- No bebas de esa forma, muchacho, reventarás como una vaca enferma.
El que habla es un humano alto, fornido, con una larga y lacia cabellera en la que la plata derrota al ébano. Su cara, bronceada por la intemperie, está arrugada como la de un anciano, pero detalles como la fuerza de sus manos, la apostura de su aspecto desmienten esa idea de vejez. Sus ojos son negros, ligeramente rasgados, montados sobre unos pómulos altos que le dan el aire de un ave rapaz.
- Estoy muerto, maestro... cinco lunas... conozco ya esas malditas montañas mejor que mi propia cama...
El joven jadea sentado en la orilla, dejando que la fría agua del Crystalmir tonifique los doloridos músculos de sus piernas. El muchacho, agotado, sonríe a su maestro con la inocencia propia de los cachorros. Pero este cachorro de humano es diferente, la altura desmesurada, los anchos hombros, los rasgos toscos y gruesos herencia de un padre semiogro lo separan de las crías de su edad.
Durante cinco lunas han marchado entre las montañas Khalkist, solos y sin comida, alimentándose solo de las escasas hierbas y criaturas que crecen en tan agreste entorno. Todo forma parte del adiestramiento del muchacho, educación que empezó años atrás, cuando una turba enloquecida mató a los padres del muchacho. Desde entonces el llamado maestro, viejo amigo del padre del joven Eilif, ha entrenado al retoño en las artes de la supervivencia, en el manejo de las armas, ha sido también el profesor que no ha podido tener por ser un mestizo.
Al caer la noche encienden un fuego en el exterior de la cabaña para preparar la cena, quedan pocos días del verano, y tal vez haya pocos lugares más hermosos que la ribera del Crystalmir para disfrutar de una cena al aire libre. Ambos comen con ganas, pues es la primera comida elaborada que toman en cinco lunas. Terminada la cena, ambos reposan en el exterior, extenuados, complaciéndose el mayor en elaborar figuras con el humo producto de la hierba para pipa.
- Contad una historia, maestro. Una de esas fantasiosas historias que os gusta relatar.
El viejo medita entre nubes de humo, sintiendo el ardiente paso del alcohol por su garganta.
“Fantasiosas... ah, Eilya, si tu supieras... eres tan joven y confiado que te niegas a creer lo que te contado mil veces, lo que te dicen tu ojos. Ignoras el pacto que tenía con tu padre, ignoras lo que te espera...”
- ¿Habéis estado casado, maestro? ¿Habéis tenido hijos? Parecéis mayor y sin embargo...
“¿Casado?... ¿hijos?”
- ¿Mayor? ¡mayor! Chiquillo insolente... Está bien, tendrás tu historia...
La voz del viejo se llena de matices, adquiriendo la riqueza de tonos necesaria para narrar como se debe una bella historia. Permanece recostado en “su” árbol, bajo las estrellas.
“Te hablaré de una raza especial, Eilya, de una raza de gentes de muchas razas. Vivieron hace mucho tiempo, mucho, mucho tiempo. Vivieron antes del Cataclismo, cuando Istar era fuerte y el Príncipe de los Sacerdotes un líder temido en Ansalon, cuando los Caballeros de Solamnia recorrían el continente impartiendo justicia, cuando el Emperador de Ergoth era una figura respetada.
“Eran, de nombre, súbditos de Istar. Vivian lejos al sur de la gran ciudad. Tan lejos que las carretas cargadas a rebosar de pieles y carnes ahumadas para la gran urbe tardaban setenta y cinco días en llegar de su hermosa tierra a Istar.
“Ahhh... su tierra. Era hermosa, hermosa a los ojos de aquellas gentes. Inmensas llanuras en las que el viento podía soplar durante semanas hasta despellejar una bestia caída en los campos, planicies por las que un hombre podía cabalgar durante días y no encontrar a un semejante. Había montañas que arañaban los cielos, montañas que nunca había hollado el pie de un ser vivo, quizá solo los dioses. Ríos de frías corrientes y lagos de aguas tan limpias que en los amaneceres un hombre podía ver todos los colores del mundo reflejadas en ellas.
