lunes, 25 de noviembre de 2002

Brigitte


Sentado en una playa negra un hombre joven, de unos treinta años, permanece absorto en sí mismo. Una y otra vez toma un puñado de la gruesa arena volcánica y la tamiza, dejándola caer entre el cedazo que forman sus dedos, amontonando las piedrecillas, también negras, que quedan en su palma. El cielo gris, se diría que aquí eternamente encapotado, vuelve a amenazar tormenta. A su izquierda, desde el mar, decenas de gaviotas buscan la protección de la costa más allá de un escabroso acantilado. Acantilado que queda disminuido por la imponente masa del volcán Snaefell, que aún difuminado por la bruma domina el paisaje.


Inmediatamente tras las gaviotas llegan las primeras gotas de lluvia. Caen gruesas, muy espaciadas, apenas tímidos heraldos de la violenta tempestad que se acerca. Protegido por grises prendas impermeables el hombre no atiende el aviso de las gotas, permanece sentado en silencio, ajeno a su entorno, limpiando de piedras una arena tan negra como las nubes de tormenta que se enseñorean de los cielos. En algún momento, mientras él permanece perdido en sus pensamientos, su cuerpo decide cambiar la posición que ha mantenido durante tanto tiempo y echa los brazos hacia atrás, se reclina apoyándose sobre los codos, dejando caer la cabeza y ofreciendo su rostro, barbado de más de una semana, a la lluvia. Sus lágrimas se mezclan con las gotas que caen sobre sus mejillas.


A su espalda cruza la playa una mujer que ha sobrepasado los cincuenta años, fuerte en su madurez, completamente vestida de negro. Su voz dulce, peleando con un inglés deficiente, llama al hombre.


- Albert, vuelve a la casa. La tormenta será muy fuerte.

El llamado Albert se incorpora, limpiando con una mano manchada de arena el agua, mezcla de lluvia y lágrimas, que le surca el rostro. Pasa un brazo sobre los hombros de la mujer, que enlaza su cintura con el gesto protector de una madre. Minutos más tarde, la tormenta se disputa con el Snaefelljokull el dominio de la costa.


El comedor de la casa, una pequeña fonda, acoge cinco mesas de distintos tamaños; la más grande, cercana al hogar, no podría albergar a más de media docena de comensales. La decoración, espartana en su austeridad, consiste en aparejos de pesca colgados en la pared, algunos recortes de periódico enmarcados y, en una de las paredes, multitud de fotografías, casi todas firmadas por un nombre femenino. Albert y la mujer están sentados en una mesa pequeña, junto a una ventana contra la que repica la tormenta recién llegada. Han despachado una sopa de pescado que ha devuelto el calor a sus cuerpos. Mientras la mujer se levanta para buscar algo de vino en la despensa, un gigante pelirrojo, ligeramente encorvado por el paso de los años, deposita con fuertes manos de pescador un plato con trozos de queso y tomates y una bandeja con salmón, mantequilla y pan casero. Albert musita apenas un “gracias, Bojji”, que el anciano acoge ampliando un poco más su eterna sonrisa y palmeando con un ritmo lento y triste la espalda del joven. Llega la mujer con el vino, que sirve, y una de las fotos que ha tomado de la pared. Un pescador de aspecto recio que sostiene, sonriente, un enorme salmón mientras las que podrían ser su esposa e hijas le observan divertidos.


- Le gustaba mucho venir – dice con su inglés titubeante, que se acelera a medida que habla -, tu sabes. Venía con amigos de la universidad. Muchas veces sola, con sus dibujos, sus papeles y su cámara de fotos. Estaba con nosotros un fin de semana... ¿Te dijo que a veces nos ayudó aquí?


Con un sorbo de vino, sin apenas probar bocado, Albert asiente en silencio.


- Sus padres estaban tan orgullosos de ella. Se han trasladado a Husavik, tu sabes, al norte del país. Tienen allí parientes, amigos. Intentan olvidar... pero será difícil. Su otra hija les atiende. Nils, el mayor, sigue en la capital, es guía turístico, tu sabes.


- Me gustaría mucho conocerles, Erla – contesta en voz baja Albert, tomando de la mano a la mujer.


- Yo sé que a ellos les gustaría también...


Erla parece a punto de echarse a llorar. Librándose de la mano de Albert le golpea en el hombro con el puño cerrado.


