miércoles, 8 de diciembre de 2004

Patricia



- Tenía ojos de animal asustado. ¿Cómo se llamaba aquella cantante? Sí, mujer, la del grupo aquel, aún estaba yo en el instituto cuando... Transvision Vamp. Sí. Eso. Transvision Vamp. Tenía unos ojos claros enormes, inmensos. Así eran los de Patricia, solo que los suyos eran oscuros. No sé, como mezcla de negro y violeta. Algo así. ¿Me pones otro?


- Sería el tercero en un cuarto de hora.


- Vaaamos, pon otro, sé buena. No te preocupes, dentro de un rato vendrán a buscarme. ¿Dónde estaba?


- En los ojos de una chica.


- Sí... Patricia. Tenía unos ojazos enormes, ya te digo. Quizá demasiado separados, le hacían la cara rara. Creo que por eso no era lo que se dice guapa. Era tremendamente atractiva, eso sí. También tenía la boca grande. Muy bonita, también. Sí. Tenía una cara... eh...


- ¿Ecléctica?


- Justo. E-cléc-ti-ca. Eso. Creo que tenía complejo de fea. Y eso que tenía un cuerpo de fábula. Quizá un poco bajita. Pero entraba en cualquier local y todos se giraban a mirarla. Hasta las tías. En serio.


- Anda, toma, aquí tienes. ¿Qué tal si me explicas qué te ha pasado en la cara?


Marc cambia un vaso en el que apenas habían empezado a derretirse los hielos por otro nuevo, donde el Jack Daniel’s sigue sin bautizar. Se ha propuesto emborracharse y lo está haciendo a conciencia. Primero ha encargado a Albert, un buen amigo, que pase a buscarlo en una hora. Después se ha dirigido a un bar que sabe medio vacío entre semana, donde conoce a la dueña y sabe que podrá beber hasta caerse del taburete sin problemas, aunque sea ya tan tarde. Y dispondrá además de la atención de la patrona. No es bueno beber solo, y siempre viene bien una oreja amiga. A su derecha un Frankenstein de cartón piedra y tamaño natural parece querer ser de alguna ayuda, aunque resulta difícil creer que alguien que se sujeta los sucios pantalones con una cuerda posea la sensibilidad suficiente como para comprender lo sucedido esa noche. Además Marc necesita de alguien dotado de autoridad moral, alguien capaz de absolverlo por una, juzga, terrible falta y el muñeco no parece tenerla. Más bien parece necesitar también un cierto consuelo. Brinda por él en silencio. Te lo agradezco, compañero, la intención es lo que cuenta. Pero será otro día cuando cuentes tu historia, esta noche es mía.


Siente, aprecia, la quemazón de ese primer trago de bourbon puro, sin contaminar aún por el agua de los hielos. Un trago largo, generoso, del que sigue el recorrido por su cuerpo. Boca, garganta, esófago – o eso cree, a fin de cuentas es de letras y el colegio queda lejos en el tiempo -, hasta el golpe final en el estómago. Un calorcillo reconfortante que al día siguiente le costará una resaca monumental, pero que esa noche le ayudará a dormir sin ver los ojos de Patricia.


- Tenía veinte años, ¿sabes? Y una mente un tanto peculiar. Según Graciela...

- Perdona que te corte, ¿dónde está?


- ¿Graciela? Ha vuelto unos días a Mendoza, a Argentina. Las cosas andan revueltas allá y quiere traerse a sus padres. No sé donde vamos a meterlos, pero bueno... Dios provee, supongo.


- ¿Según Graciela?


- ¿Qué?


- Decías algo de Graciela y esa Patricia.


- Mmm... sí. Decía Graciela que Patricia solo podía atraer a dos tipos de hombres. Supongo que era por ese aire de cervatillo en apuros. Unos que se aprovecharían de ella. Asfixiándola. Impidiendo que se moviera. Cuidando de que el cervatillo siguiera asustado e indefenso. Dios, mataría a ese cabrón si no fuera porque ya está muerto.


- ¿Y los otros?


La mirada de Marc se alza del vaso para clavar sus ojos en los de su interlocutora.


- Según Graciela los otros siempre llegan tarde para las chicas como Patricia.


Tras unos instantes de silencio la dueña del local acude a atender a otro cliente, momento que aprovecha Marc para inclinarse sobre la barra y tomar la botella de Jack Daniel’s. Llena a rebosar el vaso, desdeñando el hielo. Intenta recordar cuánto alcohol le queda en casa. Va a necesitar bastante para ahogar a esa vocecilla que en su interior le recuerda que tal vez no haya sido culpa suya, pero que de haber llegado antes quizá podría haber hecho algo.


Estupendo. Casi llena. Y falta media hora para que llegue Albert. Media botella para cada cuarto de hora. Supongo que empiezo a perder los papeles, ya me encuentro de lo más ingenioso. Patricia. Tenía razón Graciela cuando le dijo que acabaría mal. Claro que Graciela siempre tiene razón cuando saca a relucir esa especie de chamán mapuche que según ella es el responsable de su parte india. Aunque tampoco hacía falta llegarse hasta Delfos para consultarle al oráculo teniendo en cuenta las compañías de la pobre Patricia. Pero acabar tan mal...


- Espero que no te importe que me haya servido yo mismo...


- Igual te cobraré lo que yo quiera... ¿Me vas a contar lo de tu cara o no?


- Mario era su novio. Un perfecto imbécil. Montado en el dólar, el muy gilipollas. O en el euro, ya puestos. Y en todas las zorritas que pasaban por el bar, incluso cuando ya estaba con Patricia. Se había fumado la mitad del valle del Rif y esnifado un par de provincias colombianas, él fue quien metió a Patricia en la coca. Bebía whisky como si fuera agua, y el muy imbécil exigía que los cubitos de hielo fuesen de Solán de Cabras. Muy guapo, decían, aunque para mí parecía más bien una mujer. Y bajita, además. No llegaba al metro sesenta, diría yo, siempre con zapatos con un buen tacón, seguro que usaba alzas, en fin... Pegaba a Patricia, creo, al principio, aunque ella siempre me lo negó. Jodido gilipollas. No entiendo como podía estar con él. Patricia, digo. Un día que nos los encontramos en un restaurante Graciela se negó a que se sentaran con nosotros, el tal Mario le ponía los pelos de punta. En todo caso últimamente no le había puesto las manos encima, hasta esta semana. Tampoco es que le hiciese falta, Patricia ya estaba rota y hacía siempre la santa voluntad de Mario, como un zombie... o un animal asustado.


