martes, 23 de octubre de 2001

Matanza

- No bebas de esa forma, muchacho, reventarás como una vaca enferma.

 

El que habla es un humano alto, fornido, con una larga y lacia cabellera en la que la plata derrota al ébano. Su cara, bronceada por la intemperie, está arrugada como la de un anciano, pero detalles como la fuerza de sus manos, la apostura de su aspecto desmienten esa idea de vejez. Sus ojos son negros, ligeramente rasgados, montados sobre unos pómulos altos que le dan el aire de un ave rapaz.

 

- Estoy muerto, maestro... cinco lunas... conozco ya esas malditas montañas mejor que mi propia cama...

 

El joven jadea sentado en la orilla, dejando que la fría agua del Crystalmir tonifique los doloridos músculos de sus piernas. El muchacho, agotado, sonríe a su maestro con la inocencia propia de los cachorros. Pero este cachorro de humano es diferente, la altura desmesurada, los anchos hombros, los rasgos toscos y gruesos herencia de un padre semiogro lo separan de las crías de su edad.

 

Durante cinco lunas han marchado entre las montañas Khalkist, solos y sin comida, alimentándose solo de las escasas hierbas y criaturas que crecen en tan agreste entorno. Todo forma parte del adiestramiento del muchacho, educación que empezó años atrás, cuando una turba enloquecida mató a los padres del muchacho. Desde entonces el llamado maestro, viejo amigo del padre del joven Eilif, ha entrenado al retoño en las artes de la supervivencia, en el manejo de las armas, ha sido también el profesor que no ha podido tener por ser un mestizo.

 

Al caer la noche encienden un fuego en el exterior de la cabaña para preparar la cena, quedan pocos días del verano, y tal vez haya pocos lugares más hermosos que la ribera del Crystalmir para disfrutar de una cena al aire libre. Ambos comen con ganas, pues es la primera comida elaborada que toman en cinco lunas. Terminada la cena, ambos reposan en el exterior, extenuados, complaciéndose el mayor en elaborar figuras con el humo producto de la hierba para pipa.

 

- Contad una historia, maestro. Una de esas fantasiosas historias que os gusta relatar.

 

El viejo medita entre nubes de humo, sintiendo el ardiente paso del alcohol por su garganta.

 

“Fantasiosas... ah, Eilya, si tu supieras... eres tan joven y confiado que te niegas a creer lo que te contado mil veces, lo que te dicen tu ojos. Ignoras el pacto que tenía con tu padre, ignoras lo que te espera...”

 

- ¿Habéis estado casado, maestro? ¿Habéis tenido hijos? Parecéis mayor y sin embargo...

 

“¿Casado?... ¿hijos?”

 

- ¿Mayor? ¡mayor! Chiquillo insolente... Está bien, tendrás tu historia...

 

La voz del viejo se llena de matices, adquiriendo la riqueza de tonos necesaria para narrar como se debe una bella historia. Permanece recostado en “su” árbol, bajo las estrellas.

 

“Te hablaré de una raza especial, Eilya, de una raza de gentes de muchas razas. Vivieron hace mucho tiempo, mucho, mucho tiempo. Vivieron antes del Cataclismo, cuando Istar era fuerte y el Príncipe de los Sacerdotes un líder temido en Ansalon, cuando los Caballeros de Solamnia recorrían el continente impartiendo justicia, cuando el Emperador de Ergoth era una figura respetada.

 

“Eran, de nombre, súbditos de Istar. Vivian lejos al sur de la gran ciudad. Tan lejos que las carretas cargadas a rebosar de pieles y carnes ahumadas para la gran urbe tardaban setenta y cinco días en llegar de su hermosa tierra a Istar.

 

“Ahhh... su tierra. Era hermosa, hermosa a los ojos de aquellas gentes. Inmensas llanuras en las que el viento podía soplar durante semanas hasta despellejar una bestia caída en los campos, planicies por las que un hombre podía cabalgar durante días y no encontrar a un semejante. Había montañas que arañaban los cielos, montañas que nunca había hollado el pie de un ser vivo, quizá solo los dioses. Ríos de frías corrientes y lagos de aguas tan limpias que en los amaneceres un hombre podía ver todos los colores del mundo reflejadas en ellas.

