viernes, 5 de septiembre de 2003

Aikanár

Mandos, la Casa de los Muertos. Por sus salas infinitas pasean los elfos caídos, aquellos que, inmortales, sucumbieron por la espada, por tormento, por pena. Pero hay algunos que no deambulan por las mansiones sin fin. Entre ellos hay uno que permanece sentado, perdido en el sueño lúcido de los elfos. Tan grande era su dolor que se cuenta que el propio Mandos, apiadado, lo condujo un tiempo a los jardines de Nienna, su hermana. Las lágrimas de la Señora de la Compasión, su melancólica compañía, limpiaron el alma del noldo, haciendo brillar de nuevo la que fuera la afilada llama de los Noldor. Aún el elfo continúa sentado en Mandos, pero ahora aguarda con anhelo. Sueña, recuerda, y a veces sus labios musitan una sola palabra.


* * *


- ¡Aguantad! Aún no, aún no...

Un centenar de elfos noldorin esperan el arrollador empuje de una horda de orcos en las estribaciones septentrionales de Dorthonion, lejos de los bosques que ahora ocupan los hombres. Sorprendidos al despuntar el día, la compañía se ha trabado en combate sin esperarlo con un fuerte contingente orco.

- ¡Ahora!

Cien arcos cantan y las primeras filas de los orcos se desintegran. Pero son muchos, demasiados, y las siguientes filas pisotean los cuerpos aún palpitantes de sus camaradas a la caza del odiado enemigo.

- ¡Abandonad los arcos! ¡Desenvainad! ¡Fila doble!

Con la rapidez de los soldados fuertemente disciplinados los elfos forman instantáneamente una fila doble de espadachines contra los que se estrella la negra ola orca. Son tropa escogida, una compañía de los Guardias del Sirion. La primera luz que vieron sus ojos fue la de los Árboles en Valinor, y esa luz les imprime una fuerza que no puede doblegar ningún orco surgido de las profundidades de Angband. Pero el primer sonido que escucharon sus oídos fue el rumor del agua sobre las playas de perlas de Eldamar, y por ello, de entre los Noldor consagrados a Aulë, prefirieron ellos a Ulmo, señor del Piélago. Desde que llegaron a Beleriand se consagraron a la defensa del Sirion, amado por el rey del mar. Pero en esta mañana de sangre se diría que la oscuridad barrerá a la luz, pues los esbirros del norte multiplican varias veces el número de los elfos. Solo la fuerza de la masa los obliga a retroceder palmo a palmo, muerto a muerto. Hasta que Aegnor da la orden que todos saben previa a la derrota.

- ¡En círculo, hermanos! ¡Formad en círculo! ¡Angrod, clava el estandarte!

- ¿Caeremos aquí, hermano? – pregunta el más joven de los hijos varones de Finarfin, Angrod – No temo a la caída, pero ¿debe ser así? Sin bardos que canten nuestra historia, sin...

- ¡No! – una llamarada de furia estalla en los ojos de Aegnor, su frente parece adornada por una brillante joya - ¡Mayor es nuestro destino! ¡Fuerza y valor, amigos míos! No caeremos en esta mañana ¡Noldor, Sirion!

Los orcos vacilan, la simple fuerza del número no basta ante aquellos que han cruzado el Hielo, que han visto los rostros de los Poderes. Llegan bestias de guerra, llegan Capitanes de Angband. Lo que era una simple escaramuza se torna batalla. Carga tras carga se da contra el anillo de hierro de los Noldor. Carga tras carga el anillo se reduce, se hace más pequeño... pero no cede.

- ¡Hermano, mira al norte!

Angrod, el portaestandarte, señala a septentrión. Aegnor palidece. Una poderosa columna de polvo se alza en la asfixiante Anfauglight. Y al verla la llama de Aegnor vacila, pues nada bueno para un noldo puede llegar, a través de la polvorienta llanura, del tenebroso norte.

“Se desplaza rápido, probablemente sean jinetes de wargos. Aquí acaba todo, entonces. No habrá canciones, hermano. Ningún bardo cantará tu risa, tu apostura. Finrod, Orodreth, Galadriel, hermanos, no nos olvidéis. No deshonraremos la sangre de Finarfin.”