- Tu cara...


- Hace unos días encontré a Patricia en la Rambla, con gafas de sol a las ocho de la tarde. Las gafas le tapaban el ojo hinchado, pero dejaban al descubierto el pómulo entre verde y azul y una ceja cosida a grapas. Me negó una y otra vez que hubiese sido Mario, pero se me cruzaron los cables, quién iba a ser si no. Me fui para el bar... Allí estaba, en la barra, el muy cabrón. Exhibiéndose como una modelo o una puta. Tuve el placer de notar como se le partía el puente de la nariz al primer puñetazo, y espero haberle hundido un par de costillas a patadas antes de que dos fulanos que tenía por allí me arrastrasen hasta el reservado y me dejaran la cara así. Bueno, ya lo sabes. El caso es que entró el jodido enano, abrió una bolsa deportiva de lona y sacó de ella una pistola enorme. Se limitó a enseñármela. Si vuelves a entrar en el bar te mato. Te mataré si vuelves a pegar a Patricia. No sé porqué no me puso las manos encima, yo ya no estaba para muchas bromas.


-Perdona un momento...


Vuelve Marc a quedarse solo, pese a los esfuerzos por mostrarse amigable del acartonado Frankenstein. Recuerda como se encontró hace tan solo unas horas con Patricia en la calle, cerca de casa. Sola, más cervatillo que nunca. Ayúdame, Marc, ayúdame. Ven conmigo al bar. Quédate en el bar, hoy Mario ha invitado a sus jefes. No puedo, Patricia, mira como tengo la cara, si paso por el bar los amigos del imbécil de tu novio me la acaban de arreglar. Ve volar sus manos, la naricilla que se frunce al tomar aire con fuerza, los ojos brillantes, el triángulo rosado que es su lengua bañar sus labios una y otra vez. Joder, Patricia, otra vez con la puta coca. Porfavorporfavorporfavor. Vienen los jefes de Mario. Ha invitado a sus jefes. Ven al bar, ven con tus amigos. No pasará nada si estás allí con tus amigos. Patricia colgada de su brazo, al borde del llanto. Mirándolo a los ojos, negro contra azul, implorante. Está bien. Dame una hora. Voy a casa, está a punto de llamar Graciela, y llamaré desde allí a dos amigos suyos, carne de gimnasio. Creo que tienen suficiente músculo como para que nadie me vuelva a tocar la cara. Una hora, Marc, no tardes más, por favor. Poniéndose de puntillas le da un beso en la mejilla y sale corriendo. Aún se gira antes de doblar la esquina, le mira desde allí, le sonríe esperanzada. Y desde allí ve aún Marc el negro de sus ojos. Y lo seguirá viendo mientras esté vivo, mientras le quede capacidad para el recuerdo.


Retoma la botella, rellena el vaso. Quizá consiga evitar el recuerdo por una noche. El muñeco de su derecha es ya todo amistad y simpatía, parece querer comprenderle, susurrarle que en realidad no ha sido culpa suya. Que quién iba a suponer. Y que cómo podía saber. Simpático el monstruo, se le ve buena gente, lástima que acabara mal en el libro. Tan mal como Patricia.


Se ve junto al teléfono, en casa, convocando a los gorilas de Graciela, compañeros suyos de gimnasio. Uno no puede ir, cita al otro, Eduardo, en la puerta del bar en unos tres cuartos de hora, le pide que entre si él tarda, que mire a ver si pasa algo raro. ¿Qué es raro? Yo qué sé, joder, raro. Albert no coge el móvil. No parece haber nadie en ningún sitio. Quizá baste con uno solo. Sí. Seguro. Graciela tarda en llamar. Y cuando lo hace se eterniza al teléfono. Tiene problemas con el consulado de España en Mendoza, tardarán mucho en darle los papeles para sus padres, hijo él de un emigrante español, un anarquista exiliado. Cree que en el consulado de Córdoba puede tener más suerte, le han dicho que allí la tramitación es más rápida. Nota ausente a Marc. ¿Qué te pasa, amor? Nada, cariño, una tontería, seguramente. ¿Recuerdas a Patricia? Sí, la de los ojos grandes, verás...


Tarde, llega tarde. Un taxista se niega a llevarle al Raval a esas horas. Otro se niega a hacer un trayecto tan corto, que ni que esto fuese el metro, hombre, que qué se ha creído. Se ve corriendo Ramblas abajo, sorteando grupos de turistas. Ve cómo dobla Nou de la Rambla, esquivando prostitutas que ya ejercían cuando él merendaba delante de la televisión viendo las desventuras de Marco. Revive la sorpresa de ver a la gente salir corriendo del bar, asustados, gritando. Entra contra corriente, oyendo la voz de Graciela, bruja, sabia, “los otros siempre llegan tarde”. Y tarde llega, finalmente. Alcanza el interior para encontrar a Eduardo de rodillas, acunando el cuerpo inerte de Patricia, varios cadáveres alrededor. Tiene los ojos abiertos, los bellos, inmensos ojos. Llegas tarde, Marc, llegas tarde, le dicen. Te esperaba y no llegaste.

Botella vacía, un problema. Aunque este es fácil de solucionar. Se inclina de nuevo sobre la barra y coge otra botella. Se sirve ante la mirada de censura de la dueña. El muñeco también parece censurarlo ahora que conoce la historia. A fin de cuentas quizá sí fuera culpa tuya, muchacho. ¿Qué pasó, dentro del bar? Me disculpas la curiosidad, pero si debo condenarte debería saberlo todo antes.


¿Qué pasó? Me lo contó Eduardo. Eduardo, gigantesca montaña de músculos que hubiera jurado no tenía espacio para sentimientos entre tanto anabolizante. Eduardo, que llora acunando el cuerpo de Patricia. Que le habla entre sollozos cuando lo siente detrás de él. Marc, Marc, podías haberme dicho algo. Si me hubieses dicho que la protegiera la habría sacado del bar a rastras. No sabía lo que pasaba, lo que tenía que hacer. Llegué temprano, así que entré y me acerqué a la barra. Me senté en un extremo, la pobre chica no me hacía caso, estaba como en otro mundo, miraba continuamente el reloj. Vino un enano con la nariz rota, ese desgraciado del traje claro, el que tiene la cabeza reventada. Se la llevó a rastras, a empujones hasta el reservado. ¿Por qué no me dijiste nada, joder? Dios mío, aún podía haber tumbado a aquel pigmeo y haberla llevado a tu casa, a donde fuese, fuera de aquí. La metió en el reservado, les oí gritar a los dos. Sale él, entra otro fulano, aquel de la camisa a cuadros. Más gritos. Sale al cabo de un rato, entra otro. Ya no se oye nada. Y otro más, después. Haberme dicho algo, Marc, haberme dicho algo, hombre.


