miércoles, 19 de noviembre de 2003

Nace un canto


 

- ¿Y ahora, hermano? Decide tú, yo ya no puedo más. Todas las decisiones que tomo nos conducen a la ruina. Estoy tan cansado...

 

El interpelado deja de contemplar el mar, desvía su atención de esa música que lo ha maravillado desde niño,  abandonando la eterna melodía que siempre se dibuja en sus labios. Mira ahora a su hermano, a la ruina física en que ahora se ha convertido. No puede menos que compararlo con el orgulloso jinete que una vez soñó con conducir a todos los pueblos libres contra el Morgoth. Ahora es solo una sombra de dolor, una caricatura apenas del que había nacido para reinar sobre los Noldor. Aún en pie, es cierto, pero encorvado sobre el pecho, donde su única mano acuna el silmaril que, rebelado, quema su carne.

 

Cruzan sus miradas. El mayor, que aúna lo que de bueno y cabal había en el padre. El segundo de los hijos, el más parecido en modos y capacidad a la perdida Nerdanel.

 

- ¿Cómo llegamos a esto? Por más de quinientos años del sol peleamos en estas tierras para cumplir el juramento de padre, nuestro juramento. Hemos hecho lo que hemos podido, Eru es testigo. Hemos matado a orcos y bestias del Enemigo. Por Taniquetil, hasta hemos matado gentes de nuestra propia raza. Y hombres. Y enanos. Hemos traicionado y hemos robado. Por más que nos hemos esforzado nunca conseguimos nada. La única espada de los noldor que irió al Morgoth la empuñó Fingolfin. La única joya que recuperamos la obtuvo una elfa silvana. Y un hombre mortal.

 

-         Tú mismo lo has dicho. Llegamos hasta aquí por la traición, el robo y el asesinato. Ahora tenemos los silmarils. ¿Y qué? Las joyas saben que nuestras manos están manchadas y queman nuestra carne. Ahora que cumplimos el juramento nada hay en esta tierra ya para los hijos de Fëanor. Nada. Y más allá tampoco.

 

Un escalofrío recorre la espalda de Maglor al oír tanta amargura en la voz de su hermano. Vuelve su mirada al mar, buscando consuelo. Poderoso como es para el canto, puede a veces vislumbrar los retazos de la Gran Canción que en el murmullo de mar quedaron. Más aún cuando ahora, en sus oídos, el mar llora el destino de los hijos de Fëanor. Y el vello de su cuerpo se eriza cuando oye, cuando ve, cuando siente el destino de su hermano, y el suyo propio.

 

-         ¿Volveremos a vernos, hermano? – se alza de nuevo, teñida de dolor y pena, la voz del mayor -. ¿Nos encontraremos en Mandos? ¿Veremos a padre?

 

-         No creo que la sangre que ensucia nuestra alma pueda lavarse antes del fin, hermano – responde, conteniendo a duras penas las lágrimas -, si es que ha de haberlo. Recuerda la voz del Hado: “y encontraréis escasa piedad, aunque todos los que habéis asesinado rueguen por vosotros”. No, creo que ni siquiera entonces.

 

Calla, sacudido por los sollozos. Se cubre la cabeza con la capucha, busca el consuelo del mar. Recuerda el destino que ha entrevisto, se pregunta si hay salvación, si no para él, para su hermano. Se da cuenta de que su hermano ya no está junto a él. Comienza a incorporarse, rugiendo su nombre. Y cae. Gritando en agonía rueda por la playa de fina arena hasta alcanzar el mar. Ha visto alzarse la columna de llamas que ha acabado con el, excepto por sí mismo, último de su estirpe; siente como se quema la carne, se encoge, se marchita... y como finalmente el alma, liberada, parte. Adios, hermano.

 

Solo, como nunca lo ha estado, el príncipe noldo llora. No lamenta la muerte del que ha partido, si no la separación que, sabe, será larga, larga incluso para un elfo. Se incorpora despacio y comienza a caminar, sus pasos se dirigen al sur. Camina siguiendo la línea de la costa, y al pasar un promontorio divisa, sentado en la arena de una pequeña cala, a un individuo solitario. Le basta con verlo para percibir su increíble poder, un poder conocido desde antiguo, que volvió a sentir poco antes, cuando la flota de barcos-cisne trajo el ejército de Valinor. Descansa el vala, sentado, el agua acariciando los poderosos miembros, la mirada vuelta hacia el oeste. Se acerca el elfo, inclinándose ante el más valiente entre los suyos.

 

-         -Mi señor.

 

La dorada cabeza gira, los ojos se clavan en el elfo, centellean brevemente en disgusto.

 

-         No aprendiste esos modos en Valinor, Makalaurë, nunca te inclinaste para entrar en mis salones en Valmar. ¿Dónde vas, elfo?

