miércoles, 8 de diciembre de 2004

Patricia



- Tenía ojos de animal asustado. ¿Cómo se llamaba aquella cantante? Sí, mujer, la del grupo aquel, aún estaba yo en el instituto cuando... Transvision Vamp. Sí. Eso. Transvision Vamp. Tenía unos ojos claros enormes, inmensos. Así eran los de Patricia, solo que los suyos eran oscuros. No sé, como mezcla de negro y violeta. Algo así. ¿Me pones otro?


- Sería el tercero en un cuarto de hora.


- Vaaamos, pon otro, sé buena. No te preocupes, dentro de un rato vendrán a buscarme. ¿Dónde estaba?


- En los ojos de una chica.


- Sí... Patricia. Tenía unos ojazos enormes, ya te digo. Quizá demasiado separados, le hacían la cara rara. Creo que por eso no era lo que se dice guapa. Era tremendamente atractiva, eso sí. También tenía la boca grande. Muy bonita, también. Sí. Tenía una cara... eh...


- ¿Ecléctica?


- Justo. E-cléc-ti-ca. Eso. Creo que tenía complejo de fea. Y eso que tenía un cuerpo de fábula. Quizá un poco bajita. Pero entraba en cualquier local y todos se giraban a mirarla. Hasta las tías. En serio.


- Anda, toma, aquí tienes. ¿Qué tal si me explicas qué te ha pasado en la cara?


Marc cambia un vaso en el que apenas habían empezado a derretirse los hielos por otro nuevo, donde el Jack Daniel’s sigue sin bautizar. Se ha propuesto emborracharse y lo está haciendo a conciencia. Primero ha encargado a Albert, un buen amigo, que pase a buscarlo en una hora. Después se ha dirigido a un bar que sabe medio vacío entre semana, donde conoce a la dueña y sabe que podrá beber hasta caerse del taburete sin problemas, aunque sea ya tan tarde. Y dispondrá además de la atención de la patrona. No es bueno beber solo, y siempre viene bien una oreja amiga. A su derecha un Frankenstein de cartón piedra y tamaño natural parece querer ser de alguna ayuda, aunque resulta difícil creer que alguien que se sujeta los sucios pantalones con una cuerda posea la sensibilidad suficiente como para comprender lo sucedido esa noche. Además Marc necesita de alguien dotado de autoridad moral, alguien capaz de absolverlo por una, juzga, terrible falta y el muñeco no parece tenerla. Más bien parece necesitar también un cierto consuelo. Brinda por él en silencio. Te lo agradezco, compañero, la intención es lo que cuenta. Pero será otro día cuando cuentes tu historia, esta noche es mía.


Siente, aprecia, la quemazón de ese primer trago de bourbon puro, sin contaminar aún por el agua de los hielos. Un trago largo, generoso, del que sigue el recorrido por su cuerpo. Boca, garganta, esófago – o eso cree, a fin de cuentas es de letras y el colegio queda lejos en el tiempo -, hasta el golpe final en el estómago. Un calorcillo reconfortante que al día siguiente le costará una resaca monumental, pero que esa noche le ayudará a dormir sin ver los ojos de Patricia.


- Tenía veinte años, ¿sabes? Y una mente un tanto peculiar. Según Graciela...

- Perdona que te corte, ¿dónde está?


- ¿Graciela? Ha vuelto unos días a Mendoza, a Argentina. Las cosas andan revueltas allá y quiere traerse a sus padres. No sé donde vamos a meterlos, pero bueno... Dios provee, supongo.


- ¿Según Graciela?


- ¿Qué?


- Decías algo de Graciela y esa Patricia.


- Mmm... sí. Decía Graciela que Patricia solo podía atraer a dos tipos de hombres. Supongo que era por ese aire de cervatillo en apuros. Unos que se aprovecharían de ella. Asfixiándola. Impidiendo que se moviera. Cuidando de que el cervatillo siguiera asustado e indefenso. Dios, mataría a ese cabrón si no fuera porque ya está muerto.


- ¿Y los otros?


La mirada de Marc se alza del vaso para clavar sus ojos en los de su interlocutora.


- Según Graciela los otros siempre llegan tarde para las chicas como Patricia.