Le escuece recordar la voz de Eduardo. Lo que esta le dibuja en la mente. Pobre Patricia. Dulce Patricia. La voz ronca le muestra lo que no ha visto y quisiera poder olvidar. Cómo Patricia sale completamente ida del reservado, minutos antes de que él llegara. Patricia, con aire ausente, desnuda, magullada, la nariz sangrante, con la mochila de lona de Mario en la mano izquierda. Se dirige a la mesa donde este ríe con sus jefes. Llega a su altura, las risas redoblan su intensidad, cuatro buitres, cuatro hienas ante un pedazo de carne muerta. Mete la diestra en la bolsa de lona, saca la enorme pistola, incongruente en su diminuta mano. Las risas aumentan, se vuelven histéricas, solo Mario está serio ahora. No dramatices, Patricia, deja eso. Primero revienta la cabeza de Mario de un disparo. El silencio se adueña del local, silencio que se rompe cuando la pistola retumba de nuevo. Segundo disparo, uno de los jefes muerto. La gente del bar cae presa del pánico, gritos, estampida. Los dos peleles restantes intentan huir, ni siquiera se plantean el enfrentarse a Patricia. Caen uno tras otro. El primero alcanzado en el pecho, el segundo, más rápido, con un boquete abierto en la espalda. Es entonces cuando Eduardo consigue reaccionar. Empieza a moverse en dirección a Patricia, lentamente. Levanta las manos cuando esta le encañona. Tranquila, soy un amigo. Yo no tengo amigos. Sigue acercándose a ella. Me envía Marc, soy un amigo suyo, ¿lo conoces? ¿Marc? Sí, lo conozco. Pero no está aquí. Me dijo que vendría. Que me ayudaría. Pero no está aquí. Eduardo palidece, se detiene. Acaba de fijarse en los ojos de Patricia, que lentamente gira el arma hacía sí misma. Espera, no tienes porqué hacer eso. Déjame ayudarte, por favor. Llegas tarde. Su hermosa boca dibuja una o perfecta e introduce allí el cañón del arma. Salta Eduardo, dispara Patricia. La alcanza antes de que llegue al suelo, cae de rodillas con su cuerpo inerte entre sus brazos. Queda hipnotizado por los dos pozos oscuros que son los ojos de Patricia, aún abiertos. La mece como a una niña dormida hasta que, a su espalda, oye el rugido de Marc.


El muñeco de cartón piedra desvía la mirada, oculta el rostro entre las manos. Marc solloza débilmente, apura su vaso antes de notar una palmada en su espalda. Albert, por fin.


- ¿Qué hay? Por Dios, Marc, ¿estás llorando? ¿Qué pasa?


- ¿Cómo se llamaba aquella cantante? – pregunta Marc, la voz pastosa de alcohol y pena.


- ¿Qué?


- Aquella que tenía los ojos tan grandes...


Extrañado, Albert mira a su alrededor buscando una explicación mientras sostiene al tambaleante Marc.


- Se refiere a la cantante de Transvision Vamp – le aclara la dueña del local.


- Joder – duda unos instantes mientras rebusca en su memoria -. ¿Wendy James?


- Eso, Wendy James. Tenía unos ojos inmensos. También Patricia. Pero no eran claros. Los suyos eran oscuros. Como negro y violeta.


domingo, 21 de noviembre de 2004

Uno más uno


Para Priscy y Xabi



Con sus manos fuertes aún, curtidas de viento y mar, Bojji, el imponente anciano, quiebra las ramas que han de alimentar el hogar, encendiendo la chimenea que caldeará el comedor de la pequeña fonda. Fuera de temporada, el comedor está casi vacío, solo hay dos parejas del pueblo, amigos de tiempo atrás, que suben hasta la fonda los días en que la nostalgia por el mar aprieta y exige encontrarse con los compañeros de antaño a compartir vinos e historias. También, sentada junto a su mujer, Erla, está Brigitte. La joven que con el paso del tiempo ha llegado a ser la hija que nunca tuvieron. Pasa esta una semana en Husavik, despidiéndose antes de partir a tierras más cálidas para acabar sus estudios.


Acabada la cena se aproximan todos al fuego buscando el calor que invita a las largas charlas de esas noches sin clientela. Los fuertes brazos del anciano rodean el menudo cuerpo de su mujer y mientras susurra en su oído palabras tan dulces que desmienten su aparente tosquedad busca con la mirada a la joven. Esta bromea con Steffan, ahora capitán de barco, antaño marinero con Bojji, cuando ambos, bajo el mando del abuelo de Brigitte, cazaron la ballena alrededor del mundo. Antes de que Erla llegara y desafiara a la mar. Y venciera, reclamando para si el botín. Los suspicaces ojos del anciano estudian a la joven. Acaba de romper con una relación desastrosa, quizá no es el mejor momento para partir tan lejos, sola y sin amigos. O quizá sí. ¿Qué hay más allá del mar? ¿Quién puede decirlo? Meditan los ojos azul celeste del anciano, mientras acomoda a Erla en su regazo y busca en sus innumerables bolsillos un poco de tabaco. Alcanza en una repisa junto a la chimenea una cajita donde descansa una larga pipa de caña. Pone en orden algunas ideas mientras con unas largas tenazas extrae un tizón incandescente del fuego. Los ojos de Erla se elevan al cielo mientas se quita de encima algunas chispas, sonríen los que les rodean, tanto teatro es sin duda el preludio para una de esas historias que le gusta contar a Bojji, viva imagen del Viejo del Mar.


- Dime, Steffan, ¿cuánto suman uno más uno?

Sonríe el interpelado. Las historias de Bojji siempre empiezan con una pregunta chocante, buscando un pie para la historia que se dispone a contar. Así era en los tiempos en que estaban embarcados, cuando el anciano, un joven titán entonces, captaba así la atención de sus compañeros… y humillaba inmisericorde a aquel tan torpe como para no dar una buena respuesta. Pero Steffan ya conoce esta historia.