- Come, hombre, estás muy delgado. Mi Bojji se enfadará si no comes. Bojji se enfadaba cuando Brigitte no comía...


Albert se obliga a tomar algunos trozos de salmón y el excelente pan, dejando a un lado la mantequilla que como buen mediterráneo nunca llegó a apreciar. Deja a Erla llorar en silencio, abrazada a la fotografía. Al ver llorar a la mujer, Bojji, el anciano gigante, se acerca solícito, protector. Arrastra sin dificultad una de las sólidas sillas de madera maciza hasta la mesa y abraza a Erla con uno de sus fuertes brazos. Su mano derecha, ancha, firme, encallecida, se apoya en el hombro del joven. Fija sus ojos azul celeste en los del joven, oscuros. Su sonrisa inmutable se defiende apenas en el rostro triste mientras habla con ese inglés que se negó siempre a dominar.


- Brigitte hija para Erla, Albert. Hija para mí.


- Lo sé, Bojji, ella también os apreciaba mucho. Me lo dijo muchas veces.






Al día le quedan apenas cuarenta minutos de vida, Brigitte atraviesa apresurada la muchedumbre que abarrota el Portal de l’Àngel. Se dirige a uno de esos lugares que le hicieron preferir esa ciudad a otras para hacer su curso de postgrado. Con su eterna sonrisa interior comienza el mantra que siempre entona al desembocar en la plaza de la Catedral. Mi mesa, mi mesa, mi mesa... Y esa sonrisa se asoma al exterior cuando cruzando la plaza comprueba que su mesa está libre. Está en la terraza que se extiende ante las puertas del hotel Colón, justo enfrente de la catedral. Tiene media hora, lo ha consultado en la prensa, antes de que llegue el momento que le lleva de cuando en cuando a esa terraza en concreto, solo a esa mesa. Mata el tiempo sacando de la bolsa que siempre le acompaña unos lápices y se dispone a retocar un dibujo que saca de una carpeta. Es un paisaje duro, una playa dominada por un volcán. Pequeña, hacia un lado y hacia abajo, atrayendo la atención del dibujo se ve la figura de un hombre sentado. Brigitte comprueba la hora y mira hacia el frente, hacia la catedral. Y entonces sucede, cuando el día de otoño se pierde definitivamente la catedral brilla como no puede hacerlo bajo un sol de agosto, gárgolas, santos y toda la imaginería que adorna la fachada brillan como cuando fueron acabadas por los maestros artesanos hace cientos de años. Todo el edificio parece cobrar vida, mientras a sus pies algunos turistas sorprendidos disparan inútilmente sus flashes. Decenas de focos se han encendido, bañando la catedral con un irreal dorado. La sonrisa de Brigitte se acentúa, mientras sus bellos ojos claros recorren una vez más las figuras iluminadas. Quizá llegará unos minutos tarde a su cita, pero la culpa es de Albert. No debió enseñarle este sitio...


Vencido ya el día Albert atraviesa el casco antiguo de Barcelona, donde se encuentra el estudio con el que colabora, a paso firme. Entra en uno de estos bares que han proliferado como setas por todas partes, llevando un pretendido espíritu celta hasta lugares que desconocían aquellas gentes. Llega demasiado temprano, pero le gusta llegar con anticipación a sus citas, perderse un rato con sus cosas antes del encuentro, charlar con los camareros ya conocidos por tantas visitas. Pide una Guinness y desestimando la barra donde una camarera nueva resiste los embates del borracho de siempre se acerca a una mesa. Deja vagar su mirada por el local, al que ha acudido porque en esas tardes un grupo de emigrados toca música tradicional celta, un poco a lo que salga. Un violín tocado por una hermosísima irlandesa, un guitarrista de orígenes inciertos y un inglés entrado en años y perjudicado por el paso de estos que hace algo de percusión. Siempre se les une alguien más, una pareja de chicos con una mandolina y una flauta, un irlandés con pinta de matemático. Albert conoce, por haberla leído allí mismo en infinidad de ocasiones, toda la historia de los clanes de Escocia que adorna las paredes, así que desdeñando las aventuras de los McGregor y la perfidia de los McDonell se concentra en su último trabajo. Es fotógrafo, especializado en viajes y algo de naturaleza, aunque incidentalmente, y es que hay que comer y pagar el alquiler, ha hecho algún trabajo de moda y publicidad. Tiene entre manos un book sobre deportes de aventura en la Vall d’Aran, encargado por una revista especializada. Lía un cigarrillo mientras apura su cerveza y consulta algunas notas técnicas. Tipos de filtro, condiciones climáticas...


