viernes, 5 de junio de 2009

Nos quedamos


Como otros esa noche, un hombre corre por los pasillos de servicio del Real Alcázar de Madrid. Sus órdenes son alcanzar las caballerizas y divulgar la noticia, ha caído el último gigante de la casa de Habsburgo. Pronto empezará la cacería del hombre, y los suyos deben ser avisados de que una venganza que lleva años de gestación va a desatarse. Cojea levemente, recuerdo reciente de un guardia tudesco demasiado celoso de su deber.

- ¡Diego! ¿Qué…?

- Martín. Que pena encontrarte aquí.

Sí, que pena, piensa el primero. Ha conseguido salir del Alcázar con tan solo una herida leve, ha cruzado la multitud que llena la plaza de palacio sin llamar la atención a pesar de su cojera y llegado hasta el arco de la armería solo para encontrar al único soldado cuya vida debe respetar. Diego, joven miembro de la guardia española del Rey. Buenos amigos pese a los años que los separan, que hacen que Martín haya sido además un mentor para Diego.

- Sabes para qué he venido aquí.

- Sí.

- ¿Pretendes impedirlo?

- Sí.

- Hazte a un lado, Diego. Voy a entrar, voy a tomar tres caballos y voy a salir de esta maldita ciudad. No puedes hacer nada para impedirlo. Soy mayor que tú, mejor espada… y llevo dos pistolas. Nadie sabrá que me has dejado salir, palabra.

- Lo sabré yo, Martín.

- ¡Por Cristo, Diego! ¡Don Carlos debería estar encerrado en un hospital y su madre devuelta a Viena! No puedo creer que desperdicies tu vida por una criatura miser…

El más joven levanta la mano izquierda, impidiendo el delito de su amigo. Más joven, inexperto, sabe que no puede imponerse a su compañero, su mentor. Sus ojos tristes, extrañamente viejos en una cara lampiña, miran como disculpándose mientras poco a poco extrae su espada de la vaina.

- El Rey es el Rey, Martín, y no hay otro. Por desgracia, como dice mi tío. El ministro no era rey. Quizá habría sido mejor monarca, que el cielo me perdone, pero nunca lo sabremos, ¿verdad?

- ¡Tampoco lo es la reina madre! Enfunda esa espada, te lo ruego.

- Ve por otro camino. No te estorbaré. Pero no puedo franquearte el paso.

- Por última vez – resopla el mayor -. Voy a coger esos caballos, Diego, y no vas a poder impedirlo.

- No, no podré.

- Lo lamento, entonces.

- Yo también.

Se abalanzan el uno sobre el otro. Se cruzan los aceros en silencio, sin voces ni rencores, se diría una clase de esgrima. Pero llega pronto el desenlace que ambos esperaban. Una herida en un hombro hace que el más joven baje la guardia apenas un instante, el tiempo justo que necesita su rival para estrellarle la cazoleta de la espada en la cara. Aturdido, caída la espada, el más joven busca tanteando la falsa sensación de seguridad que le puede brindar el interior de la Caballeriza Real mientras intenta sacar la daga que lleva bajo la faja, a la espalda. Martín no va a darle tiempo a recuperarse, con un reniego vuelve a golpearle la cara, patea lejos la espada de Diego y le quita la daga. Viendo revolverse al muchacho, se lanza de nuevo contra él.

- ¡Estate quieto, joder! Qué cara te he dejado, Diego, qué le voy a decir a tu madre... ¿Cómo tienes el brazo? ¿Puedes cerrar el puño? - saca un pañuelo y lo presiona contra la herida -. Aprieta el trapo. ¡Aprieta el trapo, Cristo! ¿Estás contento? Tu honor tal vez te cueste un brazo, amén de unos dientes.

- Barato me sale. Ayudame a recostarme.

- Estúpido... Tengo que dejarte, Diego. Que te miren ese brazo. Ya.

- Y dónde vas a ir, Martín. Desde que el ministro cayó con fiebres Valenzuela y la reina ha estado preparando este momento. La ciudad está cerrada para tí y los tuyos. ¿Tienes a alguien? Quién vas a tener tú en la Corte, nunca te preocupaste por hacer amigos - rie al ver la cara de su oponente -. ¿Quién es el estúpido, Martín? Si mi causa estaba perdida, la tuya no lo está menos. No saldrás de la Corte por tus medios. Deja, dame el trapo.