- No siempre son dos, maestro. A veces, si la vida te sonríe, es algo más.


- Cierto, cierto – sonríe a su vez el anciano, señala a la joven con su pipa -. Dime, Brigitte, tú que has estudiado y que vas a cruzar el mar para estudiar aún más. ¿Puedes decirme porqué? ¿Por qué es a veces algo más?


- Me temo que no – contesta Brigitte siguiendo el ritual que todos conocen, modulando su lenguaje para entrar en la historia -. La escuela no lo enseña todo, a veces el mar… ¿Puedes tú decirme cuanto suman uno más uno?


- Puedo, jovencita. Escuchad todos…


“Se dice que cuando aún no había comenzado la cuenta de los días, cuando los dioses aún no caminaban por la tierra y el Padre de Todo, solitario y satisfecho con su creación, reinaba todavía, existía una raza de seres fuertes como colosos, de una perfección tal que hacían palidecer la belleza de todo lo que les rodeaba en aquel mundo joven todavía, tan hábiles que nada estaba lejos de su alcance y capacidades.


“Pero el Creador, el Padre de Todo, fue asesinado por sus hijos en cumplimiento de la una antigua profecía. Asesinado por sus propios hijos, ambiciosos y nada dispuestos a esperar la eternidad para recibir aquello que, se les antojaba, era suyo por derecho. Sus tres hijos, pues, lo mataron y se repartieron su herencia. El primogénito, el más fuerte y capaz de los tres, el instigador del asesinato, reclamó la parte del león, y se apropió de los cielos y la tierra. El segundo hijo, menos fuerte que el primero, el más parecido en modos al padre, arrepentido ya de la enormidad cometida, tomó los mares, los lagos y todas las aguas que corren. El tercero, el más joven, el más débil, fue despojado por su hermano y forzado a tomar un reino minúsculo. Un reino entonces pequeño pero que con el tiempo llegaría a ser el más grande, la tierra de los muertos.


“Los jóvenes dioses se dispusieron a tomar el control de sus nuevos reinos, pues tenían ansias de dominio y de gobernar a aquellos que se les antojaban inferiores a ellos. Pronto el primogénito encontró a aquellas maravillosas criaturas, y tuvo miedo, él, que había desafiado al Padre de Todo. Miedo y celos, y envidia y codicia. Miedo por la fuerza de aquellos seres que quizá podrían volverse en su contra, pues según su entendimiento la fuerza solo le vale al fuerte para despojar al débil. Celos de su deslumbrante belleza, mayor que la de los dioses, sin parangón en el reino nuevo. Envidia de sus capacidades, de su habilidad. Codicia de todo lo que, en su beatitud, habían construido y aún habían de construir.


“Se reunió con sus hermanos e intentó atemorizarlos. ¿Acaso no habían derribado ellos a su padre? ¿No habrían de derribarlos a su vez estos seres, de tal fortaleza, a ellos? Pero quedó solo. El menor, lleno de resentimiento por el reparto que había llevado a cabo su hermano rechazó la idea de ir a la guerra, pues solo debía sentarse y esperar, fuese cual fuese el resultado de la guerra su reino se haría más grande y dudaba que aquellas criaturas, tan dichosas sobre la tierra, pretendieran robarle el reino de los muertos. El mediano, contrito aún por la muerte del padre, se negó a ir a la guerra, y aceptaría aún ser derrocado como pago por su crimen.


“Ciego de ira, rechazado por sus hermanos y temeroso de su reino el mayor de los hermanos reunió un ejército entre los habitantes del Reino. Y, dominador como era del arte de la traición, pues a traición atacó al Creador, sin previo aviso alzó a las bestias de la tierra y los cielos contra aquellas criaturas. Garra, pico y marfil atacaron sin tregua. Como no era suficiente lanzó seísmos y huracanes, creó fríos devoradores y calores sin medida contra aquella raza.


“No debía quedar uno para señalar sus imperfecciones, solo él podía quedar como espejo de virtudes. Así que atacó con saña, cazó uno a uno a aquellos maravillosos individuos y los forzó a retirarse ante un poder que no podían combatir. Asediados, hostigados, sin poder comprender, en su nobleza, el motivo por el que eran atacados, se defendieron con los medios a su alcance de la ira del Dios Mayor.


“Incapaces de imponerse a la fuerza combinada del cielo y la tierra, pero demasiado fuertes a su vez como para ser completamente derrotados, pidieron una tregua. Accedió el dios, y con ellos se reunió en la gran llanura ante la Puerta del Sol, donde desde todas las esquinas del mundo habían sido arrinconados. Solo pidió que todos estuvieran presentes sin excepción, pues a todos ellos quería dirigirse.


“Aquel fue el día en el que el Dios Mayor, señor por traición, cometió su segundo y quizá mayor pecado, haciendo del mundo un lugar más triste y pequeño. Porque cuando los hubo reunido a todos levantó un cerco de montañas contra ellos, con el fin de que ninguno escapara de aquella planicie. Arremolinó frente a ellos a los cielos, desatando una tormenta cruel y un frío sin parangón con el fin de exterminarlos. Pero tal era la fuerza y la capacidad de aquellos seres que ni por la tormenta ni por el frío resultaron vencidos.


“Frustrado, el Dios Mayor decidió ser más cruel y aumentar así su infamia. No podía vencerlos mientras mantuviesen toda su fuerza, así que decidió dividirla. Usó de todo su poder, y por la fuerza del rayo uno a uno los fue dividiendo y, aprovechando su desconcierto arrojó cada mitad lejos en el tiempo y el espacio. A una mitad la llamó mujer y a la otra hombre, y los condenó a no estar satisfechos el uno sin el otro, y a buscarse sin cesar a través de la distancia y las eras.


“Pero nada puede torcer la voluntad de estos seres. Ni la traición o la voluntad de los dioses pueden torcer el anhelo que sienten por volver a ser uno. Y así, a veces, las dos partes que forman estos seres se unen de nuevo, trayendo a este mundo la gloria de los tiempos de antaño, iluminando la tierra y haciéndola más grande y hermosa.


Se reclina sobre la silla, satisfecho al haber captado la atención de sus amigos, y al ver bailar de nuevo una sonrisa en los ojos de Brigitte.