... y unos nudillos propinan un golpe seco sobre la mesa, sobresaltándolo.


- Despierta, hombre – sonríe Brigitte –. Vamos al fondo, aquí hay mucho ruido y quiero hablar contigo.


Albert se levanta, la besa y le contesta con sorna.


- “Tenemos que hablar”, qué poco me gusta esa frase...


Poco a poco se ha ido llenando el bar, formando círculos de sillas en torno a los músicos. La pareja avanza hacia el fondo, donde un pequeño reservado aísla cuatro mesas del bullicio reinante.


- La plaza es mía – dice Brigitte, radiantes los ojos de orgullo.


- ¿Ya es seguro?


- Me ha llegado un correo electrónico avisándome. Dentro de unos días me llegará una carta certificada de la universidad de Reykiavik con el nombramiento confirmado – sus largos dedos juguetean con una sortija de plata en el anular de su mano izquierda-. Esperarán a que acabe mi postgrado en Barcelona, pero después debo incorporarme inmediatamente. Septiembre del año próximo...


Albert toma la mano del anillo. Se siente bien, está contento. Brigitte y él acaban de pasar otra piedra miliar de su vida en común. Otra batalla ganada.


- En el Museo de Historia Natural, como siempre quisiste.


- Exacto – una risa corta, satisfecha -. Coordinaré el montaje de un módulo sobre las aves autóctonas de mi país, que formará parte de una exposición permanente en el Museo. Tendré que hacer algún trabajo previo con mis compañeros de equipo, un biólogo y un geólogo. Estamos tanteando a un ornitólogo...


- ¿Cuándo irás a Islandia?


- Aprovecharé la próxima visita a mis padres, ahora en octubre. Diez, quince días... no creo que pueda volver a Islandia hasta el verano. Tengo que sacarme de encima el postgrado.


- Si acabas en julio podríamos ir un par de semanas, supongo que podría encontrar el tiempo.


- Podré pulir algunos detalles previos. Y tendríamos que buscar algún lugar para vivir, en casa de mis padres estaríamos un poco estrechos... ¿Estás seguro de querer acompañarme?


Albert sonríe, se inclina sobre el espacio que los separa. La pareja se besa; es un beso largo, cómplice... e interrumpido por una voz masculina.


- Déjalo respirar Brigitte. ¿No había ninguna mesa más apartada aún? Casi no os encontramos.


Ante ellos se alza una pareja, sonriente ella, burlón él. Ambos rozan los treinta años. Vestidos de manera informal, gotas de lluvia resbalan por sus cabellos, largos y negros, de ala de cuervo el de ella, con alguna veta de plata el de él. Ella, Graciela, una argentina afincada en Barcelona desde hace tres años, nieta de un anarquista catalán exiliado que encontró en Buenos Aires algo aún más hermoso que la utopía libertaria. Él, Marc, amigo de Albert desde que este recaló en la ciudad siete años atrás, procedente de medio mundo. Habla Graciela, con el dulce dejo argentino.


- ¿Cómo les va, pareja?


Brigitte y Albert se levantan, tras repartir besos y apretones de manos ambas parejas se sientan. Comienza Brigitte, impaciente por dar las nuevas noticias.


- ¿Recordáis lo que os comenté del Museo de Reykiavik? Me han dado la plaza. Si todo va bien Albert y yo viajaremos a Islandia en septiembre del año próximo... para una temporada larga.


- Vaya... habrá que celebrarlo, ¿no?


- Sí, hace tiempo que Xavier no nos ve la cara. Vayamos a lo suyo a cenar, allí nos contaréis las nuevas noticias.





Las primeras gotas de lluvia empiezan a caer sobre la península de Snaefellness. Rápidamente Brigitte pliega el trípode sobre el que sostenía su cámara y corre hacia el coche, un enorme todoterreno con la puerta de atrás abierta de par en par. Le espera un sonriente Albert, que tras colocar un punto de lectura entre las páginas de las Eddas le arroja una toalla y se hace cargo de la cámara.


- No digas “te lo dije” – le espeta Brigitte.


- Bueno – sonríe él, limpiando con un paño suave la lente de la cámara -. No lo diré, pero...


