viernes, 3 de mayo de 2002

Sueños, presagios...


- Un ejército enemigo se acerca a Minas Morgul. Irás a Osgiliath y reforzarás la guarnición. Permanecerás allí mientras sea necesario.


Se celebra un consejo en la Torre de Ecthelion, en Minas Tirith. Pronuncia estas palabras un hombre en el otoño de su vida, aunque su voz conserva la fuerza de antaño. Es Denethor, hijo de Ecthelion, Señor de Gondor y, según una antigua formula que ya pocos esperan ver cumplida, Senescal hasta la llegada del Rey. Dirige estas palabras a su primogénito, Boromir, Capitán General de Gondor.


- Pero Padre... Señor – la voz del hijo vacila, no acostumbra a contradecir las palabras del Senescal – Establecimos esa guarnición sólo para impedir el cruce de merodeadores. Las tropas de defensa podrían quedar fácilmente cercadas. Para una guarnición sería cosa fácil el retirarse, pero retirar todo un ejercito... solo podríamos retirarnos por un punto, el puente sobre el Anduin... quizá con pontones, o gabarras construidas expresamente podría llevarse a cabo una retirada ordenada... no creo que...


El Senescal se levanta lentamente de su alto sitial, serio el semblante. Pertenece a la antigua raza de la tierra de la Estrella, y su fuerza es grande... mayor que la de su heredero, que titubea.


- Señor... sería tan fácil cercar a ese ejercito... Padre, os lo ruego, siempre hemos combatido en inferioridad numérica, nuestra fuerza se basa en la disciplina y el combate en campo abierto, donde podemos maniobrar con facilidad y flanquear a esas bestias... De nada servirá nuestra pericia en una jungla de ruinas... Osgiliath está devastada y sus murallas caídas, no hay lugar para fortificar un ejercito, la defensa llevaría al desastre...


La fuerza de la personalidad de Denethor aplasta las razones de Boromir, su voz se apaga. Pero toma la palabra, levantándose también, su hermano Faramir, Capitán de Gondor, segundo hijo de Denethor y el más semejante al padre en poder, pues la sangre de Numenor corre con gran pureza por sus venas.


- Boromir dice la verdad, Padre. El número de nuestros adversarios crece con cada estación, mientras que nosotros somos menos de año en año. Sin duda perderemos hombres en esa acción y el Enemigo no notará más que la punzada de un mosquito. Permitid que la guarnición vuelva y reforcemos el Rammas Echor.


Se alza igualmente Imrahil, Señor de Dol Amroth, consejero del reino.


- Escuchad a vuestros hijos, Señor. Debilitareis la fuerza de Gondor en esa acción, mi deber...


La cara de Denethor enrojece, recupera fuerzas olvidadas, golpea la mesa con ambos puños y en su voz, matizada por la ira, estalla el poder de los herederos de Oesternesse.


- ¡Basta! ¡Vuestro deber! ¿Quién es en esta mesa el Señor de Gondor? ¡Hasta la llegada del Rey mi palabra es ley! ¡Sentaos!


Uno a uno mira a sus consejeros, que lentamente, doblegados por la fuerza interior del Senescal se sientan y callan. Denethor mira fijamente a su heredero. La fuerza de su pensamiento corre del padre al hijo.


“Irás a Osgiliath y combatirás allí... Tu verdadera misión es resistir cuanto puedas y destruir el puente al retirarte. No lo olvides, hijo mío, destruye el puente al retirarte.”


- El Consejo queda disuelto –nuevamente se alza la voz de Denethor -, marchaos.


Con un saludo marcial, todos los presentes se retiran, dejando al Senescal enfrascado en sus pensamientos, mirando por el ventanal que da al este... siempre al este.







Un enfurecido Faramir entra en las caballerizas reales, donde con la ayuda de Harsil, su lugarteniente, Boromir se enfunda su armadura y prepara su caballo.


- ¿Puedo saber qué es lo que pretendes?


Boromir, se gira lentamente, observa la figura de su hermano, que a grandes zancadas cruza el establo hasta llegar a su altura.


- ¿A qué te refieres, hermano?


