sábado, 1 de enero de 2005

Las islas de los uros





Vale, por fin la tengo. Más de doscientas islas de los Uros y llevo toda la mañana buscando una foto decente. Recorro toda esta isla Titicaca mientras los cuatro mil cien metros de altura se me clavan en las sienes y me lastran con un ligero pero constante dolor de cabeza que el mate de coca apenas empieza ahora a combatir. Mientras me peleo con la Nikkon nueva maldigo por enésima vez la mala memoria que se ha dejado el manual de instrucciones a varios países y un océano de distancia. Que si el enfoque, la luz, echar a cara o cruz el uso del polarizador... y de repente este proyecto de belleza andina se me cuela en la foto con todo el descaro del mundo. Parece increíble que una niña tan pequeña pueda cargar con tantos colores. En todo caso me soluciona la foto... y diría que ya no me duele tanto la cabeza

Gladys y Leo






ALBERT: No recuerdo el nombre del pueblo, solo que estaba en la ribera del Pachitea. Bajé del autobús, por llamarlo de alguna forma, completamente deslomado, los riñones hechos polvo y hambriento como un lobo, habíamos tardado cinco horas en hacer un trayecto que había calculado en menos de la mitad. Y aún faltaba hasta Pucallpa.

 

BRIGITTE: Tú y tus atajos...

 

ALBERT: El caso es que me los encontré nada más bajar del dichoso autobús. La pequeña, la que sostiene un trozo de banano, Leonor, con una sonrisa deslumbrante, blanca, inmensa, niña aún. La mayor, Gladys, muy seria, mirando a los pasajeros como calculando cuantos bananos podía endosarle a cada uno. Una mujercita ya, llevando dinero a casa.

 

GRACIELA: ¿Llegaste a conocerlas?

 

ALBERT: Muy poco. No me apetecía nada meterme en una cantina y había muy buena luz, así que aproveché la parada de media hora para hacer algunas fotos del pueblo. No recuerdo el nombre, ¿cómo...?

 

BRIGITTE: Albert...

 

ALBERT: En fin, que al volver del río me senté en ese banco a esperar que saliera el autobús. Al poco se sentó a mi lado Gladys, contando y volviendo a contar un fajo de billetes pequeños. Empecé a hablar con ella, mientras su hermana jugaba alrededor del autobús, mirando a los pasajeros como buscando a alguien...

 

“¿Bananos, señor? Mírela, buscando a papá. Se llama Leonor y es mi hermanita. Cada día, mientras vendo mis bananos, ella entra en el autobús buscando a papá. Importuna a los pasajeros. Cuando encuentra a alguno costeño le pregunta por León Morales. Sí, señor, hace ya meses que se fue. Mamá dice que volverá, que se fue a trabajar a la costa y que traerá mucha plata cuando vuelva. Compraremos un chanchito y nos lo comeremos entero. Hace mucho que no como chancho. ¿No quiere bananos, señor? Mi papá es muy grande, como usted. Y muy fuerte. Y muy guapo. Es costeño, y por eso algunos no le querían bien, dice mi mamá. Pero volverá pronto, algún día Leo lo encontrará entre los pasajeros, seguro. Llaman para su autobús, señor.”

 

MARC: Seguro que le compraste todos los bananos y se los volviste a dejar.

 

ALBERT: No te equivoques...  Soy un profesional, no me inmiscuyo en lo que retrato.

 

MARC: Me juego la cena.

 

ALBERT: No seas bobo.

 

MARC: Y las copas de los cuatro.

 

ALBERT: Vale, se los compré y se los dejé. Pero me comí dos. Y cogí dos más para el camino.