- Diego, de verdad, he de irme. Lo siento mucho...

- No lo sientas, hice lo que tenía que hacer, igual que tú. Escucha. Ve al figón de la calle de la Sierpe, detrás de la plaza de la Cebada. Pregunta por el alférez Balboa. Y cuando te lleven a él, dale mi daga.

- ¿Balboa? ¿Tu tío? ¿El anterior capitán de la guardia española?

- ¡No! Si preguntas por el capitán no te ayudarán. El alférez Balboa, Martín, no lo olvides... Y la daga. Dale la daga y dile que vas de mi parte.

- Diego.

- ¡Vete! Ya llegan…




- ¡Alto en nombre del Rey!

Ese grito se repite una y otra vez en esa noche de septiembre de 1679. Al grito le suceden detonaciones de arcabuces, de pistolones. Más gritos y cruces de aceros. Ha muerto Juan José de Austria, primer ministro de su hermanastro Carlos II, para muchos la última esperanza de los Habsburgo españoles. Ha muerto, y como cada vez que muere un gigante, comienza la lucha por ocupar su lugar. La Reina Madre está dispuesta a hacerse pagar caros los tres años que ha vivido apartada del poder. Por todo Madrid esa noche, por toda la Monarquía cuando la noticia se extienda, en el nombre del rey pero por encargo de la reina madre se detiene a los que en vida del poderoso ministro fueron sus ojos y sus manos. A esos ojos y manos llevan esa noche el aviso Martin, correo al servicio del ministro, y otros como él.

Por casualidad o porque por una vez el diablo se pone de su parte encuentra la calle que Diego le indicó. Cojeando, embozado, calado el chapeo, cruza la puerta del figón. Inspecciona la sala que intentan con escaso éxito iluminar unas pocas bujías. Los escasos parroquianos, casi todos agolpados en una mesa donde el mal llamado libro real, la baraja, hace cambiar bolsas de dueño, finjen ostensiblemente ignorar su presencia, aunque se sabe escrutado. Se sienta en una mesa apartada, pide vino y acepta los restos de un potente guiso que le ofrece el patrón. No parece que la noticia de la caída del ministro haya llegado hasta ese lugar. Ataca su cena mientras piensa como preguntar por el alférez Balboa, como le dijo Diego. Diego. Más tarde pensará en él, ahora no es el momento. Por sus mañas el dueño del figón es un veterano retirado, sin duda. Lo mismo podría decirse de algunos de los jugadores de cartas, si no de todos. No han dejado de vigilarlo en ningún momento. De vigilarlo y de atender una mesa al fondo de la taberna. De tanto en tanto alguno de los jugadores hace una pausa en el juego y se acerca al anciano que ocupa la mesa. Tan mal iluminada como el resto del local, apenas deja entrever los cabellos canos de su único ocupante. Y el movimiento reiterado de su brazo. Está vaciando, a conciencia, una damajuana de vino. La segunda, de hecho, desde que él está en el local.

Termina su cena Martín y llama la atención del figonero. Se masajea la pierna herida, mientras se acerca éste. Primero le paga generosamente, para engrasar su voluntad; después comienza su búsqueda, con pocas esperanzas.

- Disculpe vuesa merced, busco al... al alférez Balboa. Al alférez, ¿me sigue? Me han enviado aquí y...

Le mira con ojos suspicaces el figonero.

- Alférez Balboa no conozco, caballero. Ha unos años hubo un Balboa capitán de guardias españoles...

- No, no. Me han enviado por el alférez Balboa. Don Diego, su sobrino, el guardia. ¿Puede ayudarme? Me pongo en sus manos, estoy herido. ¿Puede ayudarme o debo irme?

Levanta una mano acostumbrada a dar órdenes, que le hace esperar. Con otro gesto dos de los jugadores se levantan y flanquean al anciano, otros dos se apostan junto a la puerta. Como si no hubiera pasado nada, el resto sigue la partida.

- Vaya al fondo, caballero. Allá está el alférez Balboa. Mucho cuidado con él, de unos días acá se la va un poco la cabeza, ¿me entiende? Los presentes son guardias veteranos. Sus guardias, sirvieron en su bandera. No verán con buenos ojos que altere al viejo.

- ¿Y vos?

- ¿Yo? - el tabernero hace una pausa antes de volverse a la barra -. Si molestáis al viejo os mato.