- Sí, sí... era de suponer que empezaría a llover, pero aún pude aprovechar una hora y media de sol, creo que serán unas buenas fotos.


Ambos se encuentran en la parte de atrás del todoterreno, de la que han extraído el asiento trasero, convirtiéndolo en una especie de furgoneta. Brigitte se seca el pelo enérgicamente, intentando que el movimiento la haga entrar en calor. Comienza a tiritar. Los brazos de Albert, protectores, cálidos, se estrechan en torno a ella.


- Te vas a enfriar, volvamos a Hellnar – le susurra al oído -. Erla nos dará algo caliente.


Albert arranca el coche y se encamina a la posada de Erla y Bojji, recorriendo un atajo que cree haber encontrado, una vieja carretera llena de baches. Brigitte recorre todo el dial del aparato de radio buscando infructuosamente algo de música decente. Tras darse por vencida se pelea unos instantes con un pequeño aparato que le permite conectar un reproductor de discos compactos portátil al equipo del coche, ignorando los comentarios sarcásticos de Albert. Lo consigue finalmente y mientras reclina el asiento la voz rota del cantante se alza para clamar su creencia en el amor que le fue dado, en la esperanza que podría salvarlo, en la fe que un día podría elevarlo sobre las malas tierras. Echa la cabeza hacia atrás, apoya el brazo izquierdo sobre el hombro de Albert, jugueteando con el lóbulo de su oreja, con su cabello.


- Sí, creo que serán unas buenas fotos... Me gustaría estar en la costa sur, junto a Vik. Allí hay una zona de acantilados llamada Dyorlahey... Tiene una de las colonias más numerosas que existen de puffins... No te rías. Adoro a esa ave...

Sonriendo, le da un tirón de la oreja y se da la vuelta sobre el asiento. Se hace un ovillo mirando por la ventana.


- Solo es ese aspecto tan solemne, Brigitte. Y ese enorme pico naranja. Me recuerda a un pingüino disfrazado de Groucho Marx, solo le faltan las gafas...


- Bobo... Hay una historia sobre esas aves. Y una tormenta terrible que hubo en esta zona hace muchos años.


- Cuéntamela. Y se la pasaremos a Marc cuando volvamos a Barcelona, quizá nos ganemos otra cena...


Mientras el todoterreno devora kilómetros por la carretera llena de baches y la lluvia sigue cayendo, mientras los altavoces del coche afirman seguir creyendo en la tierra prometida Brigitte desgrana su historia. De cuando en cuando Albert deja de pelear contra el cambio de marchas, el volante y el mundo en general y se gira brevemente para observarla. No nota las sacudidas del todoterreno mientras él se maldice para sus adentros, “bravo, Albert, tú, tus atajos y tu sentido de la orientación”. Brigitte, con las piernas recogidas, enfundadas en unos tejanos de un azul desvaído. Brigitte, abrazada a sí misma, buscando en la tormenta exterior las palabras del cuento que narra en su excelente castellano. Por enésima vez Albert se maravilla de tenerla a su lado, bendice el arranque que la hizo ir a buscarla a la universidad.


Llegan al pueblo – Hellnar, willkommin – cuando el cantante susurra que hay cosas que solo pueden encontrarse en la oscuridad que hay en las afueras del pueblo, cosas por las que hay que pagar. Es posible, piensa. Pero algunas cosas son tan valiosas que se hace imposible pensar en un precio apropiado. O da miedo pensarlo.


Se besan en la entrada.


- ¿Qué habrá preparado Bojji?






Brigitte dibuja. Se ha sentado en una mesa cercana a la entrada de uno de sus bares favoritos, en pleno Raval barcelonés, equidistante entre la facultad de letras y el piso que comparte con otras dos estudiantes extranjeras, otra islandesa y una alemana. Enamorada del bar desde que lo encontró por casualidad camino de otro local lleva tiempo queriendo pintar la entrada. El local tiene una entrada de dos alturas, que da a una de esas estrechas y coloristas calles del antiguo barrio chino. Su idea es pintar esa puerta, enorme, de dos hojas de madera, como una ventana a la calle, esbozando, borrosas, las figuras de la gente y los coches pasando raudos ante ella. Afanosos. Absortos y aislados en sus vidas.