 

“Y las gentes... No verás nunca gentes como aquellas gentes... La tierra, además de hermosa era dura, muy dura. Nunca toleró a los débiles, a los indecisos, extirpándolos de su seno. Y así surgió una estirpe de hombres orgullosos, indomables, los jinetes pastores del sur. De todas las razas, de todos los pueblos libres, pues los que huían de la injusticia y la opresión de los poderosos en Ansalon podían esperar refugio en aquella tierra libre de señores y siervos. El flujo de recién llegados era incesante, ya que las injusticias eran muchas. Y eran bienvenidos, pues aquellas gentes acostumbraban a vivir solas, aisladas, siendo muy pocos los matrimonios y menos aún los nacimientos.

 

“Contra lo que podía parecer no eran gentes toscas, rudos pastores envueltos en pieles de animales salvajes como decían los petimetres en Istar. Había algunos verdaderos clérigos y magos entre ellos, huidos de conflictos en las grandes ciudades. Y los druidas eternos, que siempre ocuparon aquella zona del continente. En las contadas agrupaciones que había en la tierra había pequeños templos, sencillos anfiteatros, menudas bibliotecas. Pero sobre todas las artes amaban la música. La melancolía de aquel país impregnaba la música que sonaba siempre, en todas partes donde hubiera uno de los miembros del pueblo. Ninguna ceremonia más alegre, ninguna música más gozosa, que la del bautizo con el que se celebraba la llegada de una nueva vida. No oirás una música más triste, más cercana al corazón de los hombres que la que despedía a los que nos… los dejaban.

 

“Pero en el lejano norte los Señores de Istar libraban guerras. En su locura intentaron exterminar a los ogros y sojuzgar otros pueblos, y para ello levantaron legiones, temibles ejércitos. Las invencibles legiones de Istar eran caras de mantener, y ese mantenimiento exigía más y más oro. Las codiciosas miradas de los Señores, esquilmadas otras provincias se volvieron hacia el sur. Y pidieron más y más. Y cada vez más les fue entregado. Los rebaños disminuyeron, las quejas contra el mal gobierno aumentaban. Y llegó la peor afrenta que se podía infligir a aquellas gentes, la esclavitud. Los que no podían cubrir las cuotas pedidas desde el norte fueron enrolados a la fuerza en la milicia, y no volvían a ser vistos.

 

Un tremendo ronquido interrumpe al anciano. El joven Eilif, extenuado, se ha quedado dormido recostado contra “su” árbol. El viejo se incorpora sonriendo. Niños, piensa. Y hace un gesto que en su tiempo hizo muchas veces, cubre al joven dormido con una manta. Pero perdido en su historia no ve la negra cabellera de Eilif, en sus ojos la mata de pelo, más rebelde, más corta, femenina, es roja como el fuego. Dejando las lágrimas fluir por sus mejillas entra en la casa volviendo con un extraño instrumento, rara mezcla de sacos y tubos. Perdido aún en sus pensamientos, pisando una tierra que no existe ya más que en su memoria se dirige a la orilla del Crystalmir, sentándose allí y soplando hasta inflar uno de los sacos que componen el instrumento. Lo aloja bajo su brazo, y presionándolo suavemente obtiene un triste lamento, un llanto de despedida capaz de romper el corazón más embrutecido

 

“Una mujer, niños. Sí, Eilya, estuve casado, con la más maravillosa de las mujeres. Y tuve hijos, los mejores que pueden nacer de la unión de un hombre y una mujer. Mis bellos hijos. Ella fue uno de los líderes del levantamiento cuando la situación se hizo intolerable. Mis retoños, dos fuertes pastores y una jinete tan rápida como el viento recorrieron la tierra portando la flecha ensangrentada que había de llamar a la rebelión.