Sabiendose observado, sopesado, Diego se acerca a la mesa donde el anciano sigue bebiendo. Se presenta, pero el viejo parece ignorarle. Echando una mano a la espalda, decide mostrarle la daga que le entregó Diego. Antes de acabar el gesto ya está boca abajo en el suelo, una mano le retuerce el brazo a su espalda mientras otra le aplasta la cabeza contra el piso. Mientras caía ha oído el sonido de varios aceros desenfundándose. Ya estás aviado, Martín. Tarda diez padrenuestros en convencer al guardia que se ha sentado en sus lomos que no trae mala intención alguna. Más que sus razones, es la intervención del anciano al ver la daga que le han retirado, junto al resto de sus armas, la que libera al correo. Con solo un gesto de su mano, hace que le permitan sentarse frente a él. Guardias retirados, le dijo el tabernero. Sin duda. Gente de armas, que solo con un ademán mueven o son movidos. Gente de armas, que obedece o es obedecida sin dudas ni preguntas. Es la primera vez en todo el día que tiene miedo. Se sienta despacio frente al anciano, que sigue el filo de la daga con los dedos, se diría una caricia.

- Debería haberse quedado en el pecho de aquel oficial francés...

- ¿Señor?

- ¿Cómo está Diego? La guardia española se la tiene jurada al ministro desde la campaña de Portugal... Malos tiempos para mis guardias...

- El... el ministro ha muerto, señor - responde Martín, esquivando la pregunta sobre Diego. Aún bebido y anciano, su interlocutor destila una fuerza tranquila imposible de refutar. Duda si podría engañarlo.

- Ahhh... Buen chico, Diego. Buen chico...

- Señor, ¿debo volver a exponer mis razones? ¿podéis ayudarme?

- Sí... Sí, puedo. Aún me quedan amigos. ¿Decís que ha muerto el ministro? Mala cosa, mala cosa... No era tan bueno como el primer Juán, pero era un hombre grande... Doña Mariana no olvida. Y en Toledo habrá tenido tiempo para rumiar su venganza...

El anciano se voltea a uno de los veteranos que les acompañan. Este se dirige a uno de los armarios para traer recado de escribir. Garrapatea unas letras en un billete y se lo entrega al veterano, que parte a la carrera.

- Arreglado, espero, joven.

- No tan joven, señor.

- Esperad un poco y antes del amanecer estaréis fuera de la villa, si Dios quiere. Decís ser amigo de Diego. Muy apurado debía de estar para entregaros esta daga.

- Me la entregó como prueba de mi identidad, señor.

- No lo dudo, joven. Lo digo porque Diego sabe bien qué recuerdos me trae. Y el dolor que me causa.

Vuelve de nuevo a su bebida el anciano. Martín espera a que este reanude la conversación, pero el viejo se ha ensimismado en sus recuerdos. El otro veterano se levanta de la mesa, no sin antes dirigirle una intensa mirada. Si alteras al alférez, tendrás problemas, chico. La presencia de los veteranos le achica. A él, que ha recorrido media Europa y ha perdido ya la cuenta de los combates librados y los hombres muertos. Pero estos veteranos tienen algo que le hace volver atrás, muy atrás, cuando solo era un chiquillo y su madre le daba las primeras lecciones sobre la vida y cómo guiarse en ella. Desde que ha entrado dentro del círculo del anciano se siente como si hubiera retrocedido más de veinte años atrás, de nuevo rodeado de gigantes. Se le hace incómodo el silencio, busca el modo de interrumpirlo.

- Diego me habló de vos muchas veces, señor. Y cuando tuve el placer de visitar su casa, su madre también habló mucho de vos.

- Pobre Diego...

- ¿Pobre, señor? Diego es un digno guardia, nadie podría tenerle lástima.

- Sí, joven, pobre Diego. Tan recto, tan vigilante de su honor y sus maneras, se ha convertido a sus pocos años en una figura de otros tiempos. No sé si mejores, pero por Cristo que son distintos. Me da miedo lo que pueda pasarle cuando despierte y se de cuenta de qué época miserable le ha tocado vivir. Le pesa la herencia familiar, me temo. Y esta daga. Y su nombre.

- Su nombre, Diego. Me habló en alguna ocasión de su procedencia. Un camarada de armas vuestro, ¿no es cierto?