- Déjanos solos, Harsil – el interpelado no se mueve lo más mínimo, una mirada avisa a Faramir que su tono es solo tolerado por ser quien es. Molesto, Faramir se gira hacia él -. ¿No me has oído? Se trata de un asunto de familia.


Un leve movimiento de la cabeza de Boromir y Harsil abandona el establo, molesto. No hay en él amor por el segundo hijo de Denethor.


- ¿Qué es lo que quieres? Pronto amanecerá y el ejército espera.


- Todos los miembros del ejército son voluntarios... pero no has permitido a los miembros de mi guardia alistarse, mientras que los tuyos están en primera línea.


- Hermano, sabes muy bien que las Sombras combaten donde combato yo.


- ¡Deja de jugar conmigo! Si tu guardia va contigo, ¿por qué no me acompaña la mía?


- Porque tú te quedas aquí, no irás a Osgiliath.


- ¿Qué? Padre no ha dicho nada de eso. ¿Quién crees que eres para disponer de mi persona?


- Soy el Capitán General de Gondor. En tiempo de guerra es mi privilegio ordenar todos los recursos de Gondor bajo la égida del Senescal. Y tú te quedas en la Torre, con Padre.


- Estás muy equivocado si piensas que me voy a quedar aquí mientras tú partes a la guerra.


- ¿De verdad? Harsil estará encantado de ponerte bajo custodia mientras nos vamos. Te lo digo por última vez, ¡no partirás!


La discusión prosigue durante varios minutos mientras el tono de los dos hermanos se eleva. Las voces se elevan, se fruncen los ceños. Se pronuncian agrias palabras, palabras que hieren como cuchillos.

Cómo explicarte que el final es tiempo de sueños y presagios. Que en estos días sin esperanza mis noches no han tenido descanso. Que se acerca la última batalla y que he visto como caías más allá de las puertas, frente a un campeón de Harad, sin que mi fuerza me valiera para evitarlo. Si has de caer, hermano, lo haremos juntos, defendiendo la ciudadela interior. Y si para ello he de encerrarte, lo haré.”


Faramir, enfurecido, sale del establo maldiciendo la tozudez de su hermano.


Cómo explicarte que desde que se alzó de nuevo la Sombra sobre el Monte del Destino mis noches se han llenado de pesadillas. Que se acerca la última batalla y he visto cómo caías más allá de las puertas, cómo tu cuerno clamaba por una ayuda que no habría de llegar, enfrentando al enemigo sin que pudiera ayudarte. Si por primera vez debo desobedecerte para impedir que mueras solo, hermano, lo haré. Si has de caer, caeremos en la ciudadela, juntos.”






Las compañías de Gondor forman antes del amanecer y marchan hacia la ciudad abandonada, la Ciudadela de las Estrellas, Osgiliath sobre el Anduin. Allí se unen a la guarnición que guarda el paso, pues Gondor nunca se ha resignado a la pérdida del hermoso señorío de Ithilien y Osgiliath es la puerta de entrada a ese paraíso arruinado. Despunta el alba cuando llegan a los puestos asignados, y allí esperan al enemigo que saben se acerca. Puede ser cuestión de días, pueden atacar inmediatamente. Quizá incluso pasen de largo, piensan los más optimistas, pues ¿quién conoce los designios del Enemigo? Quizá el señor Denethor, de quien dicen que en las noches en que se ven iluminadas las ventanas de sus aposentos vigila y combate al Ojo. Sobre la colina donde se alzaba la ahora destruida cúpula de las Estrellas, mudo recordatorio de la locura que azotó a los dúnedain del sur durante la Guerra Civil, Boromir establece su campamento y alza el estandarte de Gondor. No tarda en llegar al galope su ayudante, Harsil, enviado con su guardia personal, las Sombras, como exploradores.


- ¡Boromir! ¡Los Haradrim! Avanzan los Haradrim por la carretera de Minas Morgul. Les flanquean hombres del este, sin enseñas.


Hombres de Harad, piensa el Capitán. Si ahora nos envían a los Haradrim esta noche llegarán los orcos. Menuda retirada va a ser esta, por un solo punto, de noche, tras haber combatido todo el día y rodeados de orcos. Da las últimas órdenes para la defensa, envía una compañía de gastadores a preparar el derribo del puente y reunir todas las barcazas que sea posible, y con la amarga mezcla de fatalismo y esperanza del que sabe que la derrota final está cercana pero se empecina en esperar un milagro se pone su casco y parte al lugar que se ha reservado, la antigua puerta del Este. Allí forma una compañía de soldados vestidos de negro, Guardias de la Torre con licencia del Señor para combatir por Osgiliath. Tras ellos un grupo de arqueros venidos del Lebennin apresta sus largos arcos.