 

“Nos alzamos en armas, fuertes, orgullosos, con la determinación del que se sabe asistido por la razón. Y nos negamos a pagar las nuevas tasas, reclamando las tarifas de antaño. Por unos meses pareció que el Príncipe de los Sacerdotes atendía nuestro llamado, pues mandó a uno de sus ministros para negociar una solución. Pero no fue la llegada de aquél la de un religioso entre sus feligreses sino la de un lobo entre el rebaño. Aquel hombre llegó acompañado de una legión. Pretendía imponer unas tasas que eran el triple de las antiguas, unas tasas que condenaban al hambre a nuestros ancianos y nuestros escasos niños. Pretendía enrolar en las legiones a uno de cada cinco de nuestros jóvenes. Pretendía... esclavitud.

 

“Nos alzamos. Quemamos campos de trigo por nacer, recogimos el ganado y lo llevamos a las montañas y nos dispusimos a resistir. Nosotros, que nunca fuimos más de dos mil guerreros montados, nos alzamos contra toda una legión de Istar. Y la vencimos. Vino una legión más, y después otras dos, y fueron rechazadas por la fuerza de nuestros brazos, de los jinetes pastores del sur y la dureza de nuestra querida tierra, hollada por pies extraños. Pero la nuestra era una lucha perdida, siempre fuimos pocos y de Istar parecía llegar un río de hombres y acero. Cada nueva victoria era casi una derrota, pues cada vez éramos menos. En la última batalla perdí a mis dos hijos varones, mis chiquillos...

 

El lamento del instrumento del viejo sigue llenando el aire. Las montañas, el lago, las lunas lloran el destino de los jinetes del sur.

 

“Y llegó por fin nuestra némesis, el estandarte de nuestra derrota. Las banderas de la maligna sexta legión, ¡malditos sean en el Abismo! El Príncipe nos mandaba a los “héroes” de las guerras contra los ogros, a los que sojuzgaron cien pueblos libres bañándolos en sangre. Entrenados por los Caballeros de Solamnia, no había en Ansalon una fuerza capaz de resistir su bestial empuje.

 

“Y peleamos. Durante ocho meses de pesadilla combatimos a demonios que torturaban ancianos, violaban mujeres y mataban niños. Apenas quedábamos mil jinetes para enfrentar la tormenta que rompía desde el norte. Ocho meses en los que llegamos a un punto sin salida. Demasiado pocos para desalojar de la tierra a la legión. Los suficientes para impedir que ocuparan las montañas.

 

“De nuevo llegó aquel ministro. Con palabras suaves, con promesas de paz. Juraba por los dioses, nos entregaba el perdón y el cariño del Príncipe de los Sacerdotes. Decía haber sido engañado por señores codiciosos. Venid, nos dijo. Venid y hablaremos y todo será perdonado. Y fuimos. Setecientos cincuenta hombres y mujeres, la rosa más bella, la de más aguzadas espinas que nuestra tierra ofreció de su seno. Desarmados ante los compromisarios de Istar, pues se nos dijo, y así lo parecía, que la sexta legión había sido retirada para ser juzgada por sus crímenes en Istar.

 

El lamento calla. Las montañas, el lago, las lunas ven como solloza el viejo.

 

“Ay. Ay de los hermosos jinetes del sur. Ay de la tierra y sus gentes. Tan confiados en la nobleza de sus propios actos, tan rectos que no podían imaginar lo que se les venía encima.

 

“Nos rodearon en nuestra propia tierra. Ocultos por poderosos encantamientos se alzaron los ejércitos de Istar, los malditos demonios de la sexta legión, que acompañan al Príncipe en el Abismo. Estábamos desarmados, inermes. Y aún así peleamos, siempre disciplinados formamos un círculo y peleamos. Palmo a palmo. Con los pies, las manos, los dientes. Cada vez en un círculo más pequeño. Con las armas que arrebatamos al enemigo. Y allí murieron todos, asesinados uno a uno. Todos menos yo. Perdido el conocimiento me dieron por muerto. Pero estoy destinado a no morir en esta tierra. A no morir y enterrar a los míos. Nunca volví a casarme, nunca volví a tener hijos...