- ¿Un camarada? - el viejo rie tristemente -. Un camarada... Nunca, nunca un camarada. No por él, entendedme, si no por mí. Con el paso del tiempo me he dado cuenta de que nunca estuve a la altura de aquel gigante... No era el hombre más honesto ni el más piadoso, ¿sabéis?, pero era un hombre valiente...

El viejo empieza a narrar su historia. Entre vasos de valdemorillo y algún sollozo ocasional desgrana algo que se sitúa entre la crónica y la leyenda. Martín se ve apresado por un relato triste, que avanza paso a paso hasta un desenlace inevitable.


- ¡Se van! ¡Los tudescos se van!

- ¿Lo alemanes también se van? Que huyan los italianos, pase, no sería la primera vez. ¿Pero los tudescos? ¿Y qué hace don Francisco?

- El portugués se va con ellos, caminito de Rocroi, tan ricamente.

- ¿El mariscal huye?

- Mozo, el señor mariscal don Francisco de Melo no huye. Comprendiendo que la discreción es la mejor parte del valor, parte hoy para volver a pelear mañana. O pasado. O al otro. Quizá se encuentre con su valor en Lisboa. O en Brasil, quien sabe.

- ¿Y qué vamos a hacer nosotros?

- Pues allá va la caballería gabacha. Cerrando la puerta. Me da a mí que esta fiesta no va a ser como la del año pasado en Honnecourt.

- Nos las van a dar todas por el mismo lado. Por todos los lados, de hecho.

En el norte de Francia, el capitan general de los tercios de Flandes don Francisco de Melo ha puesto cerco a la ciudad de Rocroi. Alertado de que un ejército francés a las órdenes del duque de Enghien se acerca para socorrer a la plaza, decide salirle al paso. Tras horas de hostilidades, Enghien consigue dividir el ejército imperial. Deshecha la caballería, los tercios italianos y alemanes salen del campo de batalla, abandonando a los tercios viejos en el campo.

- ¡Perro portugués hijo de un judio! ¿Dónde va? Ordene el asalto si no sabe más, todos contra el francés y que Dios provea. Pero esto...

- ¿Y ahora? - pregunta un joven mochilero, el mozo que antes preguntaba si el mariscal dejaba el campo.

- Y ahora, ¿qué?, muchacho.

- Estamos rodeados de gabachos, no podemos seguir a don Francisco con la infantería detrás y los caballos delante. ¿Qué vamos a hacer?

- Verás, zagal, esa elección es muy sencilla. Mira.

El pequeño grupo se gira hacia el centro del cuadro, donde flamean los retales que restan de la cruz borgoñona tras horas de batalla. El alférez Balboa, que oteaba las filas francesas, se vuelve hacia ellos.

- ¿Señores soldados?

- Señor alférez, este joven mochilero pregunta qué viene ahora. Son los pocos años, excelencia.

Sonríe cansado el alférez. Una broma vieja con mochileros y soldados nuevos, que los veteranos hacen una y otra vez. Buena para que los bisoños adquieran el espíritu del tercio. Nunca más necesaria que ahora, piensa.

- No me imagino qué le podéis haber contestado, señor soldado. ¿Nos rendimos? ¿Nos echamos a correr?

- ¡Señor alférez! - grita el soldado, simulando sentirse indignado, pues esa pregunta solo tiene una respuesta posible -. Esas preguntas...

Un grupo de oficiales vuelve de la reunión de mandos. Uno de ellos, el más viejo, asiente levemente al pasar junto al alférez. Este mira de frente al joven mochilero.

- Nos quedamos, naturalmente.


- Nos quedamos. ¿Y qué ibamos a hacer, salvo quedarnos? Entended la situación. Los jinetes gabachos nos evitaron y le dieron estopa a los tercios alemanes, que aguantaron lo que pudieron - el viejo hace figuras sobre la mesa. Migas de pan duro hacen escuadrones, mientras que churretes de grasa y vino vertido dibujan lineas en la mesa. A juzgar por la cantidad de cortes que tiene la madera, esta no debe ser su primera batalla, piensa Diego -. Los italianos se fueron de rositas...

- ¿Por las buenas?