- ¡Las Sombras a caballo! – dispara una salva de órdenes, buscando en el mando disipar otros pensamientos, más oscuros-. Harsil, ocultaos tras ese silo, cargareis cuando se abra el thangail o si somos arrollados. Ardivol, reparte tus arqueros entre esos dos edificios, disparad cuando el enemigo se halle a sesenta pasos de nosotros o para hostilizar a sus arqueros. ¡Guardias, conmigo! ¡Thangail! ¡La primera fila de espadachines, la segunda de lanceros! El resto en reserva, ¡vamos!


Disciplinadamente, en silencio, el ejército de Gondor ocupa sus puestos. En todo el perímetro de la antigua ciudad los soldados se aprestan a la defensa, a su espalda grupos de zapadores preparan los puestos de retirada.


- ¡Ahí vienen!


Ese grito resuena en toda la ciudad, multitud de cuernos de guerra avisan de la dirección del ataque. Todas sin excepción, Osgiliath está acorralada contra el Anduin.


En los restos de la Puerta del Este los defensores permanecen en sus puestos. Ante ellos se extiende un mar de enemigos, una vociferante masa de sureños se pavonea ante los defensores. Estos, disciplinados, permanecen en silencio; ningún grito, ningún sonido escapa de sus filas. Se diría que son figuras de piedra, que son la nueva muralla de la Ciudadela de las Estrellas. Y entre un clamor de trompetas, con un griterío salvaje, la infantería de Harad carga.


- ¡Ardivol, siega sus filas!


Los arcos largos del Lebennin desintegran las primeras filas de los atacantes, pero la masa de sureños pisotea los cadáveres de sus compañeros caídos y continúa su enloquecido avance.


- ¡Desenvainad las espadas!


Apenas quince pasos separan la incontenible marea de los Haradrim del silencioso thangail de la Guardia.


- ¡Aprestad las lanzas! ¡Gondor!


Al unísono, con un movimiento ensayado cientos de veces, las largas lanzas de la Guardia se abaten para formar un rompeolas contra el que se abate la marea de los Haradrim. Un crujido espantoso, un alarido de muerte, se oye cuando estos perecen ensartados en las picas de fresno. Pero sobre ese sonido se alza la voz de la Guardia. ¡Gondor, Gondor!. Tras ese grito avanzan los espadachines de la Torre, segando las vidas de los desorientados Haradrim. Cuando sus filas, deshechas, emprenden la retirada, se alza de nuevo la voz de Boromir.


- ¡Lanzas arriba! ¡Guardias, dos columnas!


Como una máquina bien engrasada la muralla humana que forman los defensores se abre hacia atrás, formando dos columnas entre las que las Sombras, a caballo, se abaten sobre el enemigo en fuga. Profundamente penetran en sus filas, llevando el pánico y la muerte al ejército sureño. Pero nuevos refuerzos llegan desde los flancos y el frente, y la caballería, poco numerosa, vuelve a cubierto. Un jubiloso Harsil desciende de su caballo junto a Boromir.


- ¡Hecho, Boromir! Hoy hay más viudas en Harad..


- Nos superan con mucho en número, volverán en cuanto rehagan sus filas.


Durante todo el día se produce carga tras carga de los Haradrim. Durante todo el día las filas de los defensores resisten el asedio. Solo en un punto ceden las defensas, al norte de la ciudad, cerca del Anduin. Pero el abanderado, conduciendo a una parte de las reservas, golpea a la columna invasora emboscándola entre las calles en ruinas, ningún invasor volverá para contar que ha penetrado en la ciudad.






