viernes, 11 de enero de 2002

La oscuridad es mi destino


 

            Bella, orgullosa, fiera, monta su caballo como uno de los legendarios centauros de los que habla la leyenda. Es joven, muy joven, y la rebeldía que la anima, la furia que arde en su corazón, se contagia al semental bayo que monta, lanzándolo a una loca carrera sobre las arenas de oro que golpea el mar enfurecido.

 

            Entre las olas, al otro extremo de la playa, distingue un cuerpo que yace inerte, boca abajo, expulsado de su seno por el mar.

 

            Llega junto a él para encontrar el cuerpo se diría que sin vida de un hombre, de un hombre de grandes dimensiones. Viste extrañas ropas, pero no encuentra a su alrededor el más mínimo indicio de cómo ha llegado hasta allí. Lo gira para ver su cara y un grito escapa de su garganta. Cae de espaldas y, a tientas, busca la protección de su montura. Cuando le ha dado la vuelta al desconocido ha contemplado el rostro más hermoso que ha visto, un rostro de una perfección tal que al revelarse ha oscurecido la luz del día. Las arenas han perdido su color, el viento y el mar, humillados, parecen calmarse ante la belleza del desconocido, que balbucea unas palabras. La muchacha sabe que no han sido pronunciadas en su idioma, pero la voz del hombre, ¿del hombre?, ha acudido directamente a su pecho, como pasó siempre entre los de su raza, cuyas palabras hablan al corazón antes que al cerebro.

 

            - Para siempre... oscuridad para siempre...

 

            El hombre mantiene una mano cerrada sobre su pecho, la diestra, cerrada, se apoya sobre su corazón como aprisionando algo más valioso que su propia vida, intentando quizá cerrar la herida que lo condena a no morir en esta tierra.

 

            Con esfuerzo la muchacha consigue subir al extranjero  a  su caballo y lo lleva a la cabaña sobre el acantilado donde a menudo se esconde de sus padres, la cabaña que sus padres han acondicionado para que su hija encuentre un lugar de calma cuando su temperamento estalla.

 

            Allí, sobre la única cama, deposita al desconocido. Enciende el fuego en el hogar para caldear el refugio. Prepara una comida que reconforte los cuerpos fríos. Sobrecogida aún por su terrible belleza, con una ternura infinita, despoja al hombre de sus ropas, limpia las heridas que la furia del mar ha abierto, lava la sal que cuartea la piel morena. Cuando termina, dejando al extraño dormido sobre la cama, sale a cuidar su caballo. Mientras tanto el desconocido vaga sumido en su delirio...

 

            Vaga por un mundo maravilloso, donde la belleza impregna cada hoja, cada rama, cada gota de rocío. Donde las gentes cantan para recibir la llegada de la luna, donde cantan una canción a cada estrella, a cada bendición de los dioses.

 

            Y mientras sueña canta, y su canto se alza potente, maravilloso, excesivo para un mundo ahora disminuido. Su voz hace que la chica vuelva, y arrobada, escuche el canto del tendido.

 

            Un mundo de gentes fuertes, hermosas, terribles. De gentes orgullosas, capaces de la más excelsa obra, y del delito más ignominioso. Gentes a las que los primeros de la raza de la muchacha llamaron dioses.

 

            Y mientras canta la joven ve su canto, y en él a las gentes que describe.

 

            Vaga también por un mundo tenebroso, de dolor y hierro. Un mundo en guerra. De bestias amamantadas con sangre y sufrimiento, crecidas en la pena y la ruina. De máquinas que siembran la muerte a manos de gentes crueles. Un enemigo atroz, despiadado.

 

            Y ella ve al negro enemigo en todo su poder cuando el mundo era joven, y su corazón teme, se achica.

 

            Pero el canto se alza, y habla de nuevas esperanzas, de una nueva primavera. Habla de la fuerza de los hombres jóvenes, de la maravilla del nuevo pueblo. Canta al acero libre, a las trompetas que llaman a la mañana y los estandartes que llamean bajo un sol nuevo.

 

            Y, maravillada, ve los anhelos de libertad, la ilusión por el mañana que representa su propio pueblo, el pueblo que pelea por encontrar una luz que no pueda ser oscurecida, y su corazón se expande.

 

            Mientras en el exterior la tormenta redobla su furia, aún en la duermevela propia de los de su raza, canta sobre el orgullo del padre, canta sobre la valentía del hermano. Canta sobre las obras que se hacen con el corazón. Como la capacidad del más hábil aprisiona una belleza que hace daño mirar. Como una mente sin parangón recrea la obra de los dioses.

 

            Y la adolescente se estremece cuando ve las joyas que guardan la beatitud de los días de antaño, su corazón no puede absorber tanta belleza, una belleza que duele.

 

            Canta sobre como se alza una nueva estrella. Lleva a la muchacha a las tierras  donde la muerte ha sido desterrada, le muestra la desnuda y espantosa belleza de las montañas que vigilan. El puerto blanco donde la hermosa gente canta y baila, donde los barcos cisne duermen.

 

            Y la  joven se tambalea, lleva sus manos al pecho, la fuerza del cantor la ha llevado a un mundo que los ojos mortales no pueden ver. La maravilla de lo que está viendo hace brotar lágrimas de sus ojos.

 

            El extraño ha vuelto a la vida, pero poseído por el poder de su propia canción continúa, ciego a todo lo que le rodea. Llorando, tomando la mano de la desconocida, la lleva en las alas de su voz a la ciudad de mil lámparas, la ciudad sobre una colina. Ve bailar a las gentes. Ve la montaña eterna, donde mora el Rey Mayor. Acobardado, golpeado por el juramento incumplido, vuelve la vista atrás. Retrocede. Usando todo el vigor que arde en su canción retrocede en el tiempo, atrás, atrás. Canta el tiempo en que era un prometedor retoño de una raza orgullosa, sin mácula. Su voz narra cuando los suyos crecían en número y belleza sin haber conocido la oscuridad. Y la joven vuela con él, retrocede a tiempos en los que ningún hombre mortal había caminado todavía, a tiempos anteriores al sol y la luna. Ningún corazón mortal puede asimilar la beatitud de todo lo que está viendo.

 

            Y por la magia y el poder del mayor cantor que jamás ha existido llegan al montículo verde donde se elevan los Dos Árboles de oro y plata. Ven a la doncella de las lágrimas recoger el rocío de oro. Ven llegar al cazador de plata, como deposita sus argentinas armas junto al primer árbol y se tiende junto a él, admirando la belleza de las hojas verde y plata. Y, con una explosión de júbilo, con una voz llena de matices en la que resuenan los coros de mil ángeles, el cantor recrea la gloriosa luz mezclada de oro y plata de los dos árboles.

 

            El corazón de la joven, que ha tocado la felicidad más absoluta, que ha tomado con ambas manos la beatitud de la tierra en los días sin mácula, estalla.

 

            La nota discordante de su corazón al fallar hace que el cantor vuelva a la realidad. Ve en sus brazos al joven retoño de los hombres yacer sin vida. Tras unos breves instantes de felicidad recuerda entonces cual es su destino, todo lo que toca resulta contaminado, muerto... oscuro, a su alrededor todo es oscuro. Sumido en una melancolía infinita sale de la cabaña y, bajo la tormenta, se acerca al acantilado. Busca de nuevo el consuelo que nunca le ha ofrecido el mar.

 

            La oscuridad sempiterna es mi destino...

 

         

 

 

                                                                                    Jose, 11 de enero de 2002.