- ¡Hermanos! Ya veis lo que llega del norte, parece que el crepúsculo llegará antes hoy. No esperaremos a ser arrollados por esos refuerzos. No seremos cazados uno a uno. No seremos esclavos en las minas del Morgoth. A mi orden, punta de lanza y hacia el norte. Esta noche se hablará de nosotros en Angband con miedo y respeto. Si he de partir, no puedo elegir mejor compañía, amigos míos. ¡Volveremos a reunirnos en Mandos!

Un grito se alza de las gargantas de los elfos. ¡Te veré en Mandos, hermano!

Los Noldor forman una cuña que se hunde profundamente en las sorprendidas filas enemigas, dejando un río de muertos a sus espaldas. Tal es su ímpetu, su fuerza, que está a punto de romper el cerco que los rodea. Pero, como no puede ser de otra forma, la lanza élfica pierde fuerzas y se detiene. Sin ordenes, instintivamente, forman de nuevo un círculo bajo la marea negra que los asedia. Todo parece perdido.

Pero un sonido, puro como la plata, se alza en el desolado norte. Como un dardo de luz penetra en la noche del griterío orco y la disipa. Centenares de voces que cantan un himno de guerra que habla de esperanzas nuevas, de fuerzas jóvenes que el Oscuro no podrá torcer.

- ¡Atani! ¡Son atani! Resistid aún, hermanos, son las doradas gentes de Hador.

La tormenta, el empuje de los hombres, se abate sobre los sorprendidos orcos. Cantando, cantando siempre. Cantan mientras desbaratan el ejército orco, mientras los Campeones entre los hombres retan y matan a los Capitanes de Angband, mientras persiguen y aniquilan a la masa en retirada.

- ¿Nunca has visto un ejército de hombres, elfo?

La que habla es una jinete, bella como el crepúsculo, morena como dorados son sus compañeros. Con alegre desparpajo se dirige al asombrado Aegnor, que apoyado sobre su espada contempla como los jinetes mortales barren al enemigo hasta el horizonte.

- ¿Quién sois, señora? Llegáis con la fuerza del viento del oeste, que dispersa ante sí la oscuridad. ¿No me diréis vuestro nombre?

La mujer ríe. Es para el elfo un sonido nuevo, contiene la pureza de la plata, recuerda a Telperion. Y el sonido de su risa, como un dardo, se clava en el corazón del elfo. Aún no está herido de muerte, pero ha abierto el camino a futuras saetas.

- Se cuenta que los elfos conocen el nombre de todo lo que crece bajo el cielo – dice la mujer mientras hace caracolear su caballo ante el sonriente noldo –. Adivínalo, elfo.

Angrod llega corriendo para informar a su hermano, pero se detiene ante la escena que observa.

- ¡Aegnor! He reunido a los guardias, yo...

- Aegnor... el Guardián del Sirion – la mujer ha detenido su caballo, mira fijamente al elfo -. Parece que los orcos iban hoy de caza mayor.

- Señora, estoy en desventaja y soy vuestro deudo. Conocéis el nombre que me da mi gente y habéis salvado mi vida. ¿Quién sois?

- Andreth, elfo... Aegnor. Andreth, hija de Boromir, señor de Ladros, de las gentes de Béor.

- Mis guardias y yo mismo os debemos la vida, Andreth de Ladros. ¿No aceptaréis, vos y los que os siguen, la hospitalidad de la fortaleza de Tol Sirion? – la mujer permanece en silencio, observándolo. Ha encontrado algo en los ojos del elfo, que ha adoptado un tono falsamente indignado - ¿Acaso se han endurecido los corazones de los hombres desde que los encontró mi noble hermano? Bëor aceptó la hospitalidad del Desbastador de Cavernas, ¿no la aceptará una de los suyos de su pobre hermano?

De nuevo suena en el norte la risa de la mujer.

- No comando estas compañías, Aegnor de los Noldor. Nos desviamos de nuestro camino cuando nos avisaron de lo que ocurría nuestros exploradores, pero se nos espera en los salones de mi padre, en Ladros. Nuestros caminos se separan aquí, a lo que parece.