Cae la tarde sobre la arruinada Osgiliath, el enemigo ha hecho una pausa en sus ataques, momento que Boromir aprovecha para sustituir a las cansadas tropas del frente por otras frescas que han permanecido en reserva. Mientras se produce el relevo hace una ronda por el perímetro defensivo, impartiendo nuevas órdenes de cara a la lucha en la noche. Ha repartido a sus Sombras entre los defensores, con órdenes de actuar como mensajeros. Teme la capacidad nocturna de los orcos, espera un intento de infiltración entre sus filas aprovechando la oscuridad. Y cuando vuelve al montículo de la Cúpula, esperando descansar unas horas antes del esperado ataque orco suenan las trompetas en todo el perímetro, otra ola negra se abate sobre Osgiliath. Espera el ataque mayor por el norte, donde más cercano está el puente del Anduin al frente, así que parte hacia allá para reforzar a los defensores. Los combates se prolongan durante tres horas, la línea de defensa, más flexible durante el combate nocturno, se comba en algunos puntos, pero no se rompe en ningún momento. Los mensajeros van y vienen, portando órdenes de refuerzo de una línea, de traslado de tropas de un punto a otro. Hasta que llega un jinete al galope, mensajero del desastre.


- ¡Boromir, Boromir!


- ¿Qué ocurre, Harsil? No grites, alarmas a las tropas.


- Se ha abierto una brecha entre el cuarto y quinto grupos – contesta, bajando la voz-, una riada de orcos penetra el perímetro.


- Manda mensajeros a todos los grupos, retirada hasta los puestos de la reserva. La reserva al montículo de la Cúpula, que empiecen a cruzar el río los heridos. Estaré con la bandera por si hay que organizar la retirada.






Desastre. Desastre es lo que ven los ojos de Boromir cuando llega al montículo de la Cúpula. De alguna forma ¿brujería? ¿ocultos por la noche? una columna de orcos, de esos grandes orcos que llaman uruks, ha penetrado en la retaguardia y ha alcanzado el montículo. Han diezmado al grupo de zapadores que trajo consigo y que una vez preparado el puente para su demolición protegían el estandarte, la enseña con el árbol blanco de Gondor. Grupos de defensores, en parejas y tríos, se mantienen sobre el terreno, combatiendo sin ceder un paso pese a ser tropas equipadas ligeramente, sin armaduras. Está a punto de retroceder para llamar en su auxilio a las fuerzas de reserva cuando un estallido de blanco llama su atención. El estandarte. Un golpe de viento ha extendido el estandarte de Gondor, el Árbol Blanco relampaguea en la oscuridad. El abanderado aún no ha caído...


Pero esa forma de luchar, esa forma de torcer el cuerpo para ofrecer el menor blanco posible al rival... no es posible, él aquí, en medio de la batalla, rodeado, arrogante en la que podría ser su hora final... mira como mantiene en alto el orgulloso estandarte, como derriba a los enemigos que pretenden capturar la bandera. Pero el cerco se estrecha, solo quedan dos en el alto, el portaestandarte y a su lado, un soldado anónimo. Un grupo de orcos se lanza contra la pareja, uno de ellos, quizá el cabecilla, descarga un golpe tremendo sobre la cabeza del abanderado que se desploma, perdido el yelmo. El soldado toma el estandarte y se planta sobre el cuerpo del caído. La sangre ha huido de la faz de Boromir. Rompe a correr haciendo sonar su cuerno, clamando por una ayuda que cree tardía. Una ira pura como el hielo le insufla fuerzas perdidas, como un autómata avanza entre las filas de los sorprendidos enemigos, segándolos como el segador siega el trigo.


En los pisos altos de la Torre Denethor está encorvado sobre una esfera negra, el palantir que los sabios creen perdido. Observa la batalla desde un cuadro muy amplio, a vista de pájaro, siendo sutilmente engañado, pues el Enemigo solo le muestra lo que más teme ver, las innumerables filas de las fuerzas enemigas... y nueve jinetes negros en la retaguardia, esperando una abertura para actuar. No puede soltar el palantir, pues el Ojo lo ha atado a él. Pero oye el cuerno de Gondor, suyo en un tiempo, y al oírlo reúne las fuerzas suficientes como para romper el contacto, liberando momentáneamente el palantir de ataduras. Por las venas de Denethor, aún en su declive, corre la sangre de Oesternesse casi pura. Corre por su sangre la fuerza de los Padres de los Hombres y es tan grande su poder que obliga a la piedra a centrarse en el lugar donde aún suena el cuerno pidiendo ayuda. Ve al mayor de sus hijos combatir en solitario abriéndose paso hasta el estandarte. Y su aguda vista confirma lo que su hijo teme, la identidad del caído abanderado. Y sólo en su habitación, el orgulloso Señor de Gondor cae de rodillas, sollozando.

