miércoles, 4 de julio de 2001

Tilion


            Sobre todas las cosas siempre amé la plata. Alcancé rango y honor en las huestes de mi señor Oromë como cazador. No había blanco demasiado lejano para mi arco de plata. Mis argentinas saetas derribaron a las bestias de cuerno y marfil del Enemigo antes de la llegada de los primeros nacidos.

 

            Pero aún vagando por los inmensos bosques de mi señor añoraba siempre la luz del Árbol de Plata. Cuando mi espíritu se cansaba de vagar por la Tierra Media volvía a los jardines de Estë la Gentil en Lórien, y allí, en los estanques llenos del rocío de Telperion mi mente se entregaba a sueños de plata.

 

            ¿Cómo llegó a ocurrir? ¿Cómo fue posible que Melkor matara el Árbol Blanco y yo siguiera vivo? ¿Por qué no estaba entonces allí para derribar al Enemigo con la mortal canción de mi arco? Aún con la última llama de mi espíritu habría impedido tal enormidad. Pero el Rey Mayor nos había convocado para celebrar la primera cosecha y todos, valar, maiar o eldar, nos reunimos en alabanza a Eru Iluvatar. Y no quedó nadie, nadie en el montículo verde para defender los árboles...

 

            Ah... aún recuerdo la ultima luz, la luz mezclada de los dos árboles. Pero no la recuerdo por ser la última o por ser la más bella, pues para mí no había luz más hermosa que la sola luz de Telperion. La recuerdo porque fue en ese preciso instante cuando te vi por primera vez, Arien, doncella, espíritu de fuego.

 

            Quizá fue por tu vista por lo que reaccioné tan tarde. Quizá fue por eso que no corrí a ayudar a mi señor. Mientras todos corrían, mientras mi señor hacía sonar su cuerno de plata, el Valaróma, para llamar a sus cazadores, mientras Tulkas gritaba de rabia en la no-luz de Ungoliant, yo no pude hacer otra cosa que correr a Lórien para refugiarme en los estanques de plata, para cobijarme en los últimos rayos de la plata más pura.

 

            Pero los árboles estaban muertos, la luz de oro y plata no volvería jamás, como no volvió la luz de las Grandes Lámparas. Quizá se podrían haber salvado de no mediar el noldo y sus mezquinas pretensiones, pero Melkor ya había corrompido su corazón, y en su locura se negó a ayudar al mundo. Ni todo el poder de Yavanna, ni toda la compasión de Nienna lograron salvar los árboles... pero consiguieron algo al final. Cuando todo parecía perdido, cuando Nienna vacilaba, cuando la voz de Yavanna se quebraba, Telperion dio al mundo una flor de plata, la flor más bella, la luz más radiante, la plata más pura que yo jamás había visto. Asimismo Laurelin dio un fruto dorado.

 

            Manwë consagró la flor y el fruto, las gentes de Aulë construyeron dos grandes naves que habían de portarlas, y todo ello lo entregaron a Varda para que las colocara en el cielo, entre sus estrellas. Pero las barcas debían tener dos capitanes. ¿Por qué, de entre todos los habitantes de Valinor, fuiste tú la elegida? Porque yo había de ser el capitán de la barca de la luna; el custodio, para siempre, de la última flor del Árbol de Plata. Y tú, la poderosa Arien, la llama de fuego, al conducir la barca del sol te situaste para siempre fuera de mi alcance.

 

            Me dices que te acompañe en nuestro vuelo a traves del Ilmen. Que ambos podemos recorrer juntos las estrellas. Y así en ocasiones ambos nos mostramos juntos a pleno día. Pero no serás mía. Y en el fuego de tu negativa mi llama se consume y apaga, me muestra disminuido, cada vez más pequeño. Y herido me oculto a los ojos de las criaturas de Arda, y vago perdido más allá del Mar Exterior. Pero es entonces en la oscuridad del abismo cuando recuerdo la gloria de los estanques de plata y vuelvo al Ilmen para revelar poco a poco en Arda todo mi poder.

 

            Y así será por siempre, hasta que llegue el fin y vuelva el Oscuro... y entonces, en la última batalla, en el final de los tiempos, podremos estar juntos.

 

 

 

                                                                                    Jose, 4 de julio de 2001.