“Y las gentes... No verás nunca gentes como aquellas gentes... La tierra, además de hermosa era dura, muy dura. Nunca toleró a los débiles, a los indecisos, extirpándolos de su seno. Y así surgió una estirpe de hombres orgullosos, indomables, los jinetes pastores del sur. De todas las razas, de todos los pueblos libres, pues los que huían de la injusticia y la opresión de los poderosos en Ansalon podían esperar refugio en aquella tierra libre de señores y siervos. El flujo de recién llegados era incesante, ya que las injusticias eran muchas. Y eran bienvenidos, pues aquellas gentes acostumbraban a vivir solas, aisladas, siendo muy pocos los matrimonios y menos aún los nacimientos.
“Contra lo que podía parecer no eran gentes toscas, rudos pastores envueltos en pieles de animales salvajes como decían los petimetres en Istar. Había algunos verdaderos clérigos y magos entre ellos, huidos de conflictos en las grandes ciudades. Y los druidas eternos, que siempre ocuparon aquella zona del continente. En las contadas agrupaciones que había en la tierra había pequeños templos, sencillos anfiteatros, menudas bibliotecas. Pero sobre todas las artes amaban la música. La melancolía de aquel país impregnaba la música que sonaba siempre, en todas partes donde hubiera uno de los miembros del pueblo. Ninguna ceremonia más alegre, ninguna música más gozosa, que la del bautizo con el que se celebraba la llegada de una nueva vida. No oirás una música más triste, más cercana al corazón de los hombres que la que despedía a los que nos… los dejaban.
“Pero en el lejano norte los Señores de Istar libraban guerras. En su locura intentaron exterminar a los ogros y sojuzgar otros pueblos, y para ello levantaron legiones, temibles ejércitos. Las invencibles legiones de Istar eran caras de mantener, y ese mantenimiento exigía más y más oro. Las codiciosas miradas de los Señores, esquilmadas otras provincias se volvieron hacia el sur. Y pidieron más y más. Y cada vez más les fue entregado. Los rebaños disminuyeron, las quejas contra el mal gobierno aumentaban. Y llegó la peor afrenta que se podía infligir a aquellas gentes, la esclavitud. Los que no podían cubrir las cuotas pedidas desde el norte fueron enrolados a la fuerza en la milicia, y no volvían a ser vistos.
Un tremendo ronquido interrumpe al anciano. El joven Eilif, extenuado, se ha quedado dormido recostado contra “su” árbol. El viejo se incorpora sonriendo. Niños, piensa. Y hace un gesto que en su tiempo hizo muchas veces, cubre al joven dormido con una manta. Pero perdido en su historia no ve la negra cabellera de Eilif, en sus ojos la mata de pelo, más rebelde, más corta, femenina, es roja como el fuego. Dejando las lágrimas fluir por sus mejillas entra en la casa volviendo con un extraño instrumento, rara mezcla de sacos y tubos. Perdido aún en sus pensamientos, pisando una tierra que no existe ya más que en su memoria se dirige a la orilla del Crystalmir, sentándose allí y soplando hasta inflar uno de los sacos que componen el instrumento. Lo aloja bajo su brazo, y presionándolo suavemente obtiene un triste lamento, un llanto de despedida capaz de romper el corazón más embrutecido
“Una mujer, niños. Sí, Eilya, estuve casado, con la más maravillosa de las mujeres. Y tuve hijos, los mejores que pueden nacer de la unión de un hombre y una mujer. Mis bellos hijos. Ella fue uno de los líderes del levantamiento cuando la situación se hizo intolerable. Mis retoños, dos fuertes pastores y una jinete tan rápida como el viento recorrieron la tierra portando la flecha ensangrentada que había de llamar a la rebelión.