- ¡A mí! ¡A mí las Sombras! ¡Acudid!


Aquí y allá, desperdigados entre las tropas combatientes, algunos hombres alzan la cabeza y abandonan la lucha. Toman caballos, los toman por la fuerza al amigo o al enemigo y galopan como no lo han hecho antes, camino del montículo, pues es allí donde suena el cuerno de Gondor. Las Sombras, la guardia personal del heredero de la Senescalía, acuden al llamado de su capitán.


Ha dejado caer el escudo, toma su espada con ambas manos y con las mejillas bañadas por la ira y la pena emprende el ascenso, donde un solitario soldado defiende el estandarte. Descarga mandoble tras mandoble, dejando un sendero de muerte a su paso. A medida que avanza reúne a su lado a los escasos soldados que quedan en pie. Golpean a los desprevenidos uruks, que creían tan cercana la victoria, que esperaban poder entregar a sus jefes la bandera de la odiada, de la deslumbrante Ciudad Blanca. Por fin alcanza al soldado que defiende el estandarte, y que defiende algo más valioso aún para él, el caído abanderado.


- ¡Mablung! – la voz de Boromir está ronca por algo más que la ira -. Si él ha muerto más te vale caer sobre tu propia espada, porque yo mismo te...


- Creo que aún vive... señor.


La cara del abanderado está tinta en sangre. ¡Aún vive!. Con su cantimplora Boromir limpia la cara del caído; una brecha, aún sangrante, se insinúa en la frente, si no hubiese llevado el casco... El alivio que ha sentido al comprobar que aún vive deja paso a la cólera, si no fuese por el casco habría muerto sin que mi fuerza me valiera para evitarlo. Furioso de nuevo lo toma por las cinchas de la armadura, sacudiéndolo.


- ¿Qué demonios haces aquí, maldito seas? ¡Te ordené que permanecieras en la Torre!


- ¡Suéltame! – Faramir se pone lentamente en pie, limpiando la sangre de su frente, que le ciega -. Estoy donde debo estar.


- Sabes muy bien que los herederos del Senescal no pueden estar juntos en la misma batalla. ¡Vuelve a la Torre!


- Déjate de cuentos, no intentes engañarme con trucos tan burdos. Lo que la ley dice es que no pueden combatir juntos el Heredero y...


Se hace el silencio entre los dos hermanos, tan parecidos y tan diferentes. Una idea absurda, imposible, se ha abierto paso en sus mentes. Que ambos incumplen la ley, pues juntos, ahora, de alguna forma, se enfrentan el Senescal y el Heredero.


Las Sombras se deshacen violentamente del resto de la columna de orcos. Su líder, Harsil, llama la atención de Boromir, preso aún de la mirada de su hermano.


- Boromir, el enemigo se reagrupa y la brecha sigue abierta... ¡Boromir!


- Sí... Sí – lentamente el Capitán vuelve a la realidad. Mira a su alrededor, haciéndose cargo de la situación -... ¡Dírnaith!


Al oír la orden las Sombras se apresuran a formar lo que es, literalmente, una punta de lanza humana. El estandarte se aloja en su centro, a su frente Boromir y Faramir dirigen la carga. Con gritos de ¡Gondor, Gondor! la dírnaith desciende el montículo para abalanzarse sobre las filas de orcos que intentaban reunirse. Ninguna fuerza de orcos puede frenar la carga de los dunedain del sur.






“Perfecto, ahora los hombres hablan de brujería en el frente. Los soldados bisoños huyen dejando atrás su equipo... y los veteranos al menos tienen la decencia de traer consigo sus armas. Y Faramir aquí. Estoy tan cansado... No debí preocuparme por ese sueño, no creo que los hombres de Harad ataquen esta noche. Me duele el brazo izquierdo, un bastardo con suerte consiguió abrirme una brecha. El buen Harsil debe tener en su mochila uno de esos ungüentos que siempre lleva consigo, como una vieja comadre... La retirada comienza ahora, diga lo que diga Padre. De noche, con la moral baja y con posibles grupos infiltrados... Hay veces que...”