- Es así que uno más uno es mucho más que dos. Y que está en la mujer y en el hombre el buscar al que ha de hacerlo más grande, incluso cruzando el mar como vas a hacer tú, Brigitte.



Hondarribia – Esplugues del Llobregat, 21 de noviembre de 2004.


martes, 29 de junio de 2004

Cap. VIII

- ¿Cuánto tiempo más hemos de permanecer en esta ratonera?


Hace ya cuatro días que don Francisco de Quevedo y don Giuseppe Boromiro permanecen encerrados en un miserable cuartucho cercano a la fuente de Lavapiés, zona de mala reputación y peores circunstancias, depositaria de las más infames tabernas, figones y mancebías del Madrid del cuarto Felipe. Recluidos por ocultar al irascible poeta, objetivo junto a Arbante y Azogue de las atenciones de Alquézar y la Santa Inquisición. Un antiguo amigo del italiano, soldado licenciado del tercio acantonado en Milán, ha accedido a ocultarlos durante un tiempo, enviando por un mes a sus respectivos pueblos a las dos barraganas que tenían alquilado el último piso de la mancebía que regenta. Es así que ambos amigos llevan cuatro días ocultos entre encajes, gasas, perfumes y otros útiles de tan antiguo oficio.


- Hasta que Arbante o Azogue vuelvan – responde el napolitano -.


- ¿Y si no vuelven?


Recibe el poeta una dura mirada por respuesta.


- Disculpadme, es solo esta reclusión... Por Dios bendito, cortinajes de tul rosa. Y esas camas... Empiezo a notar que me sale una veta culterana...


- Ja, ja, ja... Eso nunca, don Francisco, no lo quiera Dios. Bien sabéis que no había más remedio. Escapar hacia el norte era lo más obvio, por ser vos de las Asturias, y estaría ese camino sin duda vigilado. Hacia el este partió Azogue, y no convenía llamar la atención sobre su destino. La ruta de Portugal arde de inquisidores desde que andan persiguiendo a los judaizantes lusos. Y la carretera de Andalucía lleva directamente a Toledo y la Garduña... Conclusión, disfrutemos de la filípica corte, aunque sea entre encajes. Tengo que volver en otras circunstancias... ¿Otra mano de desencuadernada? ¿Juan Tarafe? Porque os queda algún dinero, ¿verdad?


- No, gracias, ya os debo más en cuatro días de lo que podré pagaros en cuatro años. Culpa mía, sin duda, por jugar con italianos, debí haber aprendido la lección en Venecia.


- Bueno, siempre podéis pagar en especie. ¿No habría lugar para un audaz espadachín moreno en alguno de vuestros sonetos? Y, por cierto, como anda esa última obra vuestra, la de ese pícaro... ¿Don Pablo?


- Anda despacio, como todas las cosas de esta Corte. Me dicen que está ya dada a impresión, si es que es posible imprimir algo en este país. No me extrañaría nada que acabara siendo impresa en Flandes o en Alemania.


- A fe que no vais a aumentar el cariño que hacia vos puedan sentir el cuarto Felipe y su válido. La imagen que dais de las gentes del país es muy cruel.


- La culpa no mía, amigo mío, si no del país, sus gentes y sus mandatarios – repone el poeta, dirigiéndose a la ventana acompañado de su leve cojera -. Es lo que hay, y no hay más, al menos por el momento. Y no creo que en un futuro cercano cambien las cosas, así las pulgas se nos tornen doblones y los problemas picas. Miré los muros de la patria mía...


Durante un rato permanecen en silencio, jugando con la baraja el espadachín y perdido en la vista de allende la ventana el poeta. Al cabo de unos instantes vuelve el poeta a la mesa donde continua barajando el napolitano, entrenando sus ágiles dedos en la suerte de los naipes.


- ¿Cómo llegasteis a conocerlos?


- ¿Qué decís? ¿A quién?


- A Arbante y Azogue. Vos sois extranjero y, perdonadme, no parecéis tener la instrucción que evidentemente tiene Arbante, que debe venir de una importante familia castellana por sus formas y talante. Azogue no parece tan distinguido, pero es hijo de un terrateniente aragonés, y de haber sido el primogénito hoy sería un hombre acaudalado. Ninguno pertenecéis al mismo ambiente. ¿Cómo llegaron tres personas tan distintas a ser tan íntimas?


El italiano permanece unos instantes en silencio, ordenando sus ideas. Deja sobre la mesa la desencuadernada, junto a varios pistolones cargados y los aceros de ambos. Se pierde su mirada más allá del poeta, en un lugar mucho más frío y hostil que su Nápoles natal.


Se ve de nuevo vistiendo las ropas de cuero de correo, adornadas con la roja cruz de San Andrés de las tropas de los Austrias. Algunos años más joven, permanece junto a don Ambrosio Spínola, comandante de los tercios italianos que combaten en Flandes, poco antes de ser ascendido, en virtud de su capacidad militar y, lo más importante en Madrid, su acaudalada familia, a capitán general de todas las tropas de la Monarquía en Flandes. Spínola ha ocupado el lugar del padre del napolitano, muerto en un ataque pirata turco sobre la costa de Nápoles, y lo ha llevado consigo en su meteórico ascenso en la milicia de los Habsburgo españoles.


“- Tres días hace ya que no recibo noticias de esa bandera castellana, la que guarnece Waalvijk. Dios quiera que no sea otro motín, aún faltan dos meses para que llegue sonante de la Corte. Ve allí e infórmate de porqué no atienden a mis órdenes. Y ten cuidado, el correo que envié ayer no ha vuelto. Perros españoles, perros holandeses, perra suerte y así...


“- Descuide, don Ambrosio. Un día para ir y otro para volver si encuentro caballos en las postas. Estaré de vuelta mañana por la noche si Dios quiere.