Resopla, liberando sus hermosos ojos azules del rubio flequillo, pajizo, que ha caído sobre ellos. No acaba de verlo claro, o, mejor, lo tiene muy claro pero aún no sabe cómo explicar lo que siente, cómo plasmar en el papel lo que quiere. Y mientras se debate con la idea sus manos, de largos y finos dedos, vuelan sobre papel tras papel, esbozando una ventana abierta a una calle. Su esbelto cuello se inclina hacia delante mientras dibuja, se tuerce hacia la izquierda mientras piensa, se tensa cuando, frustrada, echa la cabeza hacia atrás. Y no es consciente de que todos estos movimientos están fascinando al joven que se sienta tres mesas más atrás. Que siguen fascinándolo, mejor, pues ya es la tercera vez que la encuentra en el bar. El joven, Albert, tiene este local entre los cuatro o cinco en los que acostumbra a almorzar y, últimamente, esperar que aparezca esa mujer, esa joven, que ha visto dibujar, escribir...


Con un golpe Brigitte cierra la carpeta donde guarda sus dibujos, se echa al hombro una bolsa de deporte, y se desliza con gracia entre las apretadas sillas y mesas con las que Albert se golpea regularmente, como preso en un laberinto. Alcanza la barra y deposita junto a una enorme estatua que roza el techo y nunca ha acabado de comprender unas monedas musitando un adiós a la dueña del local.


Albert apura su café con leche, observando aún la puerta por la que Brigitte se ha ido, olvidado ya el periódico deportivo donde su equipo preferido desgrana sus miserias. Se da cuenta de que la muchacha se ha dejado en el suelo, apoyada contra la pared, la típica carpeta azul de los estudiantes de la Universidad de Barcelona. Toma su taza, el portafolios donde lleva unas fotos que debe revisar, el panfleto al que llama periódico, una mochila de lona que lleva como el caracol su concha y tropezando entre las mesas, arrastrando con las correas de la bolsa un par de sillas, alcanza la mesa donde estaba sentada Brigitte. Duda, echa una mirada de reojo a la dueña, que le sonríe, y completamente rojo – de perdidos al río, piensa – se sienta. Toma del suelo la carpeta azul y la deja junto a sus cosas. Y, con lo que espera que sea un tono de voz normal, pide otro café con leche. Si algo tiene un buen fotógrafo es paciencia para esperar el momento oportuno... momento que a veces no llega, le susurra una molesta voz interior.


Unos minutos más tarde aparece Brigitte, con la respiración entrecortada y las mejillas encendidas. Se sorprende de ver a alguien sentado a su mesa, no encuentra la carpeta a primera vista donde esperaba encontrarla. Mira a la propietaria, que ensancha su sonrisa y se desentiende de la situación. Se dirige a Albert.


- Perdona... Me dejé aquí una carpeta. ¿La has visto?


- ¿Una carpeta azul? – Albert esboza una media sonrisa, afable, contagiosa.


- ¡Sí! De la universidad... Me la he dejado... Siempre voy corriendo y...


Los ojos, mírala a los ojos, no los pierdas de vista. Los ojos son un anzuelo, un reclamo, un puente entre dos personas. Y tiene unos ojos preciosos, además.


- Hablas muy bien castellano – dice, devolviéndole la carpeta.

- Bueno, me falta mucho... ahora mismo iba a clases. Llego tarde, tú sabes.


Es injusto, no he perdido de vista sus ojos. Se indigna, ¿la va a perder ahora?. Quizá una andanada de humor...


- ¡Ey! He guardado tu carpeta, cuidado de que no le pasara nada. Este es un barrio peligroso para las carpetas, ¿sabes?. Creo que al menos me merezco un café. Quizá en otro momento, cuando no tengas clase.


Brigitte ríe. Toma una servilleta y empieza a apuntar un número de teléfono. Bueno... ¿quién sabe? Parece simpático, tiene cierto atractivo. Su rostro recupera la picardía de la niña que fue, sonrisa traviesa, ojos risueños. Tacha el número y escribe una sucesión de números y letras que entrega a Albert.


L-X-V. 18 – 19:30. Aula 3c.


- Pero... esto no es un teléfono... es...


Brigitte ya está en la puerta, justo donde se dibujará a si misma meses más tarde, recordando ese día.


- El que algo quiere algo le cuesta... ¿no decís así?


- ¿Además dominas el refranero? Estoy impresionado...


La risa de la joven permanece en la puerta cuando ella ya se ha ido. Tras la barra la dueña coloca una cinta de tela entre las aventuras de Lucas Corso e Irene Adler y pone agua a hervir, le apetece un té. ¿Cuántas veces ha visto una escena parecida? Adora su trabajo.