- Quizá volvamos a encontrarnos.

- Quizá.


* * *



“¿Qué cosa nueva son estos Hombres? Finrod fue el primero en encontrarlos y dice aún no entenderlos. Débiles y grotescos, de mano torpe, se ha dicho en la Torre que son. Estúpida ignorancia o viles mentiras, artimañas sin duda del Enemigo. En la mañana en Dorthonion he podido contemplar vuestra fuerza, vuestra belleza. ¿Qué son los Hombres? ¿Quién eres, Andreth?”

“¿Qué luz brilla en los ojos de los eldar? ¿Habrá alguno entre los Sabios capaz de explicarlo? Nunca antes los había visto, salvo algún fugaz mensajero avistado en la casa de mi padre. Tan fuertes y bellos; destinados a vivir para siempre, dicen. ¿Qué brilla en sus ojos? ¿Acaso esa luz brilla en los ojos de todos los elfos? ¿Qué es esa llama en tus ojos, Aegnor?”



* * *


Sus vidas se separan durante un tiempo. Aegnor comanda los elfos que guarnecen el paso del Sirion, los guardianes del río, su vida es la guerra contra el norte. Andreth ha vuelto con los suyos, su mente se vuelca hacia la búsqueda del conocimiento. Pero ambos padecen del mismo mal, la melancolía se ha adueñado de sus vidas.

Aegnor descuida familia y amigos. Es Angrod quien se hace cargo de la Torre de la Guardia sobre Tol Sirion, ante los silencios de su hermano. Finalmente, Finrod Felagund acude al norte. La ribera del Sirion es testigo del encuentro de los hijos de Finarfin.

- ¿Qué ocurre, hermano? Hasta Nargothrond han llegado los rumores. Se dice que abandonas tus obligaciones, que descuidas la defensa. Entre todos los miembros de nuestra familia el más cercano a los pensamientos del Señor del Piélago eras tú. Por amor al mar te consagraste al Sirion, tan caro a Ulmo. ¿Y ahora, Aegnor?

- No soy un perjuro, hermano... Sigo aquí...

- Me habían dicho que te habías convertido en una sombra de lo que antes fuiste, y por lo que veo no me engañaron. ¿Dónde están tu fuerza, tu risa? ¿Dónde la llama que antes te iluminaba? ¡Despierta, hermano!

- Mi llama cabalgó al este.

Los ojos de Aegnor vagan por la orilla, bañada de oro y plata en el ocaso. Las aguas del Sirion acarician las riberas, donde el viento canta una canción eterna entre los juncos, uniendo en un solo lugar la magia de tres Poderes. ¿Cuántas veces antes se alzó la voz de Aegnor en la noche, saludando la imagen de la luna sobre el río? Hace meses que el Sirion no oye el canto de su defensor, la alabanza de sus aguas, el orgullo por su poderoso caudal, la envidia de su curso que llega al Gran Mar. Pero ahora al canto del Gran Río se suma la voz del Felagund, poderosa, llena de matices. El Señor de las Cavernas entona una canción de pena por un amigo perdido. En la voz de Finrod hay una magia extraña, combinación de fortaleza y belleza, aprendida junto a los Valar en el tiempo antes del sol y la luna, cuando los dos Árboles bañaban el Reino Bendito con su luz. Esa magia penetra en el corazón de Aegnor, curando, reforzando. Y ante el Felagund la llama de los ojos de Aegnor renace. Quizá no con la fuerza de antaño, pero ahora es más bella, tiene una profundidad que antes no poseía. Su voz, llena de nuevo, se alza en la noche.

- ¿Recuerdas la Profecía del Norte, cuando abandonamos Aman? ¿Cuando Mandos nos cerraba el Reino Bendecido? Al final sentí sus ojos fijos en mí, cuando habló de nuestro fin antes de que llegase “la raza más joven”.

-Oscuras eran las palabras del Hado, y no puedes pretender que se dirigiera a ti en exclusiva. La raza más joven ha llegado y no obstante la fuerza de los Noldor es mayor que nunca.