Se ve ahora cabalgando por las tierras de Flandes, siempre grises, como sus grises gentes. Se ve nacido para ese trabajo, orgulloso centauro, uno solo con el espléndido bayo que bajo él devora milla tras milla sin esfuerzo aparente. Siente de nuevo el primer asomo de miedo cuando encuentra la primera posta quemada, los dos soldados que la custodiaban clavados a las puertas, desangrados. Marcha ahora al paso, para encontrar saqueada la segunda posta. En ella encuentra al correo del día anterior. Joven, tan joven. Apenas un pilluelo lombardo que solo unos meses antes desvalijaba alegremente las faldriqueras de los señores de Milán. Ahora yace desmadejado sobre la mesa, la lengua cortada, las cuencas de los ojos vacías, las manos sin uñas, el vientre abierto que ha empezado ya a ser devorado por las ratas. ¿A qué tanto ensañamiento? La contraseña del día, sin duda. Vacila. ¿Informa a Spínola? ¿Acude a ver qué ha ocurrido con los cien españoles que guarnecen Waalvijk? Un rumor lejano le evita el tomar una decisión. El rumor de cien pares de botas marchando al compás que marcan las cajas de los tercios.


“ –Giuseppe Boromiro, correo de Spínola – vocea desde su agotado caballo a los soldados pequeños, hirsutos, morenos, que marchan en vanguardia -. ¡Llevadme ante vuestro capitán!


Lo conducen ante un gigante bermejo con coraza y morrión.


“- ¿Qué ocurre, italiano? ¿Don Ambrosio ha cambiado de opinión?


“- ¿Qué decís? Don Ambrosio no sabe nada de esta bandera desde hace tres días. Cree que permanecen de guarnición en Waalvijk.


“- No es posible, ayer llegó un correo con la orden de encaminarnos a los cuarteles de Spínola. Se marchó tan pronto como llegó, os debéis haber cruzado por el camino.


“- No sé quién dio esa orden, señor capitán. Pero al verdadero correo de don Ambrosio acabo de encontrarlo torturado y muerto. No seguís ordenes de Spínola.


El capitán empalidece. Sangre de Cristo. Cien españoles en campo abierto en Flandes, sin ninguna tropa cercana que sepa donde se encuentran. Y fijo que rodeados de herejes. Blasfema en buen castellano durante minutos, mientras la bandera lo rodea y mira con hostilidad al italiano, que parece portador de malas nuevas. Maldice el capitán la guerra inútil, la patria ingrata, el rey distante y el Dios indiferente. Entre reniegos e insultos ordena formar a la tropa. A paso ligero hacia el este, a los cuarteles de los italianos, los más cercanos en ese momento. Pero es inútil. Columnas de polvo primero, y tropas herejes después denuncian el destino de la bandera. Cercados por una artimaña del enemigo.


“- ¡Por los clavos de Cristo! Traen caballos corazas y nosotros al descubierto. A fe que todo está perdido. ¡Maldita sea mi suerte! Pero como Dios es Cristo que esta tarde vamos a dejar este país maldito lleno de viudas y de madres sin hijos. ¡Vamos, perros, hijos de mil padres! ¡A esa colina a la carrera!


Recuerda el italiano a la bandera deshaciendo la formación para alcanzar una colina que da una protección más simbólica que real. Al alcanzar la colina forman un cuadro instintivamente, en silencio, sin esperar órdenes. Los piqueros crean una coraza de espinas de veinticinco palmos para proteger a sus compañeros. En las esquinas las mangas de arcabuceros y mosqueteros, listos para hostilizar a los primeros herejes que lleguen dispuestos a barrer la compañía. Se encienden las mechas, se rezan oraciones, se recuerda a la madre.


“- Que Dios nos ayude.


“- Dios solo ayuda a los buenos cuando son más que los malos, infeliz.


“-¿Tienes miedo, italiano? No te preocupes, irás al infierno en buena compañía.


“- Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros...


“- Ahí vienen. Sacad el acero. Abatid las picas. ¡Aguantad!


Se refugian los mosqueteros tras los piqueros, extraen las espadas, esperan en silencio que los pesados jinetes holandeses rompan sobre ellos. ¿Bastará tan fina línea de picas para resistir el embate enemigo? Ahora dependen de sus compañeros con lanza. Ataviados de cobre y acero los coseletes tienden las picas. Cuando apenas unos pies les separan de los temibles jinetes estalla su grito al fin.


“- ¡Santiago! ¡España! ¡Santiago!


Parecería que con su grito pretenden frenar la carga rival. El sonido que viene a continuación no se puede olvidar. Cualquiera que lo haya sentido lo rememora en pesadillas, lo paladea de nuevo, con su sabor a bilis, cuando el vino o el aguardiente no consiguen ahogar los recuerdos. El estallido de las picas que se parten. El crujir de los huesos rotos de hombres y bestias al ser penetrados por el acero. Los relinchos de agonía de los caballos. El grito de hombres que matan o mueren.


Ve, con los ojos del recuerdo, como el cuadro flaquea, titubea, pero milagrosamente no cede. La ola holandesa no ha conseguido deshacer el cuadro. Pero a un alto precio, la tercera parte de los españoles ha caído. Entre los caballos moribundos, entre los heridos de ambos bandos se alza el vozarrón del capitán.


“- ¡Perros, despertad, moveos! Desde aquí veo llegar infantería y no hace falta ser general para saber que no son de los nuestros. Meted a los heridos en el cuadro, haraganes, sacrificad a los caballos que aún vivan y montad una barricada con los cadáveres. ¡Arbante! El alférez Torres ha caído, el estandarte es tuyo. Ponte su coraza y cálate el casco. Espero que no te importe el agujero de la frente... ¡Pasmados, ganapanes, rufianes! ¡Moveos de una vez! Si esos herejes nos cogen sin formar estamos aviados. ¡Sangre de Cristo, Aguirre! ¿Llamas a eso herida? Maldito afeminado, por vida de...


“- ¿Aún vivo, italiano?


Sonríe apenas ante el señor de Quevedo el napolitano, rememorando la enjuta figura, la blanca sonrisa que destaca en una cara sucia de tierra, sangre y pólvora del español que con el tiempo aprendería a llamar amigo.


“- Napolitano, si no os importa. ¿Siempre habla así?


“- ¿El capitán Leyva? Quizá su lengua le lleve al infierno, pero pronto se hará con el mando allí abajo. Berciano hideputa...


“- He aprendido de él algunas palabras nuevas hoy, español.


“- Aragonés, si no os importa – contesta con sorna su interlocutor -. Azogue, don Martín de Azogue. Os he visto manejar la espada antes. No os habéis conducido mal. Para ser italiano, claro.


“- Don Giuseppe Boromiro, don José, si lo preferís. Yo también os he visto. Buen esgrimista, aunque un poco tosco. Claro que a un español no se le puede pedir más.