Brigitte y Albert, Graciela y Marc cenan en un restaurante del barrio gótico. En pequeñas mesas de mármol y hierro forjado, compartiendo una fondue, despiden a Brigitte, que vuelve a Islandia.


- ¿Cuánto tiempo estarás?


- Diez días, dos semanas como mucho.


- ¿Pero esto tiene algo que ver con lo del museo? – pregunta Marc, buscando el trozo de pan que ha perdido en la fondue.


- Quizá, si todo sale bien. El doctor Arnalsonn, un ornitólogo de prestigio internacional, ha aceptado colaborar en el proyecto si esta primera observación sale bien. Es un genio, lleva siglos estudiando las especies de la isla. Iremos tres días a Heymaey, la mayor de las islas Westmmaneyjar. Sería genial sumarlo al proyecto.


- ¿Un ornitólogo? ¿Más puffins?


Graciela inicia la broma compartida sobre esos pájaros, que en realidad todos adoran. Resulta difícil no quererlos si Brigitte los quiere, tanta pasión pone en sus ideas. Mientras habla, con su largo tenedor hace que Marc vuelva a perder su trozo de pan.


- ¿Qué os pasa a todos con los pobres puffins?


- Tranquila, no tenemos nada en contra de ese pingüino travestido – ríe Marc ante la furibunda mirada de Brigitte y la carcajada de Albert -. De hecho hoy vamos a cenar gracias a ese bicho, me publican el cuento que escribí con aquella leyenda que me contaste.


- ¡Genial! Tenemos que celebrarlo.


- En cuanto vuelvas. ¿Dos semanas, dijiste?


- Sí, dos largas y solitarias semanas – se lamenta Albert, haciéndose la víctima.


- No te preocupes Brigitte, cuidaremos de Albert.


- Sí, lo sacaré por ahí, alcohol, mujeres... Podría invitarte a la exposición de Richard Avendon.


- Hombre, gracias, generoso. Un detalle por tu parte el invitarme a una exposición gratuita.


- Yo soy así, un caballero. ¿Pero se puede saber qué le pasa a este pan?


- ¡Por los puffins!


Los cuatro amigos brindan.




Peleando contra el viento Brigitte y el doctor Arnalsson se acercan a una avioneta, arrastrando bolsas llenas de equipo. Goran, el piloto, corre a ayudarlos.


- ¿Es seguro volar con este viento? – pregunta el doctor, entregando una mochila al piloto.


- Tranquilos, he volado en peores condiciones. Brigitte, tu bolsa. No se preocupe, el servicio metereológico dice que solo el borde de la tormenta afectará a las Westmmaneyjar. Además solo serán quince minutos de vuelo, antes de que se den cuenta estaremos en Heyamey. Mi madre está deseando volver a verte, Brigitte.




Tras asistir a un concierto con Graciela y Marc, Albert vuelve a casa, preguntándose de nuevo qué tipo de pruebas hay que pasar para ser taxista en esta ciudad. Despojándose de cazadora y botas se acerca al televisor; acostumbra a encenderlo cuando llega tarde a casa tras salir de fiesta. Siempre le han fascinado esos publirreportajes, por llamarlos de alguna forma civilizada, que se pueden ver a esas horas. Esos cuchillos que tienen la utilísima virtud de cortar clavos, esos electrodos que pueden muscularte de la noche a la mañana mientras vegetas en el sofá – un símbolo de estos tiempos, dijo Brigitte la primera vez que lo vio -, esos inverosímiles aparatos de gimnasia que trabajan desde las uñas de los pies hasta las raíces del cabello. Mientras Chuck Norris jura y perjura que ha obtenido su musculatura ejercitándose en una máquina que parece diseñada por un descendiente del marqués de Sade se dirige a la cocina para prepararse un bocadillo. Cuando vuelve al pequeño salón un destello de luz, intermitente, llama su atención. Un tres rojo, digital, parpadeante, le reclama desde el contestador. ¿Tres mensajes? ¿A estas horas? Otra broma de Marc, seguramente. Pulsa el botón de rebobinado. ¿Por qué, de repente, estás tan tenso, Albert?


“...”


Primer mensaje, vacío.


“Albert...”