“¿Y ahora? Mi cabeza... Está a punto de estallar, ese uruk y su maldita hacha... Suerte del casco... Hay rumores de hechicería entre las tropas que vuelven de primera línea. Boromir sigue vivo, en mi sueño las saetas que lo alcanzaban lo hacían en pleno día. Sueños, presagios... ¿Será mañana? Falta poco para el alba, mejor será prepararse... mi cabeza...”






Boromir reúne a los capitanes para impedir lo que podría transformarse en una desbandada.

- Abandonamos Osgiliath. La reconquistamos una vez y volveremos a hacerlo, lo juro ante la Torre. Permanecer aquí, donde no podemos maniobrar, es una locura. Además sabéis que han empezado a circular estúpidos rumores entre los hombres... Tanto da...


El guerrero, cansado, se pasa una sucia mano por la cara, donde los regueros formados por el sudor y las lágrimas forman caprichosos dibujos. Todos los que le rodean han combatido durante todo un día, algunos más que él mismo. No quedaría bien que el Capitán General se desmayara ante sus hombres, piensa irónicamente. Cuadra sus hombros y eleva la voz. Imparte órdenes, nacido y criado para la guerra, está en su elemento.


- Faramir, reúne a las fuerzas que han combatido durante el día excepto a la Guardia. Que crucen el puente y se aposten en el Ramas Echor, trae fuerzas de reserva de la Torre. Llévate a los heridos.


- Boron, tus Guardias protegerán la retirada, tu compañía será la última en irse.


- Harsil, divide a las Sombras en dos grupos y flanquea a la Guardia. No quiero sorpresas.


- Ardivol, al puente. Tus arcos largos cubrirán la retirada.


Prosigue durante media hora, algunas de las órdenes se corrigen, otras varían en función de los mensajeros que llegan. Se rehace la disciplina y el ejército de Gondor comienza su retirada de la antigua capital, combatiendo.







Los Guardias son la élite de las tropas de Gondor. Dunedain del sur, aún en tiempos de decadencia son más que hombres mortales. Simples orcos no son rivales para ellos, así que el Sin Nombre envía contra ellos lo más granado de sus arsenales. Uruks, trolls, enormes lobos y otras bestias sin número se arrojan contra los imperturbables hombres de la Guardia. Inútil. Las filas dobles de Guardias mantienen la formación, pueden combarse, doblarse en algún momento, pero ninguna cede. Retroceden, pero lo hacen bajo órdenes, no por la presión del enemigo. En ordenadas filas se congregan junto al puente cuando la primera luz de la mañana se insinúa en el horizonte, sobre las Montañas de la Sombra. Y es entonces cuando se revela la verdadera intención del Ojo. Desde todas las direcciones al este del Anduin, comandando grupos de enloquecidos hombres salvajes y Uruks se abate sobre las filas la más mortal de las armas del Enemigo, los Jinetes Negros, Nazgul del Anillo.


Se rompen las filas, los Jinetes usan su arma más efectiva, el terror. Miasmas de pánico, como una nube de niebla baja, avanzan hacia los Guardias. El pánico, en su forma más irracional se apodera de sus mentes. Un ansia irrefrenable por la vida, un deseo insuperable de ver un nuevo amanecer se adueña del alma de los que durante un día y una noche han enfrentado la muerte sin titubear. Los capitanes buscan restablecer la disciplina, pero los hombres, aterrorizados abandonan el campo. Primero de uno en uno y luego en grupos mayores deshacen las filas y cruzan el puente o se arrojan al Anduin, buscando a nado las barcazas que ayudan en el cruce.


Solo dos grupos permanecen imperturbables. Los arqueros del Lebennin, espíritus libres que desde su nacimiento han oído la canción del mar. En su mente siempre suena el arrullo de las olas y no hay en ella sitio más que para la belleza del piélago, el miedo no les hace mella. La Primera Compañía de Guardias, los custodios del Senescal, se mantienen sobre el extremo del puente. Han aprestado sus lanzas y ni la llegada del Enemigo en persona podría moverlos. Impotentes para abrir la barrera erizada de espinas que forman los Guardias, los Jinetes retroceden.