 

“Mi mujer... mis niños...

 

 

 

 

 

23 de octubre de 2001.

martes, 9 de octubre de 2001

Carta

A Dunbar Mastersmate, líder de los Túnicas Blancas de Ansalón.


Saludos, viejo amigo. Espero que cuando recibas estos legajos tanto tú como los tuyos os encontréis perfectamente. Recompensa al pequeño mensajero que te hará llegar, espero, esta carta; aunque no dudo que para él conocer personalmente al adalid de los túnicas blancas será toda una recompensa.


Aún no he encontrado aquello que vine a buscar amigo mío, sigo caminando hacia el sur para hallarlo. Sé que no consideras digna de confianza a aquella mujer, la vistani, que me habló del portal, pero hasta ahora todas sus indicaciones han sido correctas.


Me extiendo y olvido el propósito de esta carta. Hace dos días, en plena tormenta, harto de raciones frias y de pieles aún más frías me acerqué a una rica hostería. Esta estaba ricamente decorada, tapices, cuadros, pesadas cortinas tapaban cada pulgada de las paredes. Juzga cual sería mi sorpresa al encontrar sobre la chimenea, en un tapiz, ¡los símbolos de los Caballeros de Solamnia!. Un martín pescador coronado sosteniendo una espada en cuya hoja se hallaba grabada una rosa. El posadero, un coleccionista de cintura casi tan grande como la tuya... perdoname, pero pasas demasiado tiempo en esa torre y muy poco en el mar... Te decía, el posadero me contó que había encontrado ese tapiz en un baúl que compró a una noble familia venida a menos de la costa. Me mostró tal baúl, y en él encontré muchas cosas, anillos, pergaminos, mapas, un colgante con el colmillo de jabalí de Kiri-Jolith... que me permitieron desentrañar una curiosa historia. Los papeles eran copias de copias de copias, por lo que mostraban algunos errores de bulto, pero aún así...


Piensa en los últimos días de la guerra de los dragones en Vingaard. Huma ha traído la dragonlance, y con ella la esperanza a las fuerzas de la luz. De repente, en el horizonte aparecen las fuerzas de Ergoth. ¿Cómo llegaron hasta allí sin ser estorbados por las fuerzas de la Reina?.


Según estos papeles, parece ser que al norte custodiando la vía a Ergoth, se hallaba un templo-fortaleza consagrado a Kiri-Jolith. Asediados...


“Asediados, llevamos ya dos semanas encerrados, rechazando ataque tras ataque de las fuerzas de la oscuridad. No hay posibilidad de retirada teniendo al ejercito que asedia Vingaard a nuestra espalda. ¿Será el nuestro un sacrificio inútil? Custodiamos el paso a Ergoth, pero el emperador permanece encerrado en su torre de marfil, rechazando ayudarnos en este conflicto que nos acabará a todos. Ah... hermano, ojala estuvieras aquí para guiarme de nuevo, a ti y no a mí correspondia el mando de esta fortaleza. Temo no ser lo suficientemente fuerte en mi fe para ser el Comandante de este puesto. Que mi señor Kiri-Jolith me ayude.”


... parece ser que no pasaban de cincuenta caballeros y otros tantos escuderos, todos consagrados al dios de la batalla justa. En cuanto a los jóvenes escuderos...


“¡Escudero! Madre, crewo que moriré antes de llegar a ser investido. Nuestro nombre desaparecerá aquí, en el templo de nuestro señor, sin haber alcanzado de nuevo la dignidad de caballero y sin haber limpiado nuestro nombre. Día tras día esas bestias se lanzan contra las murallas. Han sufrido innumerables pérdidas, pero eso no parece importarles, mientras que para nosotros cada caído representa una pérdida terrible, una oportunidad menos para sobrevivir. Que Paladine nos asista, ahí vienen de nuevo.”


... al amanecer del octavo día ya eran demasiado pocos para guarnecer todo el perímetro de la muralla, recurriendo a ardides para...


