. Que bajen mis cazadores y se unan a la gente que aún resiste al gris, que limpien todo esto y que de nuevo brillen los colores. Pero para mi es ya tarde. Pronto habré muerto… O me habré vuelto gris.



Madrid-Esplugues del Llobregat, 17 de mayo de 2004