Tras unos instantes de silencio la dueña del local acude a atender a otro cliente, momento que aprovecha Marc para inclinarse sobre la barra y tomar la botella de Jack Daniel’s. Llena a rebosar el vaso, desdeñando el hielo. Intenta recordar cuánto alcohol le queda en casa. Va a necesitar bastante para ahogar a esa vocecilla que en su interior le recuerda que tal vez no haya sido culpa suya, pero que de haber llegado antes quizá podría haber hecho algo.


Estupendo. Casi llena. Y falta media hora para que llegue Albert. Media botella para cada cuarto de hora. Supongo que empiezo a perder los papeles, ya me encuentro de lo más ingenioso. Patricia. Tenía razón Graciela cuando le dijo que acabaría mal. Claro que Graciela siempre tiene razón cuando saca a relucir esa especie de chamán mapuche que según ella es el responsable de su parte india. Aunque tampoco hacía falta llegarse hasta Delfos para consultarle al oráculo teniendo en cuenta las compañías de la pobre Patricia. Pero acabar tan mal...


- Espero que no te importe que me haya servido yo mismo...


- Igual te cobraré lo que yo quiera... ¿Me vas a contar lo de tu cara o no?


- Mario era su novio. Un perfecto imbécil. Montado en el dólar, el muy gilipollas. O en el euro, ya puestos. Y en todas las zorritas que pasaban por el bar, incluso cuando ya estaba con Patricia. Se había fumado la mitad del valle del Rif y esnifado un par de provincias colombianas, él fue quien metió a Patricia en la coca. Bebía whisky como si fuera agua, y el muy imbécil exigía que los cubitos de hielo fuesen de Solán de Cabras. Muy guapo, decían, aunque para mí parecía más bien una mujer. Y bajita, además. No llegaba al metro sesenta, diría yo, siempre con zapatos con un buen tacón, seguro que usaba alzas, en fin... Pegaba a Patricia, creo, al principio, aunque ella siempre me lo negó. Jodido gilipollas. No entiendo como podía estar con él. Patricia, digo. Un día que nos los encontramos en un restaurante Graciela se negó a que se sentaran con nosotros, el tal Mario le ponía los pelos de punta. En todo caso últimamente no le había puesto las manos encima, hasta esta semana. Tampoco es que le hiciese falta, Patricia ya estaba rota y hacía siempre la santa voluntad de Mario, como un zombie... o un animal asustado.


- Tu cara...


- Hace unos días encontré a Patricia en la Rambla, con gafas de sol a las ocho de la tarde. Las gafas le tapaban el ojo hinchado, pero dejaban al descubierto el pómulo entre verde y azul y una ceja cosida a grapas. Me negó una y otra vez que hubiese sido Mario, pero se me cruzaron los cables, quién iba a ser si no. Me fui para el bar... Allí estaba, en la barra, el muy cabrón. Exhibiéndose como una modelo o una puta. Tuve el placer de notar como se le partía el puente de la nariz al primer puñetazo, y espero haberle hundido un par de costillas a patadas antes de que dos fulanos que tenía por allí me arrastrasen hasta el reservado y me dejaran la cara así. Bueno, ya lo sabes. El caso es que entró el jodido enano, abrió una bolsa deportiva de lona y sacó de ella una pistola enorme. Se limitó a enseñármela. Si vuelves a entrar en el bar te mato. Te mataré si vuelves a pegar a Patricia. No sé porqué no me puso las manos encima, yo ya no estaba para muchas bromas.


-Perdona un momento...