- Nunca sabremos lo que pasó, hijo. Hay quien dice que el señor de Melo dió la orden de retirada general al perder a la caballería, para buscar a Beck y rehacer el ejército. Otros dicen que los italianos estaban enojados, pues de nuevo se nos dió el centro en primera linea, y por un quitame allá esas pajas se fueron. En todo caso el mariscal se fue y con él los italianos y los alemanes desbandados. Más tarde supe que Beck llegó esa misma tarde a Rocroi, me pregunto como le explicó de Melo que había abandonado a los tercios en el campo. Abandonados a su suerte, rodeados de enemigos. Cómo se lo explicó al Rey. Cuántas veces se explicó a sí mismo, si podía mirarse en un espejo, cómo pudo abandonar en el campo de batalla a sus mejores soldados.

- ¿Juan de Beck? ¿Era el comandante?

- No, no. Don Francisco de Melo era entoces el capitán general de los Tercios en Flandes. Pero no era un Alejandro, precisamente. Dicen que él mismo lo reconoció ante el rey en una ocasión, ya me diréis qué general teníamos...

El anciano hace una pausa para vaciar su pocillo de vino y pedir otra damajuana al tabernero. De nuevo parece perderse en sus pensamientos, pero recupera el hilo rápidamente.

- Beck era un subordinado, pero le salvó la papeleta en Honnecourt el año anterior, y probablemente se la habría vuelto a salvar entonces. No sé qué pretendía el mariscal, fijaos que con la que nos podía caer encima nos hizo formar como si estuvieramos en un desfile. Deberíamos haber formado escuadrones fuertes, presentando a los gabachos un frente inamovible. Pero lo hizo así. No sé qué paso por su cabeza, el caso es que...


Tras la marcha de las tropas italianas y alemanas los tercios reciben en solitario el castigo del ejército francés, ejército que multiplica varias veces su número. De los cinco cuadros formados inicialmente, tres se han deshecho, refugiandose en los dos que restan. Con los recién llegados adoptan espontaneamente una formación más acorde con sus prácticas, la de escuadras fuertes, ofreciendo al enemigo un frente mayor... y haciendo más daño. Aguantan cargas de caballería y asaltos de infantería. Impasibles resisten los impactos del puñado de piezas de artillería que les restan a los franceses.


-¿Os dáis cuenta de qué hombres formaban aquellos dos cuadros? Daos cuenta de la situación. La mayor parte del ejército, huido. Sin mandos en tres de los cinco escuadrones. ¿Cuántos quedábamos? ¿Tres mil? Quizá algunos más, quizá algunos menos. Cercados por todo el ejército gabacho, aún debían tener al menos quince mil hombres hábiles. Con caballería y un puñado de cañones. Y nos quedamos, naturalmente.

- Algo me había contado Diego, y algo más supe por mi cuenta, parte de mi familia andaba cerca en esos tiempos. Pero nunca entendí porqué Condé dió tregua a los tercios.

- Miradlo desde el punto de vista de Condé. De Enghien, de hecho, se le nombró príncipe de Condé a resultas de Rocroi. Tenia poco más de veinte años. Era un joven valeroso, cumplió como bueno en el propio campo, e inteligente, como demostró al hacer pasar su caballería por detrás de nuestros cuadros. Pensad en su frustración al ordenar carga tras carga contra aquellos dos escuadrones que no querían, que no sabían moverse y no le permitían darle la puntilla a de Melo. Sabía que Beck estaba cerca. Temía que le arrebataran la victoria en el último momento. Pensad que tres mil muertos de hambre, sin ver una paga desde hacia meses, combatiendo desde el amanecer, le cerraban el paso a todo su ejército. Y detrás se acercaba el señor de Beck con otros tres mil soldados, entre ellos otro tercio viejo, el de Ávila, y mil jinetes. Si de Melo hubiera cumplido su deber como los soldados que abandonó en el campo que distinta habría sido la historia. Y mi amo...

Calla de nuevo el anciano, y Diego no siente ganas de hablar, impresionado por la historia de este hombre. Es Íñigo de Balboa, capitán retirado de la guardia española del rey, pocos militares de su tiempo alcanzaron mayor distinción. Sabe que combatió por toda Europa, por tierra y por mar, y que rindió servicios secretos al rey. ¿A qué tipo de hombre puede un gigante como este llamar "amo"? ¿de qué tipo de hombres puede hablar con tanta admiración uno de los mejores soldados de su tiempo?


- El señor duque piensa que son condiciones generosas, mi señor.

