sábado, 19 de agosto de 2006

Mácula


El anciano camina solo, siguiendo un ritmo rápido que desmiente su edad, sus piernas devoran milla tras milla, colina tras colina. Se sabe vigilado, ha visto a los espías, ha visto a los mensajeros. Y sonríe. Imagina el rostro del Señor al recibir las noticias. Solo, el hombre llega solo. Donde esperaba miles, uno solo; donde esperaba fuerzas jóvenes dispuestas a unirse a su causa, un anciano renuente.

Llega por fin al lugar acordado. Y su sonrisa se acentúa aún más. Una quebrada. Una quebrada larga y angosta, circundada por una cadena de colinas que pronto se convierten en montañas escarpadas. Que apropiado, piensa. Y que arrogante. ¿Tan estúpidos piensa que somos? ¿De verdad cree que habríamos penetrado en semejante ratonera sin pensarlo?

Como una torre, solo en el centro de la planicie que circundan los cerros, se alza el Señor que había afirmado ser su amigo. No, nunca su amigo. Un hermano mayor, más bien. Uno firme, dispuesto a encauzar a sus hermanos menores. Lo necesiten o no, lo quieran o no, a su pesar si es preciso. Lo mira y, como siempre, un temor reverencial lo recorre. Pero esta vez ese temor queda desplazado por la comprensión de lo que está viendo. Míralo, apenas puede contener su disgusto. ¿De verdad es tan poderoso como le han contado los habitantes del bosque, los que hablan con canciones? Un niño esperando a que se enfríe una torta de miel recién hecha es más capaz de controlar sus emociones. ¿No se da cuenta? ¿No le importa? ¿Cómo, cómo pudimos creerlo?

- Por fin llegas, mortal. Pero vienes solo. ¿Dónde están los tuyos?

El anciano lo mira con una sonrisa torcida. ¿Mortal? Hasta hace muy poco me llamaba por mi nombre, yo era su querido amigo.

- Perdona mis modos, querido amigo. Ha sido la sorpresa. Acordamos que vendrías aquí con los tuyos, todos juntos, para que yo pudiera enseñarles lo que sé, para derramar sobre tu pueblo los dones que solo yo puedo dar. Antes de que los demonios del Oeste acaben con vosotros como han acabado con tantos otros pueblos, lamentablemente.

- Sí. Yo con todos los míos. Todos juntos en esta ratonera, Annatar. Bello nombre, el tuyo. ¿Te gusta? Me han explicado qué significa. ¿Y Morgoth? El negro enemigo del mundo. Nada menos. Estoy impresionado.

El vala duda. ¿Cómo se atreve? Y palidece. ¿Quién le ha contado esto? Pero Morgoth... ¿Un noldo? ¿Tan lejos de Beleriand? ¿O quizás Oromë ha vuelto? ¿O...? No, por la llama eterna, no, no, no... Odiado, maldito mil veces, ¿Tulkas? Recela, retrocede unos pasos. Mira al anciano como si fuera el mismísimo vala disfrazado. Otea las montañas circundantes, teme. Y palidece, avergonzado, cuando oye la risa del mortal ante él.

- ¿Negro enemigo del mundo? ¡Mírate! No, estoy solo, he dispersado a los míos. Separados en pequeños grupos, llevan consigo la noticia de la sombra que se alza ante nosotros. Nunca podrás alcanzarnos a todos.

El anciano ríe y ríe. En su voz la risa de los hijos del sol en el amanecer de su raza, cuando las luminarias eran jóvenes y el mundo no había cambiado. Cuando ninguna sombra se había arrojado sobre ellos. Pero al ver desbaratados sus planes para someter a los hombres a su yugo y sumar a las suyas sus fuerzas se desata la rabia del Vala de Hierro.

- ¿Cómo te atreves, miserable gusano, miembro acabado de una raza torpe y desmañada? ¿Sabes ante quien te pavoneas en tu ignorancia? Yo soy Melkor Bauglir, el Señor de Arda, el más poderoso de los ainu de la Gran Canción, yo soy...

Y la risa del anciano se desata completamente. Los elfos de los bosques le habían hablado de un Señor terrible y oscuro, y ha encontrado una criatura miserable tan esclava de sus pasiones que parece a punto de explotar por la ira. Ríe el padre de los hombres en el albor de su raza. Una risa alegre, satisfecha, heraldo de lo que podría haber sido. Una risa que desata un recuerdo en el enfurecido ainu. En el último tema de la Gran Canción estaba demasiado ocupado con sus propios temas como para prestar atención al resto de la composición. Pero recuerda un momento hacia el final, cuando parecía imponerse, en el que una risa se alzaba pura, en solitario, haciendolo retroceder. Supuso entonces que era la risa del despreciado Tulkas. Pero esa nota...

- Sí. Quise usaros. Usar vuestra fuerza y vuestros dones innatos. Y me los habrías dado, criatura miserable, de buen grado. Pero los obtendré de todos modos. Por el tormento y el dolor si es necesario. Ven a mí, anciano.

“Adiós a todos, amigos míos, mis hermanos. Me habéis dado vuestra fuerza, demos ahora la medida de lo que valemos.”

El vala examina al anciano. La risa ha acabado, el rostro del mortal se ha vuelto serio. Se ha asustado como no podría ser de otro modo. Es el momento de la persuasión.

- Ven a mí, anciano. Ven a mí y vivirás, tú y los tuyos, para siempre. ¿No envidias la longevidad de los elfos? Júrame fidelidad y parte a reunir a los tuyos. Jura, amigo mío.

Lejos, muy lejos, sobre una montaña nevada de dimensiones imposibles, el señor de Arda teme. El destino pende de un hilo. Y, aunque prevee los males que acontecerán en adelante, su sangre hierve cuando de los hombres surge una nota única, pura, dorada como el sol joven.

No.

* * *

Los hombres no hablan de lo ocurrido en aquella quebrada. Golpeados por la ira del Morgoth allá donde se encontraran, disminuidos por la sombra que este arrojó sobre su destino, prefirieron olvidar lo que quedó atrás, buscando siempre una luz en el occidente. Nada se conoce del destino de aquel que habló por su raza ni de la maldición que pudo oponer a la del Enemigo. Pero se sabe que desde entonces este buscó con saña a la descendencia del anciano, buscando torcerla y, a ser posible, dominarla. Y que, al final de los tiempos, uno de la estirpe del anciano saldrá de entre las filas de los guerreros mortales para vengar la suerte de los suyos y el sufrimiento de los hombres. Qué pasará más allá, no se ha revelado, pero el Morgoth, el más poderoso de los Valar de la Gran Canción, teme el momento en que suene de nuevo la risa del anciano.




Esplugues del Llobregat, 19 de agosto de 2006.