 

-         Lo ignoro, mi señor. Al sur, lejos, creo. Solo quiero alejarme de la tumba de mi hermano.

 

-         Tu hermano, muerto. Lo lamento.

 

Ambos permanecen en silencio unos instantes, la mirada perdida en el horizonte.

 

-         Lo lamento, aunque no puedo decir que me sorprenda. Antes de zarpar... Bueno, conocía su destino, al menos algunos de los posibles. Y los tuyos. ¿Sabes qué te espera más allá de esta playa?

 

-        -  Lo sé.

 

-         Y aún así sigues caminando – suspira-. Mi esposa esperaba que volvieras con la flota. Añora tu canto, ¿sabes?

 

- Si estuviera en mi mano cambiar tu destino lo haría – continua el vala, ante el silencio del elfo -. Pero no puedo torcer el juicio del Heraldo. Lamento la pérdida de tanta belleza, de las canciones que aún están por venir.

 

-         Mi señor. El silmaril quema mi mano, mancillada. Ya hemos cumplido el juramento, podemos disponer de ellos. Tomadlo, mi señor, llevadlo a Valinor, entregadlo a la bella Nessa, que adorne su frente. Que la belleza de la obra de mi padre vuelva al Reino Bendito, ahora que una joya está en los cielos y la otra se ha perdido en la tierra.

 

Duda el vala. Contempla el silmaril, la ultima joya de Fëanor, que brilla con una luz ahora perdida. Vuelve a ver la luz de los Árboles, recuerda a Nessa bailando bajo la luz mezclada de Telperion y Laurelin, impulsada por el canto de Maglor. Sería tan fácil tomar el silmaril que le ofrece el noldo. El pecado de orgullo del padre lavado por el hijo. Pero no es ese el juicio del Heraldo ni, por ende, del Rey Mayor. Lamenta la pérdida de tanta belleza, siente un conato de rebeldía que pasa rápido, como siempre en él. Así se ha cantado, y así será, las joyas del elfo no volverán a brillar hasta el final. Niega con la poderosa cabeza, suavemente, como si temiese dañar con ello al elfo. Se encoge este, como si hubiese recibido un golpe. Su último intento para burlar su destino, fallido. Sabe lo que tiene ante él, la joya parece arder en su mano con mayor intensidad, quemando la carne. Con un grito en el que se mezclan la rabia y la pena arroja lejos de sí la joya, lanzándola al mar.

 

-         Descanse en el fondo del mar. Queda ahora más allá del alcance de los hijos de Ilúvatar, o aún de mis hermanos. Pero sé que volveré a verlo. Y que entonces volveré a verte, Makalaurë, y que mi esposa volverá a bailar al son de tu canto, que entonces alcanzará la belleza de las obras de tu padre.

 

-         -¿Me dais esperanza, señor?

 

-         Amarga, en todo caso. Caras pagarás esas canciones, me temo, como dijo el Rey Mayor. Un pago que se me antoja excesivo. Sabes que tu destino no es Mandos, que expiarás tu pena en esta tierra.

 

-         -Lo sé.

 

-         Y aún así, repito, sigues caminando. Nunca llegué a entender el propósito de Ilúvatar con respecto a sus hijos, mi papel en la Gran Canción era otro. Pero saludo tu valor, elfo.

 

El sonido de un millar de cuernos de plata, a lo lejos, interrumpe al vala, que se pone en pie. Apoya la diestra, hercúlea, sobre un hombro del noldo.

 

- Debo dejarte, la flota se apresta y el Heraldo llama a embarcar  a los que deben volver al Reino Bendito.

 

-         -Adios, señor, llevad mis respetos a la señora Nessa.

 

-         Su bendición te acompaña, elfo. Y la mía, en lo que valga. Volveremos a encontrarnos, Makalaurë.

 

-         -Volveremos a encontrarnos.

 

Parte el vala, mientras el elfo contempla como en la distancia las blancas velas de la flota teleri se dirigen al oeste hasta que la última nave-cisne se pierde en el horizonte. Reanuda su camino entonces, siempre hacia el sur, la mano derecha, herida, sobre el pecho. Camina, comienza lo que sabe que será un sendero prácticamente infinito, lleno de dolor y recuerdos. Y mientras camina canta, vuelca su memoria a la música. El mar,  fascinado por las palabras del cantor, se une en reverencia a la voz del elfo. El viento, sojuzgado por la belleza de la música, corea las palabras de este. Y así, mientras verso a verso el Noldolantë nace a este mundo, el más poderoso bardo que jamás cruzaría las tierras mortales desaparece de los cantos.

 

 

 

 

Esplugues del Llobregat, 19 de noviembre de 2003.