- La mía no lo es, hermano. Tú has vivido con hombres mortales. Has visto como se agostaban, su prematuro final.

Es ahora Finrod el que se pierde en sus pensamientos. Se ve a sí mismo cargando contra el enemigo junto a Bëor de los Hombres. Cantando rodeado de mortales. Y finalmente se ve junto al lecho de muerte de Bëor.

- Solo cuarenta y cuatro años, hermano. Tan solo cuarenta y cuatro años del sol estuvo Bëor de los Hombres a mi servicio. No puedes imaginar lo que significa ver a alguien amado en un lecho, agotado, con las fuerzas de un niño. Por mucho que esa sea su naturaleza es duro, muy duro. Extraño don el de los hombres mortales, si don es. ¿Por qué esa preocupación?

-Hay una mujer...

- ¿Una mujer mortal? Hermano...

- Escucha. ¿Qué sentiste la primera vez que encontraste a los hombres?

Finrod calla mientras prosiguen su paseo. De nuevo se sumerge en sus recuerdos. La espesura en Ered Luin, al norte de Ossiriand. Las voces jóvenes que cantaban en torno a una hoguera. Sus propios sentimientos le asaltan como le asaltaron entonces.

-Lo sabes muy bien. Amé a los hombres desde el primer momento en que los vi. Pero amé a los hombres como amé la luz cuando mis ojos se abrieron por vez primera, como he amado las obras más bellas de Eru. Hermano, los años de los mortales pasan pronto. Pronto se apagan, se marchitan, y su belleza deja esta tierra para ir a un lugar que no conocemos.

- Puedes entender lo que siento, entonces. ¿Será menor la belleza por ser breve en el tiempo?

- ¿Y después? ¿Los largos años sin ella? ¿Y los años en los que ella se agoste? ¿Será ese el recuerdo que atesores? ¿Mantendrás para siempre el recuerdo de su lecho de muerte?

- Al final...

- No se nos ha revelado como será el final, si ha de haberlo. ¿Se impondrá el Morgoth definitivamente? ¿Se levantará la prohibición de volver al oeste? No sabemos cuál es el destino de los hombres más allá de la muerte, solo que no nos encontraremos en Mandos. Es posible que no volváis a veros. Dispondrás de toda la eternidad para recordar sus últimas horas. Piensa en ello, hermano.




* * *


Las estaciones se suceden. Aegnor ha recuperado el mando de los Guardianes del Sirion, aunque ahora, desesperado, busca la muerte en la batalla contra el Morgoth. Como el renombre de Aegnor aumenta el de Andreth, sabia entre los hombres, tal es su fama que el propio Finrod llega a conocerla y apreciarla durante los largos encuentros que mantiene con ella en ocasiones. Saelind, corazón sabio, la llama el Felagund, por no nombrar a aquella que tanto ha perturbado a su hermano. Alcanzan ambos tal grado de melancolía que por fin, contra su propio consejo, accede Finrod a reunirlos.

Un encuentro se ha dispuesto en la Laguna del Crepúsculo. Esperan ambos que allí, en un lugar santificado por Melian la Maia, puedan encontrar una salida. Cabalga hacia allí Aegnor, llega con la salida de la luna para encontrar un pequeño campamento y en él a la mujer mortal que nubla su pensamiento desde hace años. Caen uno en los brazos del otro.

Junto a las aguas del Aeluin se encuentran, por fin, ambos, y hasta el destino parece detenerse ante la que parece la primera unión entre los hijos de Ilúvatar. Pero algo los contiene, y, con un sollozo, el destino pasa de largo. Muy poco tiempo hace desde que elfos y hombres se han encontrado en el norte, donde Melian y los Noldor han llevado en cierta manera el brillo de los Árboles. Demasiado fuerte es ese brillo en los ojos de los primeros nacidos que llegaron a verlos, y los hombres aún no han alcanzado la dimensión que alcanzarán en años venideros. Dos generaciones de hombres habrán de sucederse todavía antes de que surjan los más bellos entre los hijos de Ilúvatar.