- ¡A mi orden retroceded, Boron! – grita Boromir -. A la carrera hasta el otro extremo, allí clavad las estacas que derribarán el puente.


- ¿Cómo volveréis vos? – pregunta Boron, el capitán de la compañía.


- A nado, Ardivol me cubrirá con sus arqueros.


- De acuerdo.


La oleada oscura parece haberse detenido ante la imperturbabilidad de los Guardias. A cincuenta metros del extremo oriental del puente los soldados oscuros esperan una orden. Ante ellos se destacan los nueve jinetes oscuros, inmóviles.


- Retírate, Boron.


- ¡Primera Compañía de Guardias! ¡Retroceded hasta el otro extremo del puente y derribadlo! – Boron imparte sus órdenes... y permanece junto al heredero-.


- ¿Qué haces, Boron? – pregunta Boromir -. Te he ordenado que vuelvas.


- Mi valor no me alcanza para explicarle al Senescal que su hijo murió solo en Osgiliath... señor.


Se oyen pasos a la carrera a través del puente. Tres soldados vuelven al extremo oriental.


- ¿Ya nadie obedece órdenes? ¿Ni los guardias? – la cólera de Boromir comienza a alzarse, pero se disipa ante lo inflexible del rostro de Boron -. Escucha, no pienso enfrentarme a esos jinetes, me quedaré hasta que derribéis el puente. Una vez derruido saltaré al Anduin. ¡Vamos, vuelve, te digo!


Boron saluda, llevándose la mano al pecho, y retrocede junto a sus hombres, comienza a oírse el ruido de mazos derribando las últimas sujeciones del puente. Faramir, Harsil y Mablung, lugarteniente del primero, llegan junto a Boromir. Los jinetes negros, cabalgando al paso, avanzan.


- ¿Por qué avanzan ahora? – se pregunta Boromir - Deberían haber cargado antes, cuando los acompañaban sus tropas.


- No sé – contesta Faramir -... Carecen de equipo de sitio... ¿Para qué cruzar si no van a atacar la ciudad? Ya puestos, ¿por qué hemos cruzado nosotros? ¿para ocupar unas ruinas? Toda esta situación es ilógica.


- Padre quería defender el puente, no las ruinas...


- ¿El puente? – la mente de Faramir galopa, buscando implicaciones -. ¿Y para defenderlo has traído zapadores? Espera...


Ambos hermanos se miran, tan semejantes en la nueva mañana como diferentes habían sido la mañana anterior.


- ¡Los jinetes! ¡Son los jinetes negros! Por algún motivo Padre no quiere que avancen...


- Este puente es el único paso sobre el Anduin en millas. Quiere impedir o estorbar en lo posible los planes del Enemigo...


Los jinetes han alcanzado al pequeño grupo de defensores. La cavernosa voz del primer jinete se alza.


- Apartaos, estúpidos. Dejad paso libre a la voluntad del Señor de la Tierra Media.


Se cruzan susurros entre los dos hermanos.


- ¿Qué demonios pasa? – pregunta el mayor- ¿Por qué no ha caído todavía el puente?


- No lo sé – contesta Faramir, mirando hacia atrás -. Parece que uno de los pilones se resiste.


- Pues somos los últimos defensores, maldita sea. Cuatro infantes cansados contra nueve jinetes... me vale – alza la voz, dirigiéndose al jinete -. ¡Retrocede! Tu señor no puede reclamar ese título, no mientras se alce la Torre Blanca. ¡Atrás! ¡A ellos!


Los cuatro soldados cargan contra los jinetes... que incomprensiblemente retroceden. En la mente de Faramir una idea se abre paso, una idea apoyada en recuerdos de historias oídas cuando era pequeño. Ensaya una estocada, una estocada baja que no busca herir al jinete, sino al caballo. Con un grito, el jinete hace retroceder al caballo.


- ¡Los caballos, Boromir! ¡Atacad a los caballos!


Como un solo hombre los cuatro soldados de Gondor lanzan tajos bajos, buscando las patas de los caballos. Los jinetes reculan, pero antes la oscura voz de su antagonista hace estremecerse a Faramir.