Sonríen ambos con la que sospechan que puede ser su última sonrisa. Ante los vituperios del capitán, ante el redoble de la caja de la bandera avanza la infantería holandesa.


Fue un combate extraño. No tiene recuerdos de lo ocurrido, excepto la cicatriz de una moharra hereje, momento en el que su memoria se desvanece. Le faltan lo que ignora si son minutos u horas. Lo primero que vuelve a su recuerdo es el hedor. Hedor de sangre, de vómitos, de heces. Después viene el sabor. El sabor metálico de su sangre, que mana de los labios partidos por el golpe de la cazoleta de una espada. El tacto en forma de dolor, del hombro abierto por una pica, de la boca, del muslo izquierdo. Recuerda después las maldiciones del capitán Leyva, ronco de ira, aullando su bravura a un cielo impasible, a un mar de cadáveres. La voz de Azogue, que jura asombrado de estar aún vivo. El retumbar lejano de los cascos de la caballería ligera italiana, que pone en fuga a los holandeses que estaban a punto de barrer la bandera. Finalmente el primer recuerdo visual que tiene es la cruz de Borgoña, enseña de los tercios. Antes de caer desmayado por la pérdida de sangre recuerda la cara del portaestandarte fija en la suya. El rostro lampiño, serio, severo, de David de Arbante.



lunes, 17 de mayo de 2004

Colores


¡Corre! No, no corras. Ya te han visto, no puedes girarte. La documentación... Yo. Bolsillo interno del abrigo. Treinta y cinco años. Varón. Soltero. Abogado. Capitán licenciado. Cartera de piel, abultada, billetes... Yo no. Bolsillo interno de la americana Treinta y dos años. Varón. Casado, una niña y un niño. Seguridad del Estado, Inspector de la Policía Armada con grado equiparado al de coronel. ¿Yo? ¿Yo no?


- Documentación, por favor.


Deja traslucir un mínimo de miedo. Deja que se sienta cómodo, superior. Suaviza la voz. Encoge los hombros, ahora eres menos alto, menos fuerte, no amenazas su hombría.


- ¿Hay algún problema, agente?


- Documentación, por favor.


Yo. Bolsillo interno del abrigo. Saca los papeles con cuidado. Abre la cartera de forma que se vea lo abultado del billetero, sin alardes. El dinero es respetabilidad. Los desafectos son un montón de desarrapados que no tienen donde caerse muertos, eso dice la propaganda. Y tú eres respetable, sumiso. Sumiso a esas bestias que con sus armas encañonan la calle. Sumiso a la bestia mayor que ordena a estos chiquillos salir a la calle a encañonar al padre, al hermano, al amigo. Sumiso a esos señores grises que dirigen y controlan a las bestias.


- Gracias, continúe.


Asiente, agacha la cabeza, continúa. Agradece la merced de libertad vigilada que se te concede.


¿Qué ha ocurrido? Las cosas estaban mal, pero estábamos superándolo. En los últimos meses todo parecía indicar que estábamos saliendo del bache. Y de la noche a la mañana todo cambia. Mi emisora de radio favorita pasa a emitir marchas militares. Mi periódico preferido desaparece de los quioscos y en su lugar proliferan panfletos en los que aparecen los señores grises haciendo cosas negras y perjurando que son blancas, no hay nada como saber que Dios está de tu parte. Mi equipo de fútbol ya no juega, ahora son “desafectos”, una excusa para que los rebeldes se puedan reunir en masa. En el estadio se amontonan los jóvenes, y los no tan jóvenes, que según los señores grises o son delincuentes o han huido del país, llevándose la fuerza de trabajo y los conocimientos que el país les había entregado. Muy peligrosos, dicen, criados bajo el pernicioso influjo del presidente... del expresidente. Mis amigos me esquivan, temen el que en un tiempo yo vistiera el mismo uniforme que el señor más gris de todos, ese hombrecillo que de puro gris parece transparente. Claro que él ya era general cuando llegó para destrozar nuestra unidad y yo solo un capitán entre otros. Depurado como tantos otros que quisimos mantener nuestros colores, rojo, verde, azul... no nos plegamos al gris. ¿Otro control? ¿Tan juntos? ¿Qué ha ocurrido? ¿Quién soy ahora? ¿Yo? ¿Yo no?


- Caballero, documentación.


Este no es tan amable. El otro cumplía órdenes, no era más que un minúsculo engranaje de una máquina que no comprendía. Pero a este le gusta su trabajo. Yo no. Cuadra los hombros, yérguete en toda tu altura, mírale desde arriba, imposta la voz. Me mira con odio, odia mi abrigo, mi traje bien cortado, mis zapatos recién lustrados. Un resentido, un arribista que ve en el golpe una oportunidad para trepar, para elevarse. Golpéalo.


- Te estás equivocando, chico.


Duda. Hace semanas que un civil no le habla así. Y eso que solo es un cabo de infantería de marina. Pero duda. Por mi cabello ve que no soy militar, al menos en activo. Me ve muy confiado, sonriente. ¿Un político afín? ¿Un funcionario colaborador? Me va a encantar ver esa cara rastrera cuando le dé la documentación de Inspector del Estado. Le doy la cartera que guardo en mi americana. Se la doy, no la abro ante él. Acaba de verlo. Inspector de la Policía Armada. Enrojece. Su torpe cerebro intenta recordar a qué grado se asimila un inspector. Un sargento sería manejable. Incluso un subteniente. Pasa del rojo al blanco. ¿Capitán? Oh, oh…


- Coronel, chico. Coronel. Te recuerdo que aún no me has saludado.


- Sí señor. Perdone. No sabía... disculpe.


Sonríele, no pasa nada, se supone que estamos entre camaradas.


- No hay problema, cabo, continúe.


Ensucio la venia respondiendo a su desangelado saludo. Qué vergüenza, nunca habríamos permitido a alguien así entre nosotros. Supongo que por eso nos depuraron. Y por eso mis cazadores de montaña siguen allí, en mis montañas, en una frontera tan lejana como inútil. Controlando a vecinos indistinguibles de nosotros mismos. Donde no molesten, donde no puedan ser “contaminados por los desafectos”. Suficientemente lejos como para que cuando les lleguen los rumores de lo que aquí ocurre ya sea demasiado tarde.