Tras horas de combates, desorganizado tras las cargas el ejército francés, el duque de Enghien decide enviar parlamentarios a los restos del ejército español. Dos cuadros le separan de la victoria. Ahora podría perseguir a los restos del ejército de de Melo, deshacerlos completamente y enfrentarse a de Beck con una superioridad numérica abrumadora. Levantar el cerco de Rocroi. Avanzar hacia Flandes, el reconocimiento real... Y todo se ha ido al garete. El rey murió cinco días antes, y ahora ciñe la corona un niño de cinco años, Luis XIV, solo Dios sabe quien controla el poder, si la reina madre o el consejo de regencia. Y qué más da que no haya un rey para reconocer sus méritos. ¿Qué meritos? En este pueblo miserable de Rocroi todo se está yendo al garete por culpa de dos cuadros de desharrapados que se niegan a ser derrotados. No quiere ni pensar en lo que podría pasar si a esa chusma se le unen los refuerzos que trae Jean de Beck... No queda mucho entre la frontera y París, la mayor parte del ejército está combatiendo en España. Y aunque venciera, cómo podría dirigirse a Flandes si el ejército se ha deshecho contra los cuadros españoles. Tardará semanas en reorganizar sus tropas. Ha decidido pactar una tregua y envía a sus edecanes a cerrarla. Cuando los oficiales españoles oyen las condiciones...

- ¿Cómo? ¿Cómo a una plaza fuerte?

Viendo parlamentar a sus oficiales, desde las filas españolas se alza un murmullo. La voz rota de un joven grita.

- ¡Mucho cuidado, guzmanes! ¡Los tercios viejos no saben rendirse!


- ¿Os dáis cuenta? Contra todos los usos de la guerra, Condé nos ofrecía la posibilidad de salir del campo en orden, conservando las banderas y con las armas en la mano. Las condiciones que se le dan a una fortaleza que se rinde. Una fortaleza de piedra. Pero aquella era una fortaleza de carne, sangre y acero. Puesto que no podía sacarnos del campo por la fuerza, Condé buscó una salida pactada. Algunos oficiales se lo pensaron, pero el grito de aquel crío... Solo era un mochilero, hez del arroyo que se había sumado al tercio de Cartagena mintiendo sobre su edad... como yo mismo hice en su día. Pero aquel niño recordó a los oficiales que clase de tropa mandaban. Dispuestos a amotinarse en el mismo campo de batalla antes que aceptar la rendición. De todo había, evidentemente, que no siempre Iberia parió leones. Pero los soldados viejos...


En el cuadro formado por el tercio de Cartagena, lo que resta de la oficialidad parlamenta en torno al oficial de mayor grado que queda, un alférez. Lejos, la caballería francesa se reagrupa, lista para dar una nueva carga. Aún más lejos, pueden ver los esfuerzos franceses por reacondicionar las piezas de artillería que clavó la caballería española.

- Ya es tiempo, Íñigo, los bisoños aún aguantan, pero les falta fuelle. Solo queda una orden que puedas dar.

Rehuye la mirada el aludido. Es el último oficial del cuadro, el maestre le ha entregado el bastón de mando antes de morir ahogado en su propia sangre, la garganta destrozada por una posta francesa. Sostiene el mástil donde apenas unos retales de rojo y blanco recuerdan la cruz de san Andrés, hasta que los nudillos se le tornan blancos.

-Íñigo.

- Si doy esa orden os mato, capitán. Primero a vos y luego al tercio.

- Mejor aquí que roto en un hospital de veteranos o amargado en un presidio en África.

Se mira el alférez en los ojos claros del que siempre llamó capitán. Se ve joven, tan joven como el mochilero que embromó hace lo que parece otra vida, el mochilero que ha gritado el honor del tercio. A través de esos ojos jóvenes ve a Copons, flemático, parco en palabras como siempre. Mejor con la bandera, Diego, dijo un día. Puestos a morir, y morir, como dijo aquel, es un trámite, mejor hacerlo bien.

- Capitán. Yo...

- Sí, Íñigo - sonríe apenas el capitán -. Yo también.

Se separan ambos, cada cual a su sitio. Otea las filas francesas, listas ya para dar la enésima carga. Mejor con la bandera, Diego. Ordena al asustado tambor que inicie el redoble. Se aclara la garganta para dar su última orden al cuadro. Los veteranos, sabiendo lo que llega, comienzan a agitarse. Se persignan unos, escupen su rabia al suelo otros. Sonrien otros, con la sonrisa torcida del que sabe.