“Ardides, hasta aquí hemos llegado. Hoy ya no hemos podido defender toda la muralla, he ordenado colocar muñecos con armaduras en el muro oeste. Todos se giran a mí esperando un mínimo de esperanza, de fuerza, como si fuese el mismo Kiri-Jolith encarnado, que mi señor me perdone la blasfemia. Ya ves, mi amor, como están las cosas. Me alegro de haberte enviado con tu familia a Ergoth. Si hemos de caer, primero lo hará Solamnia, última de todas caerá Ergoth y su cobarde emperador. Hablale de mí a nuestro hijo por nacer, amor mío, cuentale que su padre cayó en una fortaleza en el Norte. Cuentale que era el Maestro de Armas de los Caballeros de la Espada.”


... parece ser que un dragon de bronce, su enlace con Ergoth, les aviso de que una dura alternativa se les ofrecía...


“Alternativa, ha llamado a eso alternativa. Retirarnos a Ergoth, salvando la vida, o permanecer aquí, defendiendo el templo para que el ejercito de la Reina no impida el paso a las fuerzas de Ergoth. Sé muy bien lo que tú harías, hermano. Convocaré una Asamblea de Caballeros, pero conozco de antemano la elección. A fin de cuentas, somos Caballeros de Solamnia.”


... conocedor de las escasas posibilidades de supervivencia, de las esperanzas que los jóvenes escuderos habían depositado en la Hermandad, el Comandante decidió otorgarles a todos ellos el estatus de Caballero...


“¡Caballero! Madre, seré investido. El Comandante nos lo ha comunicado esta tarde, mañana me contaré en las filas de los Caballeros. Madre, señora, nuestro nombre de nuevo está limpio, mañana nuestra familia volverá a ser lo que fue, Caballeros de Solamnia.”


... y reunidos en Asamblea, todos...


“Todos esperan mi voto, que como Maestre de Armas debe ser el primero. ¿Cómo podría votar otra cosa? Amada, perdoname, pero con mi decisión te convierto en viuda, y huérfano antes de nacer a nuestro hijo. Pero no puedo, no podemos, tomar otra decisión. Aquí, en el centro del templo, nuestro señor observa nuestro corazón. Somos, ante todo, Caballeros de Solamnia.”


... y fue en el amanecer, cuando los jóvenes recien investidos salian del templo, que las fuerzas de la oscuridad, innumerables, se abatieron sobre los últimos defensores de la fortaleza, escalando las murallas...


“Han escalado las murallas, no hay forma de resistir, debemos retirarnos al templo. Que se toque a retirada.”


“Hemos perdido las murallas. ¿Dónde esta el Comandante? ¿qué hacemos? Suena el toque de retirada, ¿dónde? ¿al templo?”


“Nos han rechazado de las murallas. ¿Al templo? Sí, el templo debe ser defendido a toda costa.”


... y se retiraron al templo, donde pasaron la noche mientras el enemigo saqueaba la fortaleza. Convocada de nuevo la Asamblea, decidieron por unanimidad morir defendiendo el altar de Kiri-Jolith. Formarían un círculo en torno al espacio sagrado, franqueando las puertas al enemigo. Cuando el mayor número de estos hubiese penetrado en el edificio, cuando todo se hubiese perdido, los últimos tres defensores derribarían los tres pilares sostén del templo, símbolo del Triunvirato, impidiendo así la profanación del altar.


El enjambre enemigo derribó las puertas, los Caballeros combatieron durante toda la mañana, y finalmente, antes de que el primer pie enemigo hollara el altar...


“Hermano...”


“Madre...”


“Amada...”


... derribaron el templo sobre ellos y sus enemigos.


“¡Mi honor es mi vida!”




Esto es lo que he podido desentrañar ¿adivinar?, ¿inventar?, de las cosas que encontré en la caja. Difícilmente podría decirte como llegaron hasta aquí, pero tengo mis propias ideas.


Cuídate, viejo amigo, que Solinari siempre alumbre tus pasos.


Siempre con los tuyos,


Eilif Aglar.