Vuelve Marc a quedarse solo, pese a los esfuerzos por mostrarse amigable del acartonado Frankenstein. Recuerda como se encontró hace tan solo unas horas con Patricia en la calle, cerca de casa. Sola, más cervatillo que nunca. Ayúdame, Marc, ayúdame. Ven conmigo al bar. Quédate en el bar, hoy Mario ha invitado a sus jefes. No puedo, Patricia, mira como tengo la cara, si paso por el bar los amigos del imbécil de tu novio me la acaban de arreglar. Ve volar sus manos, la naricilla que se frunce al tomar aire con fuerza, los ojos brillantes, el triángulo rosado que es su lengua bañar sus labios una y otra vez. Joder, Patricia, otra vez con la puta coca. Porfavorporfavorporfavor. Vienen los jefes de Mario. Ha invitado a sus jefes. Ven al bar, ven con tus amigos. No pasará nada si estás allí con tus amigos. Patricia colgada de su brazo, al borde del llanto. Mirándolo a los ojos, negro contra azul, implorante. Está bien. Dame una hora. Voy a casa, está a punto de llamar Graciela, y llamaré desde allí a dos amigos suyos, carne de gimnasio. Creo que tienen suficiente músculo como para que nadie me vuelva a tocar la cara. Una hora, Marc, no tardes más, por favor. Poniéndose de puntillas le da un beso en la mejilla y sale corriendo. Aún se gira antes de doblar la esquina, le mira desde allí, le sonríe esperanzada. Y desde allí ve aún Marc el negro de sus ojos. Y lo seguirá viendo mientras esté vivo, mientras le quede capacidad para el recuerdo.


Retoma la botella, rellena el vaso. Quizá consiga evitar el recuerdo por una noche. El muñeco de su derecha es ya todo amistad y simpatía, parece querer comprenderle, susurrarle que en realidad no ha sido culpa suya. Que quién iba a suponer. Y que cómo podía saber. Simpático el monstruo, se le ve buena gente, lástima que acabara mal en el libro. Tan mal como Patricia.


Se ve junto al teléfono, en casa, convocando a los gorilas de Graciela, compañeros suyos de gimnasio. Uno no puede ir, cita al otro, Eduardo, en la puerta del bar en unos tres cuartos de hora, le pide que entre si él tarda, que mire a ver si pasa algo raro. ¿Qué es raro? Yo qué sé, joder, raro. Albert no coge el móvil. No parece haber nadie en ningún sitio. Quizá baste con uno solo. Sí. Seguro. Graciela tarda en llamar. Y cuando lo hace se eterniza al teléfono. Tiene problemas con el consulado de España en Mendoza, tardarán mucho en darle los papeles para sus padres, hijo él de un emigrante español, un anarquista exiliado. Cree que en el consulado de Córdoba puede tener más suerte, le han dicho que allí la tramitación es más rápida. Nota ausente a Marc. ¿Qué te pasa, amor? Nada, cariño, una tontería, seguramente. ¿Recuerdas a Patricia? Sí, la de los ojos grandes, verás...


Tarde, llega tarde. Un taxista se niega a llevarle al Raval a esas horas. Otro se niega a hacer un trayecto tan corto, que ni que esto fuese el metro, hombre, que qué se ha creído. Se ve corriendo Ramblas abajo, sorteando grupos de turistas. Ve cómo dobla Nou de la Rambla, esquivando prostitutas que ya ejercían cuando él merendaba delante de la televisión viendo las desventuras de Marco. Revive la sorpresa de ver a la gente salir corriendo del bar, asustados, gritando. Entra contra corriente, oyendo la voz de Graciela, bruja, sabia, “los otros siempre llegan tarde”. Y tarde llega, finalmente. Alcanza el interior para encontrar a Eduardo de rodillas, acunando el cuerpo inerte de Patricia, varios cadáveres alrededor. Tiene los ojos abiertos, los bellos, inmensos ojos. Llegas tarde, Marc, llegas tarde, le dicen. Te esperaba y no llegaste.

Botella vacía, un problema. Aunque este es fácil de solucionar. Se inclina de nuevo sobre la barra y coge otra botella. Se sirve ante la mirada de censura de la dueña. El muñeco también parece censurarlo ahora que conoce la historia. A fin de cuentas quizá sí fuera culpa tuya, muchacho. ¿Qué pasó, dentro del bar? Me disculpas la curiosidad, pero si debo condenarte debería saberlo todo antes.