- ¡Bisoños, atrás!

Los soldados jóvenes retroceden. Se refugian, creen, junto al tambor y la bandera.

- ¡Señores veteranos!

Los soldados viejos se hierguen. Se atusan los bigotes llenos de polvo, se pasan las manos por las caras manchadas de pólvora y sangre. Enderezan los correajes, aprestan sus armas.

- ¡Adelante!


- Fué mi última orden en Rocroi. Era la última que podía dar un comandante de los tercios en el campo de batalla. Cuando todo estaba perdido, cuando la misión era imposible, los soldados viejos daban un paso al frente y ocupaban la primera linea. Y allí se batieron como buenos, contra los caballos y los infantes franceses. Contra un enemigo muy superior en número. Pero hasta la linea de veteranos se acabó rompiendo...

El anciano acaba perdiendo la compostura, incapaz de seguir hablando. Apoya los brazos sobre la mesa y la cabeza sobre los brazos. Se acerca el tabernero, se sienta junto al viejo y le pasa una brazo por la espalda. Ve la daga que descansa sobre la mesa y la señala con la vista mientras se dirige a Martín.

- Yo estaba allí, ¿sabéis? Apenas un marrajo que levantaba dos palmos del suelo. Era mochilero en el tercio viejo de Cartagena cuando se acabó todo.

El anciano llora abiertamente, sus hombros se sacuden con fuerza, mientras el tabernero, con una ternura infinita, intenta calmarlo.

- Don Íñigo era nuestro espejo. Para nosotros, los mochileros, era como la encarnación de Dios nuestro señor en la tierra. Había sido mochilero en el mismo tercio, y entonces era alférez. El alférez Balboa... Los caballos corazas consiguieron abrir una brecha, y allá se echó la escuadra personal de don Íñigo, un grupo de veteranos que servían a sus órdenes directamente.


Con un grito agónico, la muralla de carne que forma el tercio de Cartagena se rompe. La caballería francesa, en un esfuerzo suicida, ha conseguido abrir una brecha. Contra esa brecha se lanza la infantería, dispuesta a aprovechar un momento por el que han peleado durante toda la mañana.

- ¡Capitán! ¡Cerrad la linea o estamos perdidos!

Junto a la bandera, el alférez Balboa ha visto como se ha debiltiado la linea. Lanza contra la brecha a su escuadra personal, un puñado de veteranos curtidos. Entre gritos de ¡Santiago! se lanzan a cerrar la brecha, mientras la linea, como un dique en el que se ha abierto un pequeño agujero, duda. La infantería francesa se ha lanzado en masa, los veteranos devuelven multiplicado cada golpe que reciben.


- El alférez tenía fama de ser un hombre frío, ¿sabéis? nunca perdía la calma en combate. Lo habíamos visto imperturbable durante toda la jornada, incluso llegó a bromear conmigo mismo, no podéis imaginar lo orgulloso que me sentí cuando me dirigió la palabra. Pero en aquel instante se volvió loco. Un puñado de soldados franceses se coló por la brecha antes de que llegara la escuadra del alférez. Debía de ser gente experta, aún traían pistolones sin disparar, y los descargaron contra los veteranos que llegaban.

"Que gente aquella. Gente de hierro. Recibieron de lleno la descarga de los franceses, y aún así los que quedaron se arrojaron sobre ellos. Despues de haber peleado durante horas, despues de ver partir a sus aliados, sabiendose solos en medio de un mar de enemigos, se lanzaron sobre los franceses para cumplir con la última orden que recibirían antes de ir al cielo. O al infierno. Cerrar la linea.

"Pero era demasiado, incluso para ellos. Yo había conseguido situarme cerca del alférez. No tembló un solo músculo de su cara cuando se abríó la brecha, pero perdió el color de la cara cuando los franceses descerrajaron sus pistolas contra su escuadra. Cuando cayó el último veterano se volvió loco. Se abalanzó sobre los franceses maldiciendo a Dios y a Su madre. Yo me fuí tras él, cómo podía hacer otra cosa. Todos los mochileros nos habríamos dejado matar por él.

Duda un momento el tabernero, bebe los restos de vino que quedan directamente de la damajuana. Deja un momento al anciano, que, extenuado, parece haberse dormido. Toma la daga y, como Íñigo antes que él, acaricia el filo con la mano.