¿Cómo llegamos a esto? ¿Cómo dejamos que los hombres grises nos dominaran? Quizá porque están por todas partes, porque casi todos nosotros tenemos un hombrecillo gris dentro. Y que Dios nos guarde de los puros de color. Porque rojos y azules nos anulamos entre gritos de traición. Y los verdes, dubitativos, oscilantes entre unos y otros, tan fáciles de captar por los grises. Y resulta tan sencillo alimentar a ese hombrecillo gris interno. Pequeñas concesiones. Pequeñas debilidades. Pequeños hurtos, trampas, vergüenzas. Es solo una cuestión de tiempo, de pequeños pasos que llevan a grandes traiciones. Es tan fácil justificarlas. Dios, Pueblo, Patria. Memeces. Pasto para hombrecillos grises, argumentos universales para borrar los colores. Pero quiero una casa más grande, un coche más rápido, ropa más cara, mejorar mi estatus. Y digo pequeñas mentiras, hago pequeños robos, defraudo a pequeña escala. Y mi tolerancia aumenta con cada falta. Cada vez la mentira es más sangrante, el robo es mayor, el fraude más escandaloso. Y ya soy un hombre gris.


Están en todas partes. Han ido creciendo en tiempos de crisis. Medrando, copando los resortes del poder. Y los que están debajo observan y aprenden, en el mejor de los casos, desanimados, olvidan sus colores, en el peor copian el gris de sus superiores. Se denuncia al amigo, al hermano, al padre. Y los más salvajes entre ellos, las bestias, matan, violan, torturan.


Por fin en casa, en esta casa que no reconozco como propia, tan lejos de mis montañas. Una cena rápida. Cambio de ropa, algo más deportivo, pero igualmente elegante, el estatus es un arma, al menos en ciertos ambientes. Esta noche se reúne mi célula, por fin daremos algunos pasos. Hoy veremos qué puede aportar cada uno. Yo puedo aportar mi experiencia militar. Conseguir acceso a algunos lugares donde se pueden encontrar viejos amigos atrapados por esta locura. Amistades, conexiones, puentes entre diversas capas.




Qué amarga la derrota. Y más cuando no se debe a tu falta de fuerza, de habilidad, de inteligencia. O frente a un enemigo superior. No, triste derrota, debida a un enemigo tan antiguo como el hombre. Judas, Efialtes… No faltan ejemplos. ¿Por qué nos ha vendido? ¿Cuáles han sido sus treinta monedas de plata? ¿Serán suficientes para olvidar la imagen de sus compañeros en el potro? Porque han recompensado su traición trayéndolo a los sótanos de este maldito estadio para ver qué ha hecho. Cómo las bestias han quebrado a sus compañeros que han perdido hasta el ánimo para escupirle a la cara, en esa cara patricia, de rasgos tan nobles que hacían imposible imaginar la traición en su alma. Si sabe lo que le conviene ahora será un miembro fiel del nuevo régimen. Porque si una voz, un atisbo de color, escapa de esta antesala del infierno y llega hasta las montañas… Qué más puedo pedir ahora, con el cuerpo desecho, cuando las bestias me liberan de las cadenas y me arrastran sobre mis piernas rotas para someterme a otra sesión interminable de preguntas, que esperar que una voz de lo que aquí ocurre llegue pronto a mis montañas. Que bajen mis cazadores y se unan a la gente que aún resiste al gris, que limpien todo esto y que de nuevo brillen los colores. Pero para mi es ya tarde. Pronto habré muerto… O me habré vuelto gris.



Madrid-Esplugues del Llobregat, 17 de mayo de 2004

miércoles, 11 de febrero de 2004

Partimos



Partimos. Porque llegó el que había sido cantado, el que porta consigo la luz de antaño y la esperanza futura. Llegó cuando ya no se le esperaba, cuando creíamos que para siempre estaríamos separados de nuestros parientes de más allá del mar. Porque rogó por Elfos y Hombres, una sola raza bajo la pesada bota del Morgoth.


Partimos. El Maestro Artesano ha bendecido nuestras armas, el Rey Supremo nuestra empresa. El Juez Mayor nos da su venia y levanta la Prohibición. Tulkas conduce, Eonwë comanda. En la costa blanca de perlas los Flautistas aprestan sus naves, que nos llevarán más allá del Gran Mar. Nuestros dorados primos forman sus ordenadas compañías. Nuestra gente, enardecida por el destino de nuestros hermanos, vacía Tirion sobre Túna.


Partimos. Porque hace ya demasiado tiempo que partieron nuestros parientes, nuestras gentes, arrastrados por mentiras y verdades que preferimos olvidar. Porque aquellos que se separaron de nosotros en el Gran Viaje no pueden permanecer sojuzgados por el Enemigo. Porque el Marinero nos ha hablado de la belleza y la fuerza de los hombres mortales, de su promesa de gloria futura, y ansiamos correr en su ayuda. Porque también el Maestro Artesano, a quien amamos, teme por la suerte de sus hijos.


Partimos. Porque hemos conocido en nuestra propia carne las mentiras del Enemigo, conocemos sus mañas, y nos resultan odiosas. Porque somos los Noldor, capaces, fieros, arrogantes bajo la égida del Rey Mayor. Tomamos para nosotros la tarea de derrotar a los ejércitos del Enemigo, a sus bestias e ingenios de guerra. No tememos a orco, balrog o dragón; donde una criatura clame por la luz, acudiremos.


Parto. En busca de mi hija, de mis sobrinos, de mis parientes nacidos en Beleriand. De aquellos que aún viven pues el Marinero me ha hablado del destino de mis hijos... Volveremos a encontrarnos, hijos míos, sea en Mandos o en Valinor, pero a la Montaña Blanca pongo por testigo de que pronto seréis vengados. Dice también el Marinero que siete heridas grabó mi hermano en la cara del Morgoth antes de morir. ¿Seremos nosotros menos? Si es voluntad de Eru, si así ha sido cantado, lo que Fingolfin empezó lo acabaremos nosotros.


Mira, noldo, la bahía de perlas, cuajada de velas blancas, de níveos cisnes que nos llevarán más allá del mar. Mira como las Compañías Doradas atraviesan el Calacirya, descendiendo hasta las playas. Allí nuestras propias compañías me esperan, aguardan a su capitán, a su rey. Bajo los estandartes blancos el ejército de Valinor parte, tras miles de años, a la guerra.


Aguantad aún, hermanos. Aguanta, hija mía. Ya partimos.



Esplugues del Llobregat, 11 de febrero de 2004