“Nos alzamos en armas, fuertes, orgullosos, con la determinación del que se sabe asistido por la razón. Y nos negamos a pagar las nuevas tasas, reclamando las tarifas de antaño. Por unos meses pareció que el Príncipe de los Sacerdotes atendía nuestro llamado, pues mandó a uno de sus ministros para negociar una solución. Pero no fue la llegada de aquél la de un religioso entre sus feligreses sino la de un lobo entre el rebaño. Aquel hombre llegó acompañado de una legión. Pretendía imponer unas tasas que eran el triple de las antiguas, unas tasas que condenaban al hambre a nuestros ancianos y nuestros escasos niños. Pretendía enrolar en las legiones a uno de cada cinco de nuestros jóvenes. Pretendía... esclavitud.
“Nos alzamos. Quemamos campos de trigo por nacer, recogimos el ganado y lo llevamos a las montañas y nos dispusimos a resistir. Nosotros, que nunca fuimos más de dos mil guerreros montados, nos alzamos contra toda una legión de Istar. Y la vencimos. Vino una legión más, y después otras dos, y fueron rechazadas por la fuerza de nuestros brazos, de los jinetes pastores del sur y la dureza de nuestra querida tierra, hollada por pies extraños. Pero la nuestra era una lucha perdida, siempre fuimos pocos y de Istar parecía llegar un río de hombres y acero. Cada nueva victoria era casi una derrota, pues cada vez éramos menos. En la última batalla perdí a mis dos hijos varones, mis chiquillos...
El lamento del instrumento del viejo sigue llenando el aire. Las montañas, el lago, las lunas lloran el destino de los jinetes del sur.
“Y llegó por fin nuestra némesis, el estandarte de nuestra derrota. Las banderas de la maligna sexta legión, ¡malditos sean en el Abismo! El Príncipe nos mandaba a los “héroes” de las guerras contra los ogros, a los que sojuzgaron cien pueblos libres bañándolos en sangre. Entrenados por los Caballeros de Solamnia, no había en Ansalon una fuerza capaz de resistir su bestial empuje.
“Y peleamos. Durante ocho meses de pesadilla combatimos a demonios que torturaban ancianos, violaban mujeres y mataban niños. Apenas quedábamos mil jinetes para enfrentar la tormenta que rompía desde el norte. Ocho meses en los que llegamos a un punto sin salida. Demasiado pocos para desalojar de la tierra a la legión. Los suficientes para impedir que ocuparan las montañas.
“De nuevo llegó aquel ministro. Con palabras suaves, con promesas de paz. Juraba por los dioses, nos entregaba el perdón y el cariño del Príncipe de los Sacerdotes. Decía haber sido engañado por señores codiciosos. Venid, nos dijo. Venid y hablaremos y todo será perdonado. Y fuimos. Setecientos cincuenta hombres y mujeres, la rosa más bella, la de más aguzadas espinas que nuestra tierra ofreció de su seno. Desarmados ante los compromisarios de Istar, pues se nos dijo, y así lo parecía, que la sexta legión había sido retirada para ser juzgada por sus crímenes en Istar.
El lamento calla. Las montañas, el lago, las lunas ven como solloza el viejo.
“Ay. Ay de los hermosos jinetes del sur. Ay de la tierra y sus gentes. Tan confiados en la nobleza de sus propios actos, tan rectos que no podían imaginar lo que se les venía encima.
“Nos rodearon en nuestra propia tierra. Ocultos por poderosos encantamientos se alzaron los ejércitos de Istar, los malditos demonios de la sexta legión, que acompañan al Príncipe en el Abismo. Estábamos desarmados, inermes. Y aún así peleamos, siempre disciplinados formamos un círculo y peleamos. Palmo a palmo. Con los pies, las manos, los dientes. Cada vez en un círculo más pequeño. Con las armas que arrebatamos al enemigo. Y allí murieron todos, asesinados uno a uno. Todos menos yo. Perdido el conocimiento me dieron por muerto. Pero estoy destinado a no morir en esta tierra. A no morir y enterrar a los míos. Nunca volví a casarme, nunca volví a tener hijos...
“Mi mujer... mis niños...
23 de octubre de 2001.