- Esta daga... Estaba tan fuera de sí que ni siquiera atinó a desenvainar su espada. Se arrojó contra el grupo francés que había cruzado la linea armado solo con esta daga. Degolló a un gabacho antes de que pudiera siquiera decir amén. Pero solo tenía ojos para el ofical gabacho, el que había matado al último veterano. Se fue para él con toda la rabia del mundo. El francés intentó enfrentarse a él con su estoque, pero don Íñigo, enloquecido, sencillamente lo ignoró. Se arrojó sobre él y lo apuñaló una y otra vez, hasta que la daga quedó trabada en el coselete. Fue entonces cuando un piquero francés le golpeó la cabeza con el astil de su pica, dejándolo sin sentido.

"Me arrojé sobre don Íñigo. Aún no sé porqué no me mató aquel soldado francés. Quizá estaba tan cansado como nosotros, cansado de ir de un lado a otro, matando, reconociendose en las caras de la gente que mataba. Quizá tuviera hijos, un hermano pequeño. No lo sé. Pero tuvo piedad de aquel crío sucio, manchado de sangre, que le gritaba en una lengua que no entendía, abrazado a lo que creía que era un cadáver.

"Recuperé la daga de don Íñigo, la guardé en mi saco. Cuando lo que quedaba del tercio aceptó las condiciones francesas, marché a su lado, le serví de cayado mientras cruzamos toda Francia, camino de Fuenterabía. Allí le devolví la daga y allí me aceptó como criado durante años.

Martín, emocionado, permanece en silencio. Sigue en silencio mientras el tabernero se levanta para traer una botella de aguardiente, que ambos comienzan a vaciar maquinalmente, siempre en silencio, hasta que se abre la puerta del figón para dejar paso a los veteranos que habían partido siguiendo las órdenes del anciano.

- Vamos, deprisa. La ciudad bulle de guardias, están por todas partes.

Martín intenta despedirse del anciano, pero el tabernero se lo impide con un gesto. Se ha quedado dormido, que no sea molestado. Toma una manta y se la pasa por los hombros. Martín esta cruzando la puerta cuando a su espalda oye la voz del figonero maldecir con toda su alma al día que llega.

Íñigo se ha sumido, exhausto, en un sueño profundo. Poco a poco se apagan los sonidos de la taberna. Esta tan cansado que no consigue interesarse por la suerte del amigo de Diego. Diego... Capitán... Oye un juramento a lo lejos, pero no le importa, está tan cansado, porta un cansancio en el alma que le pesa como una losa. Está tan, tan cansado. Tanto que diría que la fatiga mata el dolor eterno de sus articulaciones, los achaques que la edad y el servicio al Rey le han dejado en el cuerpo y el alma. El cansancio lo apaga todo. Todo. Benditos sean el cansancio y el silencio, entonces.

Pasa un instante. Una eternidad. Y oye un golpe. Duro, seco.

Otro golpe. Y otro enseguida. Es el sonido de un bastón de madera golpeando una piel tensa sobre un armazón. El golpe se hace redoble. Es un tambor. El tambor de infantería.

- Íñigo.

Alza la vista el anciano. Lo primero que distingue en la oscuridad son dos ojos duros, glaucos, animados ahora por un calor que pocos han visto.

- ¡Capitán! Yo...

Sonrie el llamado capitán, mientras el tambor continua impasible su redoble.

- Sí, Íñigo. Yo también.

Rodea la mesa, apoya su diestra sobre el hombro del viejo. El mero contacto disipa el frío que atenazaba sus huesos. El tambor hace que olvide sus achaques, sus dolores, se siente joven de nuevo. Con una sonrisa de incredulidad se pone en pie. La puerta del figón se abre de par en par, imposiblemente grande. Más allá del dintel, bajo un cielo gris sin horizontes, cree ver unas figuras. Entre ellas se alza el pendón con la cruz de San Andrés, la bandera de los tercios.

- Vamos, Íñigo. Ha pasado mucho tiempo - dice el capitán mientras Diego toma sus armas. Se ciñe el correaje con los doce apóstoles y la banda naranja de las tropas españolas -. Nuestros amigos esperan.

El tambor de infantería llama a sus hijos.



Esplugues del Llobregat, 5 de junio de 2009