Ellos aún lo ignoran y, abrazados, se dirigen a la orilla de la laguna. Allí, sobre la superficie de plata, ve Aegnor la imagen que lo acompañará durante años incontables en Mandos. Enredada en el cabello de Andreth brilla resplandeciente , haciendo que el Valacirca, la hoz de estrellas que Varda Kementári echó a rodar en desafío al Morgoth, sea una diadema coronando los cabellos de Andreth.

¿Qué hacer? Demasiado bien comprende Aegnor el abismo que los separa. Tiempo de guerra, en el que los elfos difícilmente toman pareja, pues aunque la fuerza de los hijos de Ilúvatar cerca Angband los más esclarecidos entre ellos saben que poco menos que imposible es la victoria contra el Vala de Hierro. Enturbiada su llama para siempre, desgarrado entre su amor por la mujer y la lealtad a los suyos, sabiendo que para protegerla debe separarse de ella, rompe el abrazo Aegnor. Pronuncia palabras que en un mundo sin el Oscuro habrían sido sabias, pero que en Arda maculada se clavan como puñales en los corazones de ambos. Se separan apenados, culpando ambos al Morgoth de su doliente destino. Dos pares de labios susurran unas palabras al despedirse.

Estel, amor mío.


* * *


Los años siguen su paso. Aegnor ha vuelto a la guerra para, cumpliendo su voto al Sirion, buscar la liberación que solo una espada puede darle. Con más fuerza que nunca defiende sus amadas orillas, buscando siempre las ocasiones de mayor peligro. Desde el encuentro con Andreth su llama ha cambiado, ahora es roja como la sangre y fría como la ira que ha ocupado su alma, ahora que esa es la única emoción que puede permitirse. Ya no ilumina a los suyos, apenas alcanza para mantener un mínimo de calor en su interior. Golpea a las criaturas del Morgoth, poniendo en cada golpe toda su fuerza, que a su pesar no le alcanza para disminuir el abismo que le separa de Andreth. Ella ha vuelto a Ladros. Se integra en el grupo de los Sabios, y entre sus conocimientos busca el olvido de su destino. Cuanto más aprende, más se convence de que fue el Morgoth el culpable de las diferencias de Elfos y Atani y tanto más aumentan su rabia y su desesperación.


* * * (1)


Invierno en Angband, un invierno que no acabará, salvo una breve primavera, hasta que se alce una nueva estrella. El pueblo de Bëor, derrotado como todos los pueblos libres tras la batalla de la Llama Súbita, perdido el señor Bregolas, sin noticias del señor Barahir, se hacina en campamentos camino de Hitlum, arrojados del señorío de Dorthonion. Andreth se afana entre los heridos, prodiga palabras de consuelo e intenta mitigar la pena de su gente por los caídos, aunque su propia pena la embarga, pues aunque no ha recibido noticias del frente oriental presagia lo peor.

En una mañana de lluvia una pareja de elfos alcanza a los refugiados de Ladros. Preguntan por la hija del señor Boromir, dicen ser portadores de noticias del Felagund. Son conducidos a un bosquecillo cercano, donde ha acudido la señora buscando hierbas que puedan sanar a su pueblo.

Encuentran a Andreth recostada contra una vieja haya, cuya corteza, cuarteada por el paso de muchos inviernos, parece abrazar a la mujer, cercana a la ancianidad según el tiempo de los hombres.

- ¿Sois Andreth de Ladros, la que llaman Saelind? – pregunta con voz dulce uno de los elfos, una elfa silvana, la hermosa cara cruzada por varios surcos de sangre coagulada y recogido contra el pecho un brazo entablillado.

La anciana levanta su vista hacia los elfos, todo su cuerpo parece estremecerse cuando distingue el bulto que porta el compañero de la elfa, un noldo. En su diestra, envuelta en un paño de seda atado con una cinta negra, vislumbra el puño de la espada de Aegnor.

- Ay, ay. El viento del Norte apagó tu llama, amado mío. ¿Estabais vosotros allí, lo visteis caer? ¿Cómo pudo ser así? ¿Cómo, si otros lograron salvarse?