- Volveremos a encontrarnos, soldadito. Pagarás el tiempo que me haces perder, te lo aseguro.


Los jinetes han vuelto a la protección de los suyos, solo para reunirse y formar un grupo compacto. Por mucho que alcance el valor, un pequeño grupo de infantes sin picas o arcos no pueden resistirse a una carga de caballería.


- Ahí vienen de nuevo, señor – dice Mablung -. ¿Qué hacemos?


- Resistir mientras puedas – interrumpe Harsil, siseando -, soldadito.


- Basta, Harsil. El puente aún sigue en pie – habla Boromir -, no nos moveremos de aquí hasta que no haya sido destruido. Si los jinetes negros pasan, pasarán. Pero hasta que no caiga el puente ningún orco pondrá los pies en la ribera occidental. Preparaos.


Los jinetes avanzan, proyectando ante ellos toda la fuerza de su brujería. Es el miedo que atenaza, que hace que la mente olvide toda esperanza de la luz y ansíe refugiarse en la oscuridad. Pasan como un rayo ante los cuatro defensores, cuya voluntad a duras penas les alcanza para apartarse antes de ser arroyados. Los nueve jinetes galopan como un viento negro, heraldo de la catástrofe, a través del puente, que empieza a tambalearse. Con un crujido agónico este, al fin, se derrumba, cayendo al Anduin entre una nube de polvo. En la orilla oriental, un grupo de haradrim, fuertemente armados, se arroja sobre los aturdidos defensores.


“¿Habrán conseguido pasar? Apenas se distingue nada de la otra orilla... ¡Haradrim! Llevan armaduras pesadas, deben ser sus Guardias... ¡Un momento! Ya es de día, el sueño... ¿Dónde está Faramir?”


“Es de día, los orcos se retiran. El puente ha caído, quizá se haya llevado consigo a los Nazgul. Haradrim... será difícil retirarse bajo sus flechas... sus flechas... ¡Espera! ¡Boromir!”


De nuevo suena el cuerno de Gondor en Osgiliath. El fuerte sonido del cuerno penetra en el corazón de los últimos defensores de Osgiliath, disipando las tinieblas del miedo. Por un momento sus antagonistas vacilan, el mismo sonido que infunde coraje a los gondorianos lleva el miedo y la duda a los corazones oscuros. Los cuatro soldados se reúnen y descienden por el terraplén que baja hasta la orilla.


- ¡Dejad aquí todo lo que no sea imprescindible! – ordena Boromir -. ¡Al agua! Intentaremos cruzar a nado.


Se arrojan al frío en la mañana Anduin. La fuerte corriente les empuja río abajo, sus músculos, agotados por todo un día de combates, agarrotados por el frío, les fallan en ocasiones. Calambres, desfallecimientos, solo la ayuda mutua les ayuda en la prolongada travesía. Cuando llegan a la orilla, mucho más al sur de los restos del puente, desfallecidos, caen inertes sin apenas poder moverse.


Un grupo de jinetes, con la librea negra de la Guardia les encuentra.


- ¡Aquí están! – grita el capitán de la compañía -. Justo donde dijo el Senescal... Encended un fuego, calentad sus cuerpos antes de llevarlos de vuelta.



* * * * *


Los dos hermanos, extenuados, pasan en cama todo ese día y la noche siguiente. En su mente se repiten las pesadillas que quizá les adviertan sobre el futuro, quizá solo sean un resumen de sus miedos. Pero en el momento en que el día da paso a la noche, comparten un sueño, una llama de esperanza alumbra en sus corazones. Es un sueño vago, uno que Faramir ha tenido en varias ocasiones aunque en esta ocasión lo comparten ambos.


Solos, desarmados, se ven en una llanura infinita. Al este las nubes se arremolinan, el cielo se oscurece con la promesa de una tormenta que amenaza con devastarlo todo y no dejar más que un desierto a su paso. Pero al oeste una luz, pálida como el último rayo del sol antes del ocaso, permanece y resiste. Una voz, poderosa y clara, grita entonces:


Busca la espada quebrada

que está en Imladris;

habrá concilios más fuertes

que los hechizos de Morgul.


Mostrarán una señal

de que el destino está cerca;

el Daño de Isildur despertará,

y se presentará el Mediano.