¿Qué pasó? Me lo contó Eduardo. Eduardo, gigantesca montaña de músculos que hubiera jurado no tenía espacio para sentimientos entre tanto anabolizante. Eduardo, que llora acunando el cuerpo de Patricia. Que le habla entre sollozos cuando lo siente detrás de él. Marc, Marc, podías haberme dicho algo. Si me hubieses dicho que la protegiera la habría sacado del bar a rastras. No sabía lo que pasaba, lo que tenía que hacer. Llegué temprano, así que entré y me acerqué a la barra. Me senté en un extremo, la pobre chica no me hacía caso, estaba como en otro mundo, miraba continuamente el reloj. Vino un enano con la nariz rota, ese desgraciado del traje claro, el que tiene la cabeza reventada. Se la llevó a rastras, a empujones hasta el reservado. ¿Por qué no me dijiste nada, joder? Dios mío, aún podía haber tumbado a aquel pigmeo y haberla llevado a tu casa, a donde fuese, fuera de aquí. La metió en el reservado, les oí gritar a los dos. Sale él, entra otro fulano, aquel de la camisa a cuadros. Más gritos. Sale al cabo de un rato, entra otro. Ya no se oye nada. Y otro más, después. Haberme dicho algo, Marc, haberme dicho algo, hombre.


Le escuece recordar la voz de Eduardo. Lo que esta le dibuja en la mente. Pobre Patricia. Dulce Patricia. La voz ronca le muestra lo que no ha visto y quisiera poder olvidar. Cómo Patricia sale completamente ida del reservado, minutos antes de que él llegara. Patricia, con aire ausente, desnuda, magullada, la nariz sangrante, con la mochila de lona de Mario en la mano izquierda. Se dirige a la mesa donde este ríe con sus jefes. Llega a su altura, las risas redoblan su intensidad, cuatro buitres, cuatro hienas ante un pedazo de carne muerta. Mete la diestra en la bolsa de lona, saca la enorme pistola, incongruente en su diminuta mano. Las risas aumentan, se vuelven histéricas, solo Mario está serio ahora. No dramatices, Patricia, deja eso. Primero revienta la cabeza de Mario de un disparo. El silencio se adueña del local, silencio que se rompe cuando la pistola retumba de nuevo. Segundo disparo, uno de los jefes muerto. La gente del bar cae presa del pánico, gritos, estampida. Los dos peleles restantes intentan huir, ni siquiera se plantean el enfrentarse a Patricia. Caen uno tras otro. El primero alcanzado en el pecho, el segundo, más rápido, con un boquete abierto en la espalda. Es entonces cuando Eduardo consigue reaccionar. Empieza a moverse en dirección a Patricia, lentamente. Levanta las manos cuando esta le encañona. Tranquila, soy un amigo. Yo no tengo amigos. Sigue acercándose a ella. Me envía Marc, soy un amigo suyo, ¿lo conoces? ¿Marc? Sí, lo conozco. Pero no está aquí. Me dijo que vendría. Que me ayudaría. Pero no está aquí. Eduardo palidece, se detiene. Acaba de fijarse en los ojos de Patricia, que lentamente gira el arma hacía sí misma. Espera, no tienes porqué hacer eso. Déjame ayudarte, por favor. Llegas tarde. Su hermosa boca dibuja una o perfecta e introduce allí el cañón del arma. Salta Eduardo, dispara Patricia. La alcanza antes de que llegue al suelo, cae de rodillas con su cuerpo inerte entre sus brazos. Queda hipnotizado por los dos pozos oscuros que son los ojos de Patricia, aún abiertos. La mece como a una niña dormida hasta que, a su espalda, oye el rugido de Marc.


El muñeco de cartón piedra desvía la mirada, oculta el rostro entre las manos. Marc solloza débilmente, apura su vaso antes de notar una palmada en su espalda. Albert, por fin.


- ¿Qué hay? Por Dios, Marc, ¿estás llorando? ¿Qué pasa?


- ¿Cómo se llamaba aquella cantante? – pregunta Marc, la voz pastosa de alcohol y pena.


- ¿Qué?


- Aquella que tenía los ojos tan grandes...


Extrañado, Albert mira a su alrededor buscando una explicación mientras sostiene al tambaleante Marc.


- Se refiere a la cantante de Transvision Vamp – le aclara la dueña del local.


- Joder – duda unos instantes mientras rebusca en su memoria -. ¿Wendy James?


- Eso, Wendy James. Tenía unos ojos inmensos. También Patricia. Pero no eran claros. Los suyos eran oscuros. Como negro y violeta.