El elfo, con una pierna rígida que le obliga a avanzar renqueante, se inclina con dificultad ante la mujer, entregándole con ambas manos el fardo que porta. Lo toma la mujer, deshace los nudos que forman la cinta negra, extrae la espada. La abraza mientras contempla su envoltorio, la bandera azul y verde de los Guardias del Sirion, que por la magia que aquellos trajeron de Valinor parece cambiar de tonalidad ante los ojos de los reunidos, como cambia el color de las aguas del río. En un margen destacan las siete estrellas del Valacirca, siete perlas de Alqualondë, agregadas por Aegnor años atrás.

- La brillante llama de los Noldor cayó en el norte, señora, como todos los Guardias del Sirion, cumpliendo el juramento de que mientras ellos vivieran ninguna bestia del Enemigo mancillaría las orillas del Gran Río – dice la elfa sentándose con dificultades junto a la mujer.

- Y mientras vivieron los Guardias, ninguno llegó hasta el río - añade la voz grave del elfo -. No bastaron orcos, ni licántropos ni otras bestias. Tuvieron que llegar balrogs, tuvo que llegar el Urolókë. Aegnor vio que aunque la Torre de la Guardia lograra salvarse el Gran Río sería contaminado por esa abominación. Los Guardias reclamaron para sí el honor de defender el Paso del Sirion enviándonos a los demás a la Torre con el señor Orodreth. En el Paso cayeron todos, señora. Último de todos quedó Aegnor Aikanár, desafiando al dragón y los demonios de fuego. Qué pasó después, ni elfo ni hombre mortal pudieron verlo.

Las lágrimas de la mujer empapan la bandera de los defensores del Gran Río. Sus manos acarician el pomo de la espada

- Antes de bajar al Paso nos hizo llamar, señora, para que nos lleváramos la bandera y su espada. Buscad a Andreth de Ladros, nos dijo, hija de Boromir de Dorthonion. Entregadle lo último que me queda, ahora que todo parece perdido y el Enemigo marcha sobre el Sirion. Que no sé qué me espera más allá de Mandos, pero que no habrá nada más allá si no es junto a ella.

Callan los tres durante unos minutos, meditando, recordando cada uno los momentos que vivieron junto a Aegnor Aikanár, honrando su memoria. Levanta la vista finalmente la anciana, siguen las lágrimas rodando por sus mejillas, pero ahora un trasunto de la antigua llama de Aegnor parece alzarse en su frente. Dulcemente vuelve a hablar la anciana.

- ¿Y mi señor Finrod? ¿Cayó como tantos otros en el norte?

- No, señora. Mientras Aegnor defendía el Paso el señor Felagund combatía más al oeste, cerca del marjal de Serech. Fue allí cercado, y allí habría caído, pero el valor de las gentes de vuestra casa logró salvarlo, y pudo volver al sur, aunque con fuertes pérdidas. Fue vuestro propio sobrino Barahir, creo, el que acudió con los jinetes de Dorthonion.

- Poco antes de estas aciagas jornadas el señor Finrod visitó Ladros, y allí temí que se hubiera despedido para siempre. Pero sus palabras me reconfortaron.

El fulgor en la frente de la mujer parece crecer, ambos elfos se inclinan ante la anciana, como quien se halla de repente ante alguien de gran sabiduría. No fue para ella la primera unión de hombres y elfos, pero fue ella el primer mortal en ver la luz de los Árboles a través de los ojos de un ser amado. Y es ahora, serena al fin, cuando la llama de Aegnor vuelve a iluminar el norte.

- Pronto acabaran mis años, pero como me dijo el señor Felagund, allá donde vaya encontraré una luz. Y allí esperaré a Aikanár de los Noldor, y a su sabio hermano. Allí os esperaré a vosotros, que nos habéis ayudado. Estel, amigos míos.

- Estel, señora.




Lejos, muy lejos en el tiempo y la distancia, un noldo aguarda en unas habitaciones sin fin. Sueña, recuerda, y a veces sus labios musitan una sola palabra.

Estel.




Barcelona-Esplugues del Llobregat, 5 de septiembre de 2003