Segundo mensaje, una voz madura, femenina, que dispara una retahíla de palabras en islandés. Demasiado rápido, no entiende nada salvo su propio nombre al principio. Pero capta el tono. ¿Qué ha pasado, Dios mío? Se arrodilla junto al aparato mientras a su espalda el televisor sigue mintiendo. El último mensaje, una voz joven, en inglés. ¿Brigitte? ¿Qué ocurre?


“Albert. Soy Karla, la... la hermana de Brigitte. Hemos intentado localizarte antes, pero solo hemos encontrado tu contestador. Querría hablar contigo directamente, no sé como decirte esto, odio dejarte un mensaje así pero debo atender a mis padres. Verás, Albert, es Brigitte...”





Dos de la mañana, Graciela y Marc entran en un último local, se despidieron de Albert tras el concierto. Encuentran, previsiblemente, a unos amigos. Saludos, besos, risas. ¿Qué tal el concierto? Cuanto tiempo, cuéntame... Piden sus copas, comienza la charla. El reloj, con el curso de las manecillas invertido, hiere con saña a los reunidos obedeciendo la leyenda que lo adorna “omnes vulnerant, postuma necat”.


Una musiquilla, amortiguada, llega a los oídos de Graciela. Es el móvil de Marc, olvidado en el bolsillo interior de la americana, sepultada bajo una montaña de chaquetas y jerséis. Siempre igual, piensa, algún día será algo importante. Llama la atención de Marc, que rescata el aparato. ¿Albert? ¿A estas horas? Habrá olvidado algo, seguramente. Comienza a contestar riendo, usando una vieja broma, pero la risa se borra de sus labios cuando es interrumpido y oye la voz de su amigo. Su mandíbula se endurece, sus ojos, reducidos a dos rendijas, buscan instintivamente una salida. Sale a empujones del bar, arrolla a un grupo que ha elegido ese preciso momento para entrar. En el interior, Graciela recoge la ropa de abrigo de los dos, paga las copas, se despide de los amigos. Es una superviviente, huérfana desde muy niña, trotamundos incansable a su pesar. Está acostumbrada a vivir su vida en términos de amenaza-no amenaza, y ha presentido el peligro de esa llamada. Cuando sale a la calle encuentra a Marc acuclillado junto a la puerta, mirando fijamente al móvil, colocado en el torno que forma su mano derecha, dispuesto a descabezar al mensajero portador de malas nuevas. Se agacha a su lado, reclama su atención. ¿Qué pasó, Marc? Al mirarla este la luz del bar ilumina su cara, sus lágrimas. La voz normalmente firme se quiebra.


- Graciela, es Brigitte...





A pesar de la dura tormenta está siendo una buena noche en la fonda, piensa Bojji. Hay alojadas dos parejas de Reykiavik que pasarán una semana en la península de Snaefellness y una familia inglesa o irlandesa, no recuerda bien, que estará tres días. El comedor está lleno, y el sonido de las conversaciones y las risas llegan hasta la cocina, donde está atareado con los platos. Silba una melodía de pescadores mientras acaba de ordenar una bandeja y...


- ¡Bojjiiiiii!


Y el vello de sus brazos se eriza, sus todavía poderosos músculos se tensan cuando oye el lamento de pena de la mujer por la que un día abandonó la mar. Con un gemido abandona la cocina y vuela al comedor, donde Erla, las manos sobre las mejillas que empiezan a bañar las lágrimas, mira fijamente al pequeño televisor que reposa en una esquina. En tres zancadas el anciano titán alcanza a su mujer escudándola con su brazo izquierdo, el derecho presto a enfrentarse a una amenaza que sus ojos claros no encuentran. Erla abraza al gigante, se oculta en su pecho. ¿Qué ocurre, Erla, qué tienes? La mujer toma la poderosa cabeza, la enfrenta al televisor. El televisor que, hipócrita, lamenta la pérdida de tres vidas en el accidente de una avioneta antes de vomitar una serie de anuncios comerciales.


- Bojji, Bojji... es Brigitte.


El rugido de un león herido sacude la fonda.




En el puerto de Heyamey una joven, rondando los dieciocho, comparte una tarde con una mujer mayor, enlutada. Es la madre del piloto de la avioneta, una amiga de infancia de la madre de la joven.


- Nuestro Goran conocía como la palma de su mano los alrededores. No entendemos qué pasó, la compañía aseguradora está investigando. A veces era un poco temerario, pero estaba acostumbrado a volar en condiciones aún peores.


La joven asiente. Unas profundas sombras bajo sus ojos hablan de las horas que la pena ha robado al sueño. Toma la mano de la mujer sobre la mesa. Esta continúa su explicación, que la joven no ha pedido pero que cree necesaria, con voz monocorde.


- Hacía más de diez años que hacía el trayecto desde Bakki. Solo eran quince minutos de vuelo, nada más quince minutos. Mucho más rápido que el viejo ferry desde Thorslashofn. No entendemos qué pasó. Tuvo que ser una avería. Había viento fuerte, pero eso no fue problema en otras ocasiones. Mala suerte, Karla, mala suerte. El doctor era ya viejo, pero nuestro Goran, tu hermana... Tan jóvenes, tan fuertes...


Las dos mujeres lloran en silencio.





Una tarde soleada en el puerto de Husavik. La mayor parte de los barcos está fuera, faenando. Los pocos que permanecen bamboleándose en el puerto son objeto de reparaciones y maldiciones por parte de sus dueños. Un poco aparte, como distanciándose de sus primos menos favorecidos, un hermoso velero reposa mientras una horda de turistas penetra en su interior. Avistamiento de ballenas, reza un cartel junto a la pasarela que da al barco. Albert, barbado, profundas ojeras, cansado, se acerca hasta la borda.


- Buenas tardes. ¿Es usted Sven, el patrón?


- Sí, soy yo. Ya hemos cubierto todas las plazas, señor – contesta en buen inglés el llamado Sven. Alto, fornido, con un enorme mostacho rubio dominando una cara curtida por el mar -. Mañana...


- Me han dicho que usted podría darme la dirección de Steffan Sidgusson, un patrón retirado. Creo que vive cerca de aquí.


El gesto del hombre cambia, se torna duro, hosco. Evalúa el aspecto de Albert y decide que no le gusta.


- Steffan fue mi patrón antes de retirarse. La familia está pasando un mal trago y no voy a dejar que cualquiera vaya a molestarlos. Largo, fuera de aquí.


Cansado, Albert se pasa una mano por la cara. No tiene fuerzas para una discusión.


- Soy... era un amigo de... de su hija.


Sven reevalúa al joven. El tono de voz, ese leve acento. Ahora se da cuenta de su aspecto general. Agotado, vestido con descuido. ¿No decían que el novio era...?


- No eres inglés, ¿verdad? Tú eres el español, el novio de la hija mayor. Todos hemos sentido mucho lo ocurrido. Steffan es una institución aquí. Siento lo de antes, no queremos que nadie les moleste, hemos echado a algunos periodistas... Bueno... Viven en el número seis de Hafnagarta. Baja esas escaleras y estarás en la calle, es la calle principal. Viven en una casa con un tejado rojo de dos aguas, detrás de la iglesia. Si vas andando no tardarás más de diez minutos. Te acompañaría, pero mi barco...


- Gracias.


- Saluda al viejo Steffan de mi parte.


- Claro.


Despidiéndose con un apretón de manos Albert desciende por unas escaleras de madera que le llevan a la calle principal. Con las manos en los bolsillos avanza a paso lento por Hafnagarta. Teme el encuentro con la familia de Brigitte, sabe que será una nueva oportunidad para que el dolor, egoísta, se adueñe de la escena. Alcanza la pequeña iglesia, extrañamente coronada por un motivo celta, la cruz y el círculo. Divisa ya la casa familiar, con el estómago encogido se acerca poco a poco a la entrada. En el jardín puede ver que las semillas de rosal que Brigitte trajo de Barcelona se defienden valientemente en el duro clima del norte, enraizadas con fuerza en la fértil y negra tierra volcánica. Encuentra el pequeño cobertizo abierto donde la familia guarda sus bicicletas, aún permanece ahí la de Brigitte, roja y verde, con la rozadura de la caída que tuvo en la excursión que hicieron al volcán. Albert permanece paralizado frente al cobertizo, capturado por la bicicleta que le lleva a días mejores.


- Hello, can I help you?


Esa voz… ¡Brigitte! Albert se gira rápidamente, el corazón en un puño. Brigitte... No. No es Brigitte, demasiado joven, más alta y delgada. De ser ella habría corrido a abrazarlo, a besarlo. Y esa joven permanece ante él, intrigada. Aturdido, comienza a hablar en castellano.


- Yo... yo soy... tú debes ser Karla.




Jose